“Para Fichte fuera del yo no existe nada, y sólo el yo es real”
Antoni Marí: “El entusiasmo y la quietud”
No sé si son las neuronas, no sé si es que realmente pretendo racionalizar demasiado las cosas, que soy demasiado escéptico -sí, no te rías- pues no me gusta creerme nada a ciegas, pero lo cierto es que siempre busco el porqué de todo. En ocasiones lo consigo, muchas otras no. Si ya sé, la Realidad es demasiado compleja e inmensa como para intentar abarcarla con la cucharadita de café de nuestro cerebro, de nuestra inteligencia, pero quizás sea un rastro luciferino en mí manera de ser... si las cosas no resuenan en mi consciencia como verdad-verdad, suelo desecharlas.
No, no soy hombre de fe... tal vez por eso ya habréis observado que todo lo que publico en mi blog, aún con sus contradicciones, inexactitudes, superficialidad, etc., es auténtico, o por lo menos debéis saber que detrás de cada uno de los mensajes hay una reflexión, una maduración. Muchos son los temas que interesándome, no se ven aquí reflejados porque no consiguen superar mis planteamientos críticos.
Sería relativamente fácil publicar fotos impresionantes de OVNIS, fantasmas, fenómenos para normales, etc., el número de visitantes crecería -aunque debo deciros que por lo menos en mi caso el blog no me representa ningún ingreso de ningún tipo, más bien al contrario- y mi ego... se inflaría aún más.
El objeto de éste blog, es contribuir como humanamente pueda a cambiar el paradigma mental que hace que el mundo sea como es, cierto, he canviado la barricada por el ordenata, pero no por ello mi profundo anhelo de construir entre todos un mundo mejor, más libre, más justo, más igualitario, con mayor respeto hacia todas las criaturas que nos acompañan en éste viaje intergaláctico que es la vida, cercanas: animales, plantas, ríos, montañas, pero también hacia aquellas que nos parecen lejanas -y que nos influyen poderosamente- como estrellas, planetas.
Uno de los mayores interrogantes con los que siempre he tenido que batallar, podría resumirse más o menos de la siguiente manera; si cada uno de los seres humanos es en realidad la totalidad, llamémosla dios, el mundo, o como a mi me gusta "lo que sea", ¿como se producen las relaciones entre los seres?, ¿hasta que punto nos influímos los unos a los otros?, ¿la enfermedad, la desgracia que percibo a mi alrrededor, está sólo en mí?, ¿es únicamente el resultado de mis desajustes, conflictos, traumas o inperfecciones?, ¿existe un mundo fuera de mí?... Ja!.
No, no os riais, esa cuestión no es gratuita, ni superficial, mentes mucho más preparadas que yo, llevan siglos o milenios, tratando de discernirla y con sinceridad -como siempre- no creo que exista una forma racional de solucionarla, a pesar de que las percepciones, el resultado del engaño que nos producen nuestros sentidos, la maya que dicen los orientales, parecen indicarnos sin ningún género de dudas que sí, que ese mundo que ven mis ojos, esos sonidos que captan mis oídos, esas texturas que toco con las manos, están ahí.
Pero... ¿lo están realmente?... tal como apuntan los últimos descubrimientos de la ciencia, los argumentos de la metafísica, las tradiciones de la humanidad, como mínimo es dudable... todo es mental... todo está en la mente de ese "lo que sea" que por otra lado no es sino yo mismo.
¿He conseguido haceros un lío?. Perfecto. Era lo que pretendía. Es broma.
Para intentar desentrañar en alguna medida éste dilema, recurro a un viejo y querido amigo: Fichte.
El Romanticismo alemán, ya ha sido tratado en éste blog en varias ocasiones, desde el punto de vista artístico, por ejemplo, dediqué a Caspar David Friedrich, un par de entradas del blog que podéis ver aquí:
el mismo Friedrich se considerava seguidor de Fichte y en los textos que hoy os adjunto, nuestro amigo Fichte, intenta -a su manera- con lenguaje algo complejo resolver los interrogantes a los que hacía mención más arriba.
Veamos que podemos saber de nuestro personaje y que nos dice al respecto.
Filósofo alemán, segunda figura en el tiempo –después de Kant– del idealismo alemán clásico. Profesor de las Universidades de Jena (de la que fue despedido por acusación de ateísmo) y de Berlín. Fichte criticaba los privilegios estamentales, era partidario de la unificación de Alemania y de poner fin a la fragmentación feudal. Subrayó el significado de la filosofía «práctica» de las cuestiones relacionadas con la fundamentación de la moral y de la estructura jurídica del Estado, pero redujo la «práctica» a la actividad de la mera conciencia moral. Consideraba como premisa de la filosofía «práctica» un sistema teórico científicamente elaborado, una ciencia sobre la ciencia o «teoría» de la ciencia».
En la base de la «Teoría de la ciencia» de Fichte (1794) se encuentra la concepción del idealismo subjetivo. Fichte desechó la teoría de Kant sobre la «cosa en sí» e intentó inferir de un solo principio idealista subjetivo toda la diversidad de las formas del conocimiento. Este principio consiste en que el filósofo presupone la existencia de cierto sujeto absoluto al que atribuye actividad sin fin y al que considera creador del mundo. El «Yo» inicial fichteano no sólo no es un «Yo» individual ni una substancia análoga a la substancia de Spinoza, sino la actividad moral de la conciencia. De este «Yo» místico inicial, infiere Fichte el «Yo» singular, por el que entiende no un sujeto absoluto, sino tan sólo un sujeto humano limitado o «Yo» empírico, al que se contrapone la naturaleza, también empírica. De ello saca Fichte en conclusión que la filosofía teórica, después de admitir el «Yo» y el «no-Yo» los contrapone necesariamente uno al otro en el marco del mismo «Yo» absoluto como resultado de su limitación o división.
Siguiendo este original método de «admisión» «contraposición» y «síntesis», Fichte desarrolló un sistema de categorías del ser y del pensar tanto teóricas como prácticas. El método de Fichte, en el que están desarrollados algunos rasgos de la dialéctica idealista, se denomina «antitético», pues no deduce propiamente la antítesis de la tesis, sino que la coloca al lado de ella como su opuesto. Fichte tomaba como órgano del conocimiento racional la contemplación mental inmediata de la verdad, es decir, la «intuición intelectual». En la filosofía de Fichte, al lado de su doctrina fundamental: el idealismo subjetivo, se encuentran vacilaciones hacia el idealismo objetivo, que se acentuaron en los últimos años de su vida.
En ética, el problema capital, para Fichte, fue el de la libertad, problema que despertaba un interés creciente en virtud de los acontecimientos de la Revolución Francesa. De modo análogo a Spinoza, Fichte no ve en la libertad un acto sin causa, sino una acción basada en el conocimiento de la necesidad ineludible. Sin embargo, a diferencia de Spinoza, Fichte no hace depender de la sabiduría individual el grado de libertad al que pueden acceder los hombres, sino de la época histórica a que el individuo pertenece.
No encontrando fuerzas para superar las ilusiones engendradas por el atraso de la Alemania de su tiempo, Fichte elaboró un proyecto utópico para organizar la sociedad burguesa alemana en forma de «Estado comercial cerrado».
Fichte, espíritu practico y hombre de acción, pone sin embargo el inicio de la sabiduría humana en una elección libre, mas aun: gratuita. Según Fichte, solo son posibles dos filosofías: realismo e idealismo. La primera, afirma que lo real existe en sí, mas eso limita la libertad. El idealismo, por el contrario, afirma una libertad infinita y no reconoce nada “en sí”, exterior a la libertad. Esta dualidad “libertad y cosa” “en sí” equivale, en el pensamiento de Fichte, a la clásica dualidad de “sujeto cognoscente” y “objeto conocido”; pero ahora el sujeto es espíritu, libertad y capacidad de acción. Frente a esa idea del espíritu, la pretensión realista de que existen cosas reales, significa acentuar las limitaciones: las cosas son límites, mientras que la libertad es potestad sin límite; en fin, la libertad supera a las cosas, el espíritu es “antes” que la materia. El espíritu, que es libertad, “pone” la materia ante sí, para superarla. La superación, la lucha y la acción son el alma del progreso y en ella encuentra la libertad su exaltación y felicidad.
Ante el sorprendente planteamiento de Fichte, no queda más remedio que preguntarse: ¿como sabemos que el idealismo es la filosofía verdadera? Su respuesta es esta: por autoafirmación, se trata de una elección libre, sin razones.
Este es el inicio del filosofar, según Fichte. La experiencia del poder de elegir, del esfuerzo y la superación, son, en su pensamiento, el punto de arranque de todos los razonamientos, no ya la admiración ante el orden del universo. “La filosofía que uno profesa depende de la clase de hombre que es”, afirma Fichte. Los teóricos modernos de la Revolución (especialmente J.-J. Rousseau) son filósofos de la acción, como Fichte. Si les preguntáramos: “¿cuál es la realidad básica, el hecho primero e incontestable del que partís?”. No responderían que era el ser, o la verdad, tampoco la admiración. Dirán que la realidad primera es voluntad (Rousseau), o praxis, acción o al menos deseo en busca de satisfacción (Marx).
Fichte, al igual que Kant da prioridad a la razón práctica sobre la razón teórica: "Nosotros no actuamos porque conocemos, sino que conocemos porque estamos destinados a actuar". Y trasciende a Kant al sustituir la "cosa en sí" por el "Yo absoluto". Pero este Yo absoluto, piedra angular de su sistema de pensamiento, no es un yo cerrado y excluyente, sino por el contrario, está estructuralmente vinculado a los demás: El individuo de Fichte es inseparable de la categoría de "otredad" o "no-Yo". El autor de la "Doctrina de la Ciencia" nos dice que el hombre es sólo plenamente hombre "en comunidad" con los otros hombres: "El concepto de "individualidad" es un concepto alterno o recíproco (Wechselbegriff), esto es, un concepto que sólo puede ser pensado en relación a otro pensamiento... Por lo tanto no es nunca mío, sino mío y tuyo, un concepto común en el que dos conciencias se unen en una".
Fichte argumenta: "Yo adquiero conciencia de mi propio ser, no como elemento de algún patrón más amplio, sino en el choque con el no-ser, el Anstoss, el violento impacto de la colisión con la materia inerte, a la que opongo resistencia y debo subyugar con miras a liberar mi designio creativo".
Fichte describe el yo como "actividad, esfuerzo, independencia. Desea, altera y transforma el mundo, tanto en el pensamiento como en la acción, de acuerdo con sus propios conceptos y categorías". Esto había sido concedido por Kant como un proceso inconsciente e intuitivo, mas Fichte aseguraba que se trataba de "una actividad consciente y creativa... Yo no acepto nada porque deba hacerlo", insistía, "lo creo porque así lo deseo". En su opinión, existen dos mundos, y el hombre pertenecía a los dos: el mundo material del "ahí afuera", gobernado por causas y efectos, y el mundo espiritual, interno, "en el que soy por completo mi propia creación". Este último planteamiento originó un cambio radical en el entendimiento de la propia filosofía. "Mi filosofía depende del tipo de hombre que soy y no al contrario".
La voluntad adquirió una importancia singular en la psicología humana. Según Fichte, todas las personas razonan básicamente de la misma manera, diferenciándose por el contrario en su voluntad.
La revalorización del trabajo sigue a este razonamiento, pues sólo mediante el trabajo como expresión de la voluntad, puede el hombre imponer una personalidad propia y creativa en la naturaleza. Lo que contaba ahora más que el propio éxito mundano eran los motivos, la integridad, la sinceridad, la espiritualidad. Lo importante era la intención, no la sabiduría en sí.
Aparece una inversión de valores, pues al afirmar que el hombre se creaba a sí mismo, se negaba la existencia de una naturaleza del hombre cognoscible que determinase cómo ésta actúa, reacciona y piensa. Se negaba, entonces, cualquier posible ciencia de los valores, ya que los valores humanos no eran algo a descubrir, sino algo que "se creaba", por tanto imposibles de describir y sistematizar, "pues no son hechos ni entidades del mundo", al estar fuera del ámbito de la ciencia o la ética.
Si Kant podría simbolizar la víspera de la Revolución Francesa y Hegel su fase napoleónica, Fichte sería en sus inicios el jacobinismo moral de la Revolución.
Veamos algunos de sus pensamientos.
Introducción a la Doctrina de la ciencia.
Fíjate en tí mismo. Desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. He aquí la primera petición que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de tí, sino exclusivamente de tí mismo.
Aun en el caso de la más fugaz auto-observación, percibirá cualquiera una notable diferencia entre las varias determinaciones inmediatas de su conciencia, las cuales podemos llamar también representaciones. Unas nos parecen por completo dependientes de nuestra libertad, siéndonos imposible creer que les correspondan algo fuera de nosotros sin nuestra intervención. Nuestra fantasía, nuestra voluntad, nos parece libre. Otras las referimos, como a su modelo, a una verdad que debe existir independientemente de nosotros; y dada la condición de que deben concordar con esta verdad, nos encontramos ligados en la determinación de estas representaciones. En el conocimiento no nos tenemos, tocante a su contenido, por libres. Podemos decir en suma: algunas de nuestras representaciones van acompañadas por el sentimiento de la libertad, otras por el sentimiento de la necesidad.
No puede racionalmente surgir esta cuestión: ¿por qué las representaciones dependientes de la libertad están determinadas justamente de tal modo y no de otro? Pues por lo mismo que se supone que son dependientes de la libertad, se rechaza toda aplicación del concepto de fundamento. Son de tal modo, porque yo las he determinado de tal modo, y si yo las hubiese determinado de otro, serían de otro.
Pero hay ciertamente una cuestión digna de meditación: ¿cuál es el fundamento del sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad y de este mismo sentimiento de la necesidad? Responder a esta cuestión es el problema de la filosofía, y no es, a mi parecer, nada más la filosofía que la ciencia que resuelve este problema. El sistema de las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad llamase también la experiencia, interna tanto como externa. Según esto, y para decirlo con otras palabras, la filosofía ha de indicar el fundamento de toda experiencia.
Contra lo acabado de afirmar sólo pueden objetarse tres cosas. En primer término, podrá negar alguien que se presenten en la conciencia representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad y referidas a una verdad que deba estar determinada sin nuestra intervención. Tal sujeto, o negaría en contra de una mayor autoridad, o estaría constituido de otro modo que los demás seres humanos. Pero entonces tampoco existiría para él nada de lo que negase, ni ningún negar, y nosotros podríamos hacer simplemente caso omiso de su protesta. Por otro lado, podría decir alguien que la cuestión planteada es por completo imposible de responder; que sobre este punto nos hallamos en una invencible ignorancia y en ella hemos de seguir. Empeñarse en una serie de argumentos y contra-argumentos con tal sujeto es totalmente superfluo. La mejor manera de refutarle es responder realmente a la cuestión, porque entonces no le queda nada más que juzgar de nuestro ensayo e indicar dónde y por qué no le parece satisfactorio. Finalmente, podría alguien tomar en cuenta la denominación y afirmar: la filosofía es, en general, o es, además de lo indicado, otra cosa. A éste sería fácil mostrarle que desde siempre y por todos los conocedores ha sido considerado como filosofía justamente lo aducido; que todo lo que él pudiera proponer en cambio tiene ya otro nombre; que si esta palabra debe designar algo determinado, tiene que designar justamente la ciencia determinada.
Pero, como no tenemos ganas de empeñarnos en esta discusión, en sí infructífera, sobre una palabra, hemos, por nuestra parte, abandonado hace ya largo tiempo este nombre y llamado a la ciencia encargada de resolver el problema apuntado teoría de la ciencia.
Solo tratándose de una cosa que se juzga contingente, es decir, de la cual se supone que pudiera ser también de otro modo, pero a la vez de una cosa que no deba estar determinada por la libertad, puede preguntarse por un fundamento. Y justamente porque el que pregunta, pregunta por su fundamento, viene a ser la cosa para él una cosa contingente. El problema de buscar el fundamento de una cosa contingente significa esto: mostrar otra cosa por cuya naturaleza se deje comprender por qué lo fundado tiene, entre las múltiples determinaciones que podrían convenirle, justamente aquellas que tiene por el mero hecho de pensar un fundamento, éste cae fuera de lo fundado. Ambas cosas, lo fundado y el fundamento, en tanto son tales cosas, se oponen una a otra, se refieren una a otra, y así es cómo la primera se explica por la última.
Ahora bien, la filosofía tiene que indicar el fundamento de toda experiencia. Su objeto está necesariamente, según esto, fuera de toda experiencia. Esta proposición vale para toda la filosofía, y ha valido también universalmente, en realidad, hasta la época de los kantianos y de sus hechos de la conciencia y, por ende, de la experiencia interna.
Contra la proposición aquí establecida no puede objetarse absolutamente nada, pues por la primera premisa de nuestro raciocinio es el mero análisis del concepto establecido de la filosofía y de ella se infiere la conclusión. Si por acaso alguien intenta inducir que el concepto de fundamento debe explicarse de otro modo, no podemos, ciertamente, impedirle figurarse por esa expresión, cuando la use, lo que quiera. Pero nosotros declaramos, con nuestro buen derecho a ello, que nosotros no queremos que se entienda por ella en la anterior definición de la filosofía nada más que lo indicado. Por consiguiente, si no se admitiese esta significación, tendría que negarse toda posibilidad de la filosofía en la significación indicada por nosotros, y sobre esto ya nos hemos pronunciado antes.
El ente racional finito no tiene nada fuera de la experiencia. Esta es la que contiene toda la materia de su pensar. El filósofo se halla necesariamente en las mismas condiciones. Parece, según esto, inconcebible cómo podrá elevarse por encima de la experiencia.
Pero el filósofo puede abstraer, es decir, separar mediante la libertad del pensar lo unido en la experiencia. En la experiencia están inseparablemente unidas la cosa, aquello que debe de estar determinado independientemente de nuestra libertad y por lo que debe dirigirse nuestro conocimiento, y la inteligencia, que es la que debe conocer. El filósofo puede abstraer de una de las dos -y entonces ha abstraído de la experiencia y se ha elevado sobre ella-. Si abstrae de la primera, abstrae una inteligencia en sí, es decir, abstraída de que se presenta en la experiencia; una a otra como fundamento explicativo de la experiencia. El primer proceder se llama idealismo, el segundo, dogmatismo.
Sólo estos dos sistemas filosóficos son posibles, de lo cual se debería quedar convencido justo por lo presente. Según el primer sistema, las representaciones acompañadas por el sentimiento de la necesidad son productos de la inteligencia que hay que suponerles en la explicación. Según el último, son productos de una misma cosa en sí que hay que suponerles.
Si alguien quisiera negar esta proposición, tendría que demostrar, o bien que hay todavía un camino distinto del de la abstracción para elevarse sobre la experiencia, o bien que en la conciencia de la experiencia se presentan más partes integrantes que las dos nombradas.
Ahora bien, sin duda se verá claro más adelante, respecto de lo primero, que aquello que debe ser una inteligencia se presenta realmente en la conciencia bajo otro predicado, o sea, que no es algo producido simplemente por medio de la abstracción. Pero a la vez se mostrará que la conciencia de ella está condicionada por una abstracción, ciertamente natural al ser humano.
No se niega, en absoluto, que sea posible comprender un todo con fragmentos de estos heterogéneos sistemas, ni que este inconsecuente trabajo no haya sido hecho realmente con gran frecuencia. Pero se niega que con un proceder consecuente sean posibles más de estos dos sistemas.
Entre los objetivos -vamos a llamar el fundamento explicativo de la experiencia propuesta por una filosofía el objeto de esta filosofía, pues que sólo por y para la misma parece existir-, entre el objeto del idealismo y el del dogmatismo hay, por respecto a su relación con la conciencia en general, una notable diferencia. Todo aquello de que soy consciente se llama objeto de la conciencia. Hay tres clases de relaciones de este objeto con el que se le representa. O bien aparece el objeto como producido únicamente por la representación de la inteligencia, o bien como presente sin la intervención de la misma, y en este último caso, o bien como determinado también en cuanto a su constitución, o bien como presente simplemente en cuanto a su existencia, pero en cuanto a la naturaleza, determinable por la inteligencia libre.
La primera relación viene a parar en algo simplemente inventado, sea sin intento o de intento; la segunda, en un objeto de la experiencia; la tercera, sólo en un objeto único, que vamos a indicar ahora mismo.
Yo puedo es, a saber, determinante con libertad a pensar esta o aquella cosa, por ejemplo, la cosa en sí del dogmático. Ahora bien, si abstraigo de lo pensado y miro simplemente a mí mismo, vengo a ser para mí mismo en esto que tengo frente a mí el objeto de una representación determinada. El que yo me aparezca a mí mismo determinado justamente de tal modo y no de otro, justamente como pensante y, entre todos los pensamientos posibles, justamente como pensante en la cosa en sí, debe depender, a mi juicio, de mi autodeterminación; yo he hecho de mí con libertad un objeto semejante. Pero a mí mismo en sí no me he hecho, sino que estoy obligado a pensarme por anticipado como aquello que debe ser determinado por la autodeterminación. Yo mismo soy para mí un objeto cuya constitución depende, en ciertas condiciones, simplemente de la inteligencia, pero cuya existencia hay que suponer siempre.
Pues bien, justamente este yo en sí es el objeto del idealismo. El objeto de este sistema se presenta, según esto, como algo real y realmente en la conciencia, no como una cosa en sí, con lo que el idealismo dejaría de ser lo que es y se convertiría en dogmatismo, sino como yo en sí, no como objeto de la experiencia, pues él no está determinado, sino que es determinado simplemente por mí, y sin esta determinación no es nada, y sin ella ni siquiera es, sino como algo elevado por encima de toda experiencia.
El objeto del dogmatismo, por el contrario, pertenece a los objetos de la primera clase, a los que son producidos simplemente por el pensar libre. La cosa en sí es una mera invención y no tiene absolutamente ninguna realidad. No se presenta por ventura en la experiencia, pues el sistema de la experiencia no es nada más que el pensar acompañado por el sentimiento de la necesidad, ni puede ser considerado como nada más ni siquiera por el dogmático, que, como todo filósofo, tiene que fundamentarlo. El dogmático quiere, es verdad, asegurar a la cosa en sí realidad, es decir, la necesidad de ser pensada como fundamento de toda experiencia, y llegaría a ello si mostrase que la experiencia se puede explicar realmente por ella y sin ella no se puede explicar, pero justamente esta es la cuestión, y no es lícito suponer lo que hay que demostrar.
Asi pues, el objeto del idealismo tiene sobre el del dogmatismo la ventaja de que -no en cuanto fundamento explicativo de la experiencia, lo cual sería contradictorio y convertiría al sistema mismo en una parte de la experiencia, pero si en general- puede mostrarse en la conciencia, mientras que, por el contrario, el del dogmatismo no puede hacerse valer por nada más que por una mera inversión que espera su realización únicamente del éxito del sistema.
Esto se ha aducido meramente para facilitar la clara visión de las diferencias entre ambos sistemas, mas no para inferir de ello nada contra el segundo. El que el objeto de toda filosofía, como fundamento explicativo de la experiencia, tiene que estar fuera de la experiencia, lo requiere ya la ciencia de la filosofía, muy lejos de traducirse en desventaja para un sistema. De por qué ese objeto deba presentarse además de un modo particular en la conciencia, no hemos encontrado todavía ninguna razón.
Si alguien no pudiera convencerse de lo acabado de afirmar, como sólo es una observación incidental, no por ello se le haría ya imposible convencerse del conjunto de lo afirmado. Sin embargo voy, conforme a mi plan, a tomar también aquí en consideración posibles reparos. Podría alguien negar la afirmada conciencia de sí inmediata en una acción libre del espíritu. A tal sujeto sólo tendríamos que recordarle una vez más las condiciones de la misma por nosotros indicadas. La conciencia de sí no se impone, ni llega de suyo. Es necesario actuar realmente de un modo libre, y luego abstraerse del objeto y fijarse simplemente en sí mismo. Nadie puede ser obligado a hacer esto, y aunque proteste hacerlo, no siempre se puede saber si procede realmente y cómo se requiere. En una palabra, esta conciencia no puede serle enseñada a nadie; cada cual ha de producirla por medio de la libertad en sí mismo. Contra la segunda afirmación, la de que la cosa en sí es una mera invención, sólo podría objetar alguien algo por entenderla mal. Nosotros remitiríamos a tal sujeto a la anterior descripción del origen de este concepto.
CIENCIA
“El desaliento y la angustia consumen mi corazón. Aborrezco la aparición del día, que me invita a una vida, cuya verdad y significación es dudosa para mí. Paso las noches agitado por continuas pesadillas. Lucho desesperadamente por un rayo de luz que me saque del error y de la duda. Pero cuanto mayores son mis esfuerzos más me pierdo en el laberinto.
Un día, hacia la medianoche, me pareció ver una extraña figura llegar hasta mí, y dirigirme la palabra en estos términos: «¡Mísero mortal, oye lo que te digo; no haces sino amontonar sofismas y te imaginas sabio!
Tiemblas ante las espantosas imágenes que tú mismo creaste con esfuerzo. ¡Atrévete a ser sabio de veras! No te aporto ninguna nueva revelación. Lo que te voy a decir lo sabes ha mucho tiempo, y no tienes que hacer más que recordarlo. No te puedo engañar, pues tú mismo me darás la razón en todo lo que te voy, a decir, y si acaso le engañases, te engañarías tú mismo, ¡Anímate; óyeme y responde a mis preguntas!
Me revestí de valor. Puesto que se apelaba a mi razón, ¿por qué temer? Él no podía pensar por mí; lo que yo pensase lo pensaría por mi propia cuenta, la persuasión que adquiriese debía engendrarse en mi propio interior. Habla, exclamé; quien quiera que seas, extraño espíritu, quiero escucharte; pregunta, que yo te responderé.
El espíritu:- ¿Admites tú, que estos objetos que te rodean, existen fuera de ti?
Yo:- Los veo y los siento, si los toco percibo su sonido; Se revelan a mí por todos mis sentidos.
El espíritu:- ¡Ah! Quizá dentro de poco retires esa afirmación que has hecho de que ves y oyes los objetos. Pero por ahora voy a hablarte en tu mismo lenguaje como si realmente tú, por medio de tus sentidos, vieses, sintieses y oyeses los objetos. Pero sólo por medio de tu visión y de tu tacto, y de los demás sentidos. O ¿acaso sucede lo contrario? por otra vía que por los sentidos, y hay para ti algunos otros objetos más de los que tú oyes, palpas, etc.?
Yo:-No conozco ninguna otra clase.
El espíritu:- Según esto, los objetos perceptibles existen para ti, sencillamente a consecuencia de una determinación de tus sentidos exteriores; tú tienes noticia de ellos únicamente a causa de tu ciencia de esta determinación, de tu vista, de tu tacto, etc. Tu afirmación, hay objetos fuera de mí, se apoya en esta obra, yo veo, oigo, siento, etcétera.
Yo:- Esa es mi opinión.
El espíritu:- Ahora bien; y ¿cómo sabes que oyes, que ves y que sientes?
Yo:- No te comprendo. Tu pregunta me parece harto extraña.
El espíritu:- Quiero hacértela más comprensible. ¿Ves tú tu vista y sientes tu tacto; o de otro modo, posees tu algún sentido especial más alto, por medio del cual percibas tus sentidos exteriores y sus modificaciones?.
Yo:- De ningún modo. Yo sé inmediatamente, intuitivamente que veo y que siento y lo que veo y siento; lo sé porque así sucede sin mediación de ningún otro sentido. Por eso me parece extraña la pregunta, porque pone en duda la inmediatez de la conciencia.
El espíritu:- No era esa mi intención; con mi pregunta sólo me proponía darte ocasión de hacerte clara esta inmediatez. Así, pues, ¿tienes una conciencia inmediata de tu visión y de tu sensación?.
Yo:- Sí.
El espíritu:- De tu visión y de tu sensación, digo. Tú eres, según esto, el sujeto de tu visión y de tu sensación; y al serte a ti consciente de tu visión, ¿tienes conciencia de una determinación o modificación de ti mismo?.
Yo:- Sin duda.
El espíritu:- Tienes una conciencia de tu visión, de tu sensación, etcétera, y por eso mismo admite la verdad de los objetos. ¿Podrías percibirlos sin esta conciencia?¿Podrías percibir algún objeto por la vista o por el tacto o por el oído, sin saber que oías y veías?
El espíritu:- Según esto, la conciencia intuitiva de ti mismo y de tus determinaciones o modificaciones, es la condición necesaria de toda tu demás conciencia, y sabes algo sólo en cuanto sabes que lo sabes; no puede haber nada, pues, en la última, que no esté en la primera.
Yo:- Así lo creo.
El espíritu:- Entonces tú no sabes que los objetos existen, sino porque los ves o los sientes, etc., y sabes que ves o que sientes, porque sabes que lo sabes intuitivamente. En general, sólo percibes aquello que percibes inmediatamente.
Yo:- Así es.
El espíritu:- En todas tus percepciones sólo percibes a ti mismo y tus propios estados, y lo que no es objeto de esta percepción, ¿no es percibido?
Yo:- Repites una pregunta que ya me has hecho.
El espíritu:- Y no me cansaría de repetírtela en todas las formas imaginables, si temiese que no la habías comprendido. Debe quedársete indeleblemente grabada. Puedes decir: ¿yo soy consciente o tengo conciencia de los objetos exteriores?
Yo:- De ningún modo, si hemos de tomarlo al pie de la letra; pues la visión y la sensación, etc., con las cuales percibo las cosas, no es la conciencia misma, sino sólo aquello de lo cual soy consciente intuitiva e inmediatamente. En rigor sólo puedo decir: yo tengo conciencia de que veo y toco los objetos.
El espíritu:- Perfectamente; no olvides, pues, lo que ya has comprendido claramente. En todas tus percepciones, lo que tú percibes son simplemente tus propias modificaciones, tu propio estado. ¿Puedes determinar de algún modo el carácter exacto del saber objetivo y el del subjetivo, según aparecen en la conciencia?
Yo:- El subjetivo me aparece como conteniendo en sí mismo la razón de una conciencia de la forma, pero no en relación con el determinado contenido. Que una conciencia sea una imagen interior es cosa que está en su naturaleza; el que sea contemplada depende del objetivo, con el cual está ligada, y, por el cual, digámoslo así, es arrastrada. Lo objetivo, por el contrario, contiene la razón de ser en sí mismo, es en sí y para sí conforme es y porque así es. Lo subjetivo aparece como un espejo pasivo y tranquilo de lo objetivo puesto delante de él. La razón de que refleje está en su misma naturaleza. Que precisamente refleje la imagen de lo objetivo y no otra, está en la manera de ser de lo último.
El espíritu:- Lo subjetivo, en general, con arreglo a su naturaleza interior, ¿será muy semejante a lo que tú describías como conciencia de un ser fuera de ti?
Yo:- Ciertamente, y esta coincidencia es notable. Empiezo a creer a medias que, según la ley interior de mi conciencia, se produce también la idea de un ser existente fuera de mí sin mi concurso, y esta idea en el fondo no puede ser otra que la idea de esta misma ley.
El Espíritu:- ¿Por qué sólo a medias?
Yo:- Porque no comprendo cómo se resuelve en una representación de este género, en una representación de una masa extensa en el espacio.
El espíritu:- Ya antes dijimos, que lo que tú extiendes por el espacio es tu propia percepción; que ésta se puede convertir sólo por tu extensión en el espacio en algo sensible. Ahora lo que tenemos que ver es el espacio mismo y cómo se hace comprensible su nacimiento por la sola conciencia.
Yo:- Eso es.
El espíritu:- Vamos a intentarlo. Yo sé que tú no puedes tener conciencia de tu actividad intelectual en cuanto tal, en cuanto persiste en esta unidad, en esta identidad consigo misma, que es tu propia esencia y que no puede cesar sin que cese tu propio ser. Pero puede tener conciencia de ella, en cuanto pasa de un estado mudable a otro estado mudable. Si te la representas en esa función, ¿cómo se te aparece durante estas diversas transformaciones?
Yo:- Moviéndose interiormente de un lado a otro; en una palabra, se me aparecen como describiendo una línea recta. Un pensamiento determinado forma un punto de esta línea.
El Espíritu:- ¿Y por qué precisamente como una línea?
Yo:- ¿Debo dar una razón de aquello de cuyo círculo no puedo salir sin salir de mi propio ser? Pues lo mismo sucede aquí.
EL Espíritu:- Según esto, te parece un acto especial de tu conciencia. ¿Cómo te imaginarás entonces tu saber, no adquirido sino heredado, del cual todo pensamiento especial es sólo renovación y concreta determinación? ¿Qué imagen puedes dar del mismo?
Yo:- Indudablemente, como algo en lo cual se pueden trazar líneas en todas direcciones y puntos; por lo tanto, como espacio.
El espíritu:- ¿Y comprendes ahora claramente cómo eso que de ti mismo procede te puede parecer como un ser fuera de ti, y hasta debe parecerte así?
Has llegado, pues, a la verdadera fuente de las representaciones de las cosas fuera de ti. Esta representación no es percepción, sólo percibes a ti mismo; tampoco es pensamiento, las cosas no te parecen como meramente pensadas. Es real y efectivamente la conciencia intuitiva absoluta de un ser fuera de ti, así como la percepción de la inmediata conciencia intuitiva de tu estado. No te dejes aturdir por los sofismas y semifilósofos; las cosas se te aparecen no por sus representantes; eres intuitivamente consciente de las cosas que están o pueden estar ante ti, y no hay más objetos que aquellos de los cuales tienes conciencia. Tú mismo eres tu propio objeto; por razón de tu propia esencia tú mismo eres tu finalidad puesta ante ti mismo, y proyectada fuera de ti por ti mismo; y todo lo que ves ante ti eres tú mismo. Se ha llamado a esta conciencia, muy adecuadamente, intuición. En toda conciencia me contemplo a mí mismo, pues yo soy Yo: para la subjetiva, el cognoscente, es intuición. Y para la objetiva, lo conocido, soy también yo mismo, el mismo Yo, que conoce, pero objetivado, representado ante lo subjetivo. En este respecto esta conciencia es una contemplación activa de lo que contemplo; una contemplación de mí mismo por mí mismo; un salir de mí mismo por mí mismo de la única manera de actividad que me es propia, por la contemplación. Yo soy una visión viva. Veo -conciencia-, veo mi visión -conocido.
Este objeto es visible para los ojos de tu espíritu, porque es tu mismo espíritu. Tú divides, limitas, determinas las formas posibles de las cosas, y las relaciones de estas cosas entre sí. No es maravilla; lo que limitas y determinas sólo es tu propio saber, el cual sin duda conoces. Por esto es posible una ciencia de las cosas. Esta ciencia no está en las cosas ni emana de ellas. Emana de ti, tú la constituyes y eres su propia esencia.
No hay ningún sentido exterior, pues no hay ninguna percepción exterior. Hay, sin embargo, una intuición interior, no de las cosas, sino que esta intuición exterior, este conocimiento exterior al conocimiento subjetivo y que se le representa como objeto suyo, es la cosa misma y nada más. Por esta intuición exterior, la percepción es considerada como exterior y el sentido como exterior. Esto es una verdad y lo será siempre: yo sólo veo o siento las superficies: intuyo mi ver o mi sentir, como la visión o sensación de las superficies. El espacio luminoso, transparente, palpable y penetrable, pura imagen de mi conocimiento, no es visto por mí, sino intuido por mí y en él se da la intuición de mi visión. La luz no está fuera de mí sino en mí mismo, y yo soy la propia luz. Antes contestaste a mi pregunta: ¿cómo puedes conocer tus sensaciones en general, diciendo: las conozco inmediatamente? Ahora, por lo dicho, podrás profundizar más en esta conciencia inmediata de tus sensaciones.
Yo:- Mi conciencia es doble. La sensación es una conciencia inmediata; siento mis sensaciones. De aquí no nace para mí, en modo alguno, un conocimiento de un ser, sino sólo el sentimiento de mi propio estado. Pero yo no sólo siento, sino que también intuyo; pues yo no soy sólo un ser práctico, sino un ser inteligente. Yo intuyo mis sensaciones; y de este modo nace de mí mismo, de mi propia esencia, el conocimiento de un ser. La sensación se convierte en un sensible; mi afección, rojo, suave, etc., se convierte en lo rojizo, lo suave. etc., fuera de mí: lo cual lo intuyo en el espacio, porque mi intuición es el espacio. Así se comprende, porque creo ver o sentir superficies, cuando en realidad ni las veo ni las siento. Tengo sólo la intuición de ver y mi sentir como visión o sensación de una superficie.
No hay en ninguna parte nada permanente, ni fuera de mí ni en mí, sino un incesante cambio. No sé que exista un ser en ninguna parte ni en mí mismo. No existe ningún ser. Yo mismo ni sé ni soy. Soy imagen de una imagen. Las cosas son imágenes que se aparecen sin que haya algo a lo cual se aparezcan, las cuales se relacionan por imágenes de imágenes, sin nada imaginado, sin significación y sin objeto. Yo mismo soy una de esas imágenes; ni siquiera soy esto, sino sólo una confusa imagen de imágenes. Toda realidad truécase en un extraño sueño, sin una vida que sea materia de este sueño, sin espíritu que sueñe; un sueño que se reduce a un sueño de sí mismo. La intuición es el sueño; el pensamiento (fuente de todo ser, y de toda realidad concebida por mí de mi ser, de mi fuerza, de mis fines), es el sueño de aquel sueño”.
Espero que os haya servido.
Espero que os haya servido.
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