dijous, 27 de novembre del 2008

5 TEXTOS LITERARIOS. II



GEORGE ORWELL: 1984. (LA HABITACIÓN 101.)


No sabía dónde estaba. Seguramente en el Ministerio del Amor; pero no había manera de comprobarlo.
Se encontraba en una celda de alto techo, sin ventanas y con paredes de reluciente porcelana blanca. Lámparas ocul­tas inundaban el recinto de fría luz y había un sonido bajo y constante, un zumbido que Winston suponía relacionado con la ventilación mecánica. Un banco, o mejor dicho, una especie de estante a lo largo de la pared, le daba la vuelta a la celda, interrumpido sólo por la puerta y, en el extremo opuesto, por un retrete sin asiento de madera. Había cuatro telepantallas, una en cada pared.
Winston sentía un sordo dolor en el vientre. Le venía doliendo desde que lo encerraron en el camión para llevarlo allí. Pero también tenía hambre, un hambre roedora, anor mal. Aunque estaba justificada, porque por lo menos hacía veinticuatro horas que no había comido; quizá treinta y seis. No sabía, quizá nunca lo sabría, si lo habían detenido de día o de noche. Desde que lo detuvieron no le habían dado nada de comer.
Se estuvo lo más quieto que pudo en el estrecho banco, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Había aprendido ya a estarse quieto. Si se hacían movimientos inesperados, le chillaban a uno desde la telepantalla, pero la necesidad de comer algo le atenazaba de un modo espantoso. Lo que más le apetecía era un pedazo de pan. Tenía una vaga idea de que en el bolsillo de su «mono» tenía unas cuantas migas de pan. Incluso era posible -lo pensó porque de cuando en cuando algo le hacía cosquillas en la pierna que tuviera allí guardado un buen mendrugo. Finalmente, pudo más la ten­tación que el miedo; se metió una mano en el bolsillo.
-¡Smith! -gritó una voz desde la telepantalla-. ¡6079! ¡Smith W! ¡En las celdas, las manos fuera de los bolsillos!
Volvió a inmovilizarse y a cruzar las manos sobre las ro­dillas. Antes de llevarlo allí lo habían dejado algunas horas en otro sitio que debía de ser una cárcel corriente o un cala­bozo temporal usado por las patrullas. No sabía exactamente cuánto tiempo le habían tenido allí; desde luego varias horas; pero no había relojes ni luz natural y resultaba casi imposible calcular el tiempo. Era un sitio ruidoso y maloliente. Lo ha­bían dejado en una celda parecida a esta en que ahora se hallaba, pero horriblemente sucia y continuamente llena de gente. Por lo menos había a la vez diez o quince personas, la mayoría de las cuales eran criminales comunes, pero también se hallaban entre ellos unos cuantos prisioneros políticos. Winston se había sentado silencioso, apoyado contra la pa­red, encajado entre unos cuerpos sucios y demasiado preocu­pado por el miedo y por el dolor que sentía en el vientre para interesarse por lo que le rodeaba. Sin embargo, notó la asombrosa diferencia de conducta entre los prisioneros del Partido y los otros. Los prisioneros del Partido estaban siempre callados y llenos de terror, pero los criminales corrientes parecían no temer a nadie. Insultaban a los guar­dias, se resistían a que les quitaran los objetos que llevaban, escribían palabras obscenas en el suelo, comían descarada­mente alimentos robados que sacaban de misteriosos escon­drijos de entre sus ropas e incluso le respondían a gritos a la telepantalla cuando ésta intentaba restablecer el orden. Por otra parte, algunos de ellos parecían hallarse en buenas rela­ciones con los guardias, los llamaban con apodos y trataban de sacarles cigarrillos. También los guardias trataban a los criminales ordinarios con cierta tolerancia, aunque, natural­mente, tenían-que manejarlos con rudeza. Se hablaba mucho allí de los campos de trabajos forzados adonde los presos es­peraban ser enviados. Por lo visto, se estaba bien en los campos siempre que se tuvieran ciertos apoyos y se conocie­ra el tejemaneje. Había allí soborno, favoritismo e inmora­lidades de toda clase, abundaba la homosexualidad y la pros­titución e incluso se fabricaba clandestinamente alcohol des­tilándolo de las patatas. Los cargos de confianza sólo se los daban a los criminales propiamente dichos, sobre todo a los gangsters y a los asesinos de toda clase, que constituían una especie de aristocracia. En los campos de trabajos forzados, todas las tareas sucias y viles eran realizadas por los presos políticos.
En aquella celda había presenciado Winston un cons­tante entrar y salir de presos de la más variada condición: traficantes de drogas, ladrones, bandidos, gente del mercado negro, borrachos y prostitutas. Algunos de los borrachos eran tan violentos que los demás presos tenían que ponerse de acuerdo para sujetarlos. Una horrible mujer de unos se­senta años, con grandes pechos caídos y greñas de cabello blanco sobre la cara, entró empujada por los guardias. Cua­tro de éstos la sujetaban mientras ella daba patadas y chilla­ba. Tuvieron que quitarle las botas con las que la vieja les castigaba las espinillas y la empujaron haciéndola caer senta­da sobre las piernas de Winston. El golpe fue tan violento que Winston creyó que se le habían partido los huesos de los muslos. La mujer les gritó a los guardias, que ya se mar­chaban: «¡Hijos de perra!». Luego, notando que estaba sen­tada en las piernas de Winston, se dejó resbalar hasta la ma­dera.
-Perdona, querido -le dijo-. No me hubiera sentado encima de ti, pero esos matones me empujaron. No saben tratar a una dama. -Se calló unos momentos y, después de darse unos golpecitos en el pecho, eructó ruidosamente-. Perdona, chico erijo-. Yo ya no soy yo.
Se inclinó hacia delante y vomitó copiosamente sobre el suelo.
Esto va mejor ---dijo, volviendo a apoyar la espalda en la pared y cerrando los ojos-. Es lo que yo digo: lo mejor es echarlo fuera mientras esté reciente en el estómago.
Reanimada, volvió a fijarse en Winston y pareció tomar­le un súbito cariño. Le pasó uno de sus fláccidos brazos por los hombros y lo atrajo hacia ella, echándole encima un pes­tilente vaho a cerveza y porquería.
-¿Cómo te llamas, cariño? -le dijo.
-Smith.
-¿Smith? -repitió la mujer-. Tiene gracia. Yo tam­bién me llamo Smith. Es que -añadió sentimentalmente yo podía ser tu madre.
En efecto, podía ser mi madre, pensó Winston. Tenía aproximadamente la misma edad y el mismo aspecto físico y era probable que la gente cambiara algo después de pasar veinte años en un campo de trabajos forzados.
Nadie más le había hablado. Era sorprendente hasta qué punto despreciaban los criminales ordinarios a los presos del Partido. Los llamaban, despectivamente, los polits, y no sentían ningún interés por lo que hubieran hecho o dejado de hacer. Los presos del Partido parecían tener un miedo atroz a hablar con nadie y, sobre todo, a hablar unos con otros. Sólo una vez, cuando dos miembros del Partido, ambos mu­jeres, fueron sentadas juntas en el banco, oyó Winston entre la algarabía de voces, unas cuantas palabras murmuradas precipitadamente y, sobre todo, la referencia a algo que lla­maban la «habitación uno-cero-uno». No sabía a qué se po­dían referir.
Quizá llevara dos o tres horas en este nuevo sitio. El do­lor de vientre no se le pasaba, pero se le aliviaba algo a ratos y entonces sus pensamientos eran un poco menos tétricos. En cambio, cuando aumentaba el dolor, sólo pensaba en el dolor mismo y en su hambre. Al aliviarse, se apoderaba el pánico de él. Había momentos en que se figuraba de modo tan gráfico las cosas que iban a hacerle que el corazón le ga­lopaba y se le cortaba la respiración. Sentía los porrazos que iban a darle en los codos y las patadas que le darían las pesa­das botas claveteadas de hierro. Se veía a sí mismo retorcién­dose en el suelo, pidiendo a gritos misericordia por entre los dientes partidos. Apenas recordaba a Julia. No podía con­centrar en ella su mente. La amaba y no la traicionaría; pero eso era sólo un hecho, conocido por él como conocía las reglas de aritmética. No sentía amor por ella y ni siquiera se preocupaba por lo que pudiera estarle sucediendo a Julia en ese momento. En cambio pensaba con más frecuencia en OBrien con cierta esperanza. O'Brien tenía que saber que lo habían detenido. Había dicho que la Hermandad nunca in­tentaba salvar a sus miembros. Pero la cuchilla de afeitar se la proporcionarían si podían. Quizá pasaran cinco segundos antes de que los guardias pudieran entrar en la celda. La hoja penetraría en su carne con quemadora frialdad e incluso los dedos que la sostuvieran quedarían cortados hasta el hueso. Todo esto se le representaba a él, que en aquellos momentos se encogía ante el más pequeño dolor. No estaba seguro de utilizar la hoja de afeitar incluso si se la llegaban a dar. Lo más natural era seguir existiendo momentáneamente, acep­tando otros diez minutos de vida aunque al final de aquellos largos minutos no hubiera más que una tortura insoportable.
A veces procuraba calcular el número de mosaicos de porcelana que cubrían las paredes de la celda. No debía de ser difícil, pero siempre perdía la cuenta. Se preguntaba a cada momento dónde estaría y qué hora sería. Llegó a estar seguro de que afuera hacía sol y poco después estaba igual­mente convencido de que era noche cerrada. Sabía instin­tivamente que en aquel lugar nunca se apagaban las luces. Era el sitio donde no había oscuridad: y ahora sabía por qué O'Brien había reconocido la alusión. En el Ministerio del Amor no había ventanas. Su celda podía hallarse en el cen­tro del edificio o contra la pared trasera, podía estar diez pi­sos bajo tierra o treinta sobre el nivel del suelo. Winston se fue trasladando mentalmente de sitio y trataba de compren­der, por la sensación vaga de su cuerpo, si estaba colgado a gran altura o enterrado a gran profundidad.
Afuera se oía ruido de pesados pasos. La puerta de acero se abrió con estrépito. Entró un joven oficial, con impecable uniforme negro, una figura que parecía brillar por todas partes con reluciente cuero y cuyo pálido y severo rostro era como una máscara de cera. Avanzó unos pasos dentro de la celda y volvió a salir para ordenar a los guardias que espera­ban afuera que hiciesen entrar al preso que traían. El poeta Ampleforth entró dando tumbos en la celda. La puerta vol­vió a cerrarse de golpe.
Ampleforth hizo dos o tres movimientos inseguros como buscando una salida y luego empezó a pasear arriba y abajo por la celda. Todavía no se había dado cuenta de la presencia de Winston. Sus turbados ojos miraban la pared un metro por encima del nivel de la cabeza de Winston. No llevaba zapatos; por los agujeros de los calcetines le salían los dedos gordos. Llevaba varios días sin afeitarse y la inci­piente barba le daba un aire rufianesco que no le iba bien a su aspecto larguirucho y débil ni a sus movimientos nerviosos.
Winston salió un poco de su letargo. Tenía que hablarle a Ampleforth aunque se expusiera al chillido de la telepanta­lla. Probablemente, Ampleforth era el que le traía la hoja de afeitar.
-Ampleforth.
La telepantalla no dijo nada. Ampleforth se detuvo, so­bresaltado. Su mirada se concentró unos momentos sobre Winston.
-¡Ah, Smith! -dijo-. ¡También tú!
-¿De qué te acusan?
-Para decirte la verdad... -sentóse embarazosamente en el banco de enfrente a Winston-. Sólo hay un delito, ¿verdad?
-¿Y tú lo has cometido?
-Por lo visto.
Se llevó una mano a la frente y luego las dos apretándo­se las sienes en un esfuerzo por recordar algo.
-Estas cosas suelen ocurrir -empezó vagamente-. A fuerza de pensar en ello, se me ha ocurrido que pudiera ser... fue desde luego una indiscreción, lo reconozco. Estábamos preparando una edición definitiva de los poemas de Kipling. Dejé la palabra Dios al final de un verso. ¡No pude evitarlo! -añadió casi con indignación, levantando la cara para mirar a Winston-. Era imposible cambiar ese verso. God (Dios) tenía que rimar con God. ¿Te das cuenta de que sólo hay doce rimas para rod en nuestro idioma? Durante muchos días me he estado arañando el cerebro. Inútil, no había ninguna otra rima posible.
Cambió la expresión de su cara. Desapareció de ella la angustia y por unos momentos pareció satisfecho. Era una especie de calor intelectual que lo animaba, la alegría del pedante que ha descubierto algún dato inútil.
-¿Has pensado alguna vez -dijo- que toda la historia de la poesía inglesa ha sido determinada por el hecho de que en el idioma inglés escasean las rimas?
No, aquello no se le había ocurrido nunca a Winston ni le parecía que en aquellas circunstancias fuera un asunto muy interesante.
-¿Sabes si es ahora de día o de noche? -le preguntó. Ampleforth se sobresaltó de nuevo:
-No había pensado en ello. Me detuvieron hace dos días, quizá tres. -Su mirada recorrió las paredes como si es­perase encontrar una ventana-. Aquí no hay diferencia en­tre el día y la noche. No es posible calcular la hora.
Hablaron sin mucho sentido durante unos minutos hasta que, sin razón aparente, un alarido de la telepantalla los mandó callar. Winston se inmovilizó como ya sabía hacerlo. En cambio, Ampleforth, demasiado grande para acomodarse en el estrecho banco, no sabía cómo ponerse y se movía ner­vioso. Unos ladridos de la telepantalla le ordenaron que se estuviera quieto. Pasó el tiempo. Veinte minutos, quizás una hora... Era imposible saberlo. Una vez más se acercaban pa­sos de botas. A Winston se le contrajo el vientre. Pronto, muy pronto, quizá dentro de cinco minutos, quizás ahora mismo, el ruido de pasos significaría que le había llegado su turno.
Se abrió la puerta. El joven oficial de antes entró en la celda. Con un rápido movimiento de la mano señaló a Ampleforth.

-Habitación uno-cero-uno -dijo.
Ampleforth salió conducido por los guardias con las fac­ciones alteradas, pero sin comprender.
A Winston le pareció que pasaba mucho tiempo. Había vuelto a dolerle atrozmente el estómago. Su mente daba vueltas por el mismo camino. Tenía sólo seis pensamientos: el dolor de vientre; un pedazo de pan; la sangre y los gritos; O'Brien; Julia; la hoja de afeitar. Sintió otra contracción en las entrañas; se acercaban las pesadas botas. Al abrirse la puerta, la oleada de aire trajo un intenso olor a sudor frío. Parsons entró en la celda. Vestía sus shorts caquis y una camisa de sport.
Esta vez, el asombro de Winston le hizo olvidarse de sus preocupaciones.
-¡Tú aquí! -exclamó.
Parsons dirigió a Winston una mirada que no era de interés ni de sorpresa, sino sólo de pena. Empezó a andar de un lado a otro con movimientos mecánicos. Luego empe­zó a temblar, pero se dominaba apretando los puños. Tenía los ojos muy abiertos.
-¿De qué te acusan? -le preguntó Winston.
-Crimental -dijo Parsons dando a entender con el tono de su voz que reconocía plenamente su culpa y, a la vez, un horror incrédulo de que esa palabra pudiera aplicarse a un hombre como él. Se detuvo frente a Winston y le pre­guntó con angustia-: ¿No me matarán, verdad, amigo? No le matan a uno cuando no ha hecho nada concreto y sólo es culpable de haber tenido pensamientos que no pudo evitar. Sé que le juzgan a uno con todas las garantías. Tengo gran confianza en ellos. Saben perfectamente mi hoja de servicios. También tú sabes cómo he sido yo siempre. No he sido inte­ligente, pero siempre he tenido la mejor voluntad. He procu­rado servir lo mejor posible al Partido, ¿no crees? Me casti­garán a cinco años, ¿verdad? O quizá diez. Un tipo como yo puede resultar muy útil en un campo de trabajos forza­dos. Creo que no me fusilarán por una pequeña y única equi­vocación.
-¿Eres culpable de algo? --dijo Winston.
-¡Claro que soy culpable! -exclamó Parsons mirando servilmente a la telepantalla-. ¿No creerás que el Partido puede detener a un hombre inocente? -Se le calmó su rostro de rana e incluso tomó una actitud beatífica-. El cri­men del pensamiento es una cosa horrible dijo sentencio­samente-. Es una insidia que se apodera de uno sin que se dé cuenta. ¿Sabes cómo me ocurrió a mí? ¡Mientras dormía! Sí, así fue. Me he pasado la vida trabajando tan contento, cumpliendo con mi deber lo mejor que podía y, ya ves, resul­ta que tenía un mal pensamiento oculto en la cabeza. ¡Y yo sin saberlo! Una noche, empecé a hablar dormido, y ¿sabes lo que me oyeron decir?
Bajó la voz, como alguien que por razones médicas tiene que pronunciar unas palabras obscenas.
-¡Abajo el Gran Hermano! Sí, eso dije. Y parece ser que lo repetí varias veces. Entre nosotros, chico, te confesa­ré que me alegró que me detuvieran antes de que la cosa pasara a mayores. ¿Sabes lo que voy a decirles cuando me lleven ante el tribunal? «Gracias -les diré-, «gracias por haberme salvado antes de que fuera demasiado tarde». -¿Quién te denunció? -dijo Winston.
-Fue mi niña -dijo Parsons con cierto orgullo doli­do-. Estaba escuchando por el agujero de la cerradura. Me oyó decir aquello y llamó a la patrulla al día siguiente. No se le puede pedir más lealtad política a una niña de siete años, ¿no te parece? No le guardo ningún rencor. La verdad es que estoy orgulloso de ella, pues lo que hizo demuestra que la he educado muy bien.
Anduvo un poco más por la celda mirando varias veces, con deseo contenido, a la taza del retrete. Luego, se bajó a toda prisa los pantalones.
-Perdona, chico -dijo-. No puedo evitarlo. Es por la espera, ¿sabes?
Asentó su amplio trasero sobre la taza. Winston se cu­brió la cara con las manos.
-¡Smith! -chilló la voz de la telepantalla-. ¡6079 Smith W! Descúbrete la cara. En las celdas, nada de taparse la cara.
Winston se descubrió el rostro. Parsons usó el retrete ruidosa y abundantemente. Luego resultó que no funcionaba el agua y la celda estuvo oliendo espantosamente durante varias horas.
Se llevaron a Parsons. Entraron y salieron más presos, misteriosamente. Una mujer fue enviada a la «habitación 101» y Winston observó que esas palabras la hicieron cam­biar de color. Llegó el momento en que, si hubiera sido de día cuando le llevaron allí, sería ya la última hora de la tarde; y de haber entrado por la tarde, sería ya media noche. Había seis presos en la celda entre hombres y mujeres. Todos esta­ban sentados muy quietos. Frente a Winston se hallaba un hombre con cara de roedor; apenas tenía barbilla y sus dien­tes eran afilados y salientes. Los carrillos le formaban bolsones de tal modo que podía pensarse que almacenaba allí comida. Sus ojos gris pálido se movían temerosamente de un lado a otro y se desviaba su mirada en cuanto tropezaba con la de otra persona.
Se abrió la puerta de nuevo y entró otro preso cuyo as­pecto le causó un escalofrío a Winston. Era un hombre de aspecto vulgar, quizás un ingeniero o un técnico. Pero lo sorprendente en él era su figura esquelética. Su delgadez era tan exagerada que la boca y los ojos parecían de un tamaño desproporcionado y en sus ojos se almacenaba un intenso y criminal odio contra algo o contra alguien.
Reescribiendo la historia. Arriba, fotografía original Lenin y Trotsky, abajo Trotsky a desaparecido.
El individuo se sentó en el banco a poca distancia de Winston. Éste no volvió a mirarle, pero la cara de calavera se le había quedado tan grabada como si la tuviera continua mente frente a sus ojos. De pronto comprendió de qué se trataba. Aquel hombre se moría de hambre. Lo mismo pare­ció ocurrírseles casi a la vez a cuantos allí se hallaban. Se produjo un leve movimiento por todo el banco. El hombre de la cara de ratón miraba de cuando en cuando al esqueléti­co y desviaba en seguida la mirada con aire culpable para volverse a fijarse en él irresistiblemente atraído. Por fin se levantó, cruzó pesadamente la celda, se rebuscó en el bolsillo del «mono» y con aire tímido sacó un mugriento mendrugo de pan y se lo tendió al hambriento.
La telepantalla rugió furiosa. El de la cara de ratón vol­vió a su sitio de un brinco. El esquelético se había llevado inmediatamente las manos detrás de la espalda como para demostrarle a todo el mundo que se había negado a aceptar el ofrecimiento.
-¡Bumstead! -gritó la voz de un modo ensordece­dor`. ¡2713 Bumstead J! Tira ese pedazo de pan.
El individuo tiró el mendrugo al suelo.
-Ponte de pie de cara a la puerta y sin hacer ningún movimiento.
El hombre obedeció mientras le temblaban los bolsones de sus mejillas. Se abrió la puerta de golpe y entró el joven oficial, que se apartó para dejar pasar a un guardia acha­parrado con enormes brazos y hombros. Se colocó frente al hombre del mendrugo y, a una orden muda del oficial, le lanzó un terrible puñetazo a la boca apoyándolo con todo el peso de su cuerpo. La fuerza del golpe empujó al individuo hasta la otra pared de la celda. Se cayó junto al retrete. Le brotaba una sangre negruzca de la boca y de la nariz. Des­pués, gimiendo débilmente, consiguió ponerse en pie. Entre un chorro de sangre y saliva, se le cayeron de la boca las dos mitades de una dentadura postiza.
Los presos estaban muy quietos, todos ellos con las ma­nos cruzadas sobre las rodillas. El hombre ratonil volvió a su sitio. Se le oscurecía la carne en uno de los lados de la cara. Se le hinchó la boca hasta formar una masa informe con un agujero negro en medio. Sus ojos grises seguían moviéndose, sintiéndose más culpable que nunca y como tratando de ave­riguar cuánto lo despreciaban los otros por aquella humilla­ción.
Se abrió la puerta. Con un pequeño gesto, el oficial seña­ló al hombre esquelético.
-Habitación 101 dijo.
Winston oyó a su lado una ahogada exclamación de pánico. El hombre se dejó caer al suelo de rodillas y rogaba con las manos juntas:
-¡Camarada! ¡Oficial! No tienes que llevarme a ese si­tio; ¿no te lo he dicho ya todo? ¿Qué más quieres saber? ¡Todo lo confesaría, todo! Dime de qué se trata y lo confe­saré. ¡Escribe lo que quieras y lo firmaré! Pero no me lleves a la habitación 101.



-Habitación 101 -dijo el oficial.
La cara del hombre, ya palidísima, se volvió de un color increíble. Era -no había lugar a dudas- de un tono verde.
-¡Haz algo por mí! -chilló-. Me has estado matando de hambre durante varias semanas. Acaba conmigo de una vez. Dispara contra mí. Ahórcame. Condéname a veinticin­co años. ¿Queréis que denuncie a alguien más? Decidme de quién se trata y yo diré todo lo que os convenga. No me importa quién sea ni lo que vayáis a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los cuatro y cortarles el cuerpo delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar. Pero no me llevéis a la habitación 101.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a los demás presos como si esperara encontrar alguno que pudiera poner en su lugar. Sus ojos se detuvieron en la aporreada cara del que le había ofrecido el mendrugo. Lo se­ñaló con su mano huesuda y temblorosa.
-¡A ése es al que debíais llevar, no a mí! -gritó-. ¿No habéis oído lo que dijo cuando le pegaron? Os lo contaré si queréis oírme. El sí que está contra el Partido y no yo. -Los guardias avanzaron dos pasos. La voz del hombre se elevó histéricamente-. ¡No lo habéis oído! -repitió-. La telepantalla no funcionaba bien. Ése es al que debéis lleva­ros. ¡Sí, él, él; yo no!
Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese momento el preso se tiró al suelo y se agarró a una de las pa­tas de hierro que sujetaban el banco. Lanzaba un aullido que parecía de algún animal. Los guardias tiraban de él. Pero se aferraba con asombrosa fuerza. Estuvieron forcejeando así quizá unos veinte segundos. Los presos seguían inmóviles con las manos cruzadas sobre las rodillas mirando fijamente frente a ellos. El aullido se cortó; el hombre sólo tenía ya alientos para sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente. Un guardia le había roto de una patada los dedos de una mano. Lo pusieron de pie alzándolo como un pelele. -Habitación 101 -dijo el oficial.
Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que se sujetaba con la otra la mano partida. Había perdido por completo los ánimos.
Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando se llevaron al hombre de la cara de calavera, era ya por la mañana; si había sido por la mañana, ahora sería por la tarde. Winston estaba solo desde hacía varias horas. Le produ­cía tal dolor estarse sentado en el estrecho banco que se atre­vió a levantarse de cuando en cuando y dar unos pasos por la celda sin que la telepantalla se lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía en el suelo, -en el mismo sitio donde lo había tirado el individuo de cara ratonil. Al principio, necesitó Winston esforzarse mucho para no mirarlo, pero ya no tenía hambre, sino sed. Se le había puesto la boca pegajosa y de un sabor malísimo. El constante zumbido y la invariable luz blanca le causaban una sensación de mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más el dolor de los hue­sos, se levantaba, pero volvía a sentarse en seguida porque estaba demasiado mareado para permanecer en pie. En cuanto conseguía dominar sus sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba con leve esperanza en O'Brien y en la hoja de afeitar. Bien pudiera llegar la hoja escondida en el alimento que le dieran, si es que llegaban a darle alguno. En Julia pensaba menos. Estaría sufriendo, quizás más que él. Probablemente estaría chillando de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a Julia duplicando mi do­lor, ¿lo haría? Sí, lo haría». Esto era sólo una decisión inte­lectual, tomada porque sabia que su deber era ese; pero, en verdad, no lo sentía. En aquel sitio no se podía sentir nada excepto el dolor físico y la anticipación de venideros dolores. Además, ¿era posible, mientras se estaba sufriendo realmente, desear que por una u otra razón le aumentara a uno el dolor? Pero a esa pregunta no estaba él todavía en condiciones de responder. Las botas volvieron a acercarse. Se abrió la puer­ta. Entró O'Brien.
Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le hizo abandonar toda preocupación. Por primera vez en muchos años, olvidó la presencia de la tele­pantalla.
-¡También a ti te han cogido! -exclamó.
-Hace mucho tiempo que me han cogido -repuso O'Brien con una ironía suave y como si lo lamentara. Se apartó un poco para que pasara un corpulento guardia que tenía una larga porra negra en la mano.
-Ya sabías que ocurriría esto, Winston -dijo O'Brien-. No te engañes a ti mismo. Lo sabías... Siempre lo has sabido.
Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de pensar en ello. Sólo tenía ojos para la porra que se balanceaba en la mano del guardia. El golpe po­día caer en cualquier parte de su cuerpo: en la coronilla, en­cima de la oreja, en el antebrazo, en el codo...
¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la otra mano el codo golpeado. Había visto luces amarillas. ¡Era inconcebible que un solo golpe pudiera causar tanto dolor! Cayó al suelo. Volvió a ver claro. Los otros dos lo miraban desde arriba. El guardia se reía de sus contorsiones. Por lo menos, ya sabía una cosa. Jamás, por ninguna razón del mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del dolor físico sólo se puede desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico. Ante eso no hay héroes. No hay héroes, pensó una y otra vez mientras se retorcía en el suelo, sujetándose inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.


II

Winston yacía sobre algo que parecía una cama de cam­paña aunque más elevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O'Brien estaba de pie a su lado, mirándole fijamente. Al otro lado se hallaba un hombre con chaqueta blanca en una de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmica.
Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse plena cuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido nadando hasta esta habitación desde un mundo muy distinto, una especie de mundo sub­marino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades. Desde el momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna. Además sus recuerdos no eran continuos. A veces la conciencia, incluso esa especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado en seco y sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si esos ratos eran segundos, horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.
La pesadilla comenzó con aquel primer golpe en el codo. Más tarde se daría cuenta de que todo lo ocurrido entonces había sido sólo una ligera introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los presos. Todos te­nían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga serie de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era real, la confesión era sólo cuestión de trámite.

Stalin, Lenin y Trotsky.

Winston no podía recordar cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos. Recor­daba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis individuos con uniformes negros. A veces em­plearon los puños, otras las porras, también varas de acero y, por supuesto, las botas. Sabía que había rodado varias ve­ces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en un inútil esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo conseguía que le propinaran más patadas en las costillas, en el vientre, en los codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna vertebral. A ve­ces gritaba pidiendo misericordia incluso antes de que empe­zaran a pegarle y bastaba con que un puño hiciera el movi­miento de retroceso precursor del golpe para que confesara todos los delitos, verdaderos o imaginarios, de que le acusa­ban. Otras veces, cuando se decidía a no confesar nada, te­nían que sacarle las palabras entre alaridos de dolor y en otras ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más, dos golpes más y les diré lo que quieran». Cuando le golpeaban hasta dejar­lo tirado como un saco de patatas en el suelo de piedra para que recobrara alguna energía, al cabo de varias horas vol­vían a buscarlo y le pegaban otra vez. También había perío­dos más largos de descanso. Los recordaba confusamen­te porque los pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba de que un barbero había ido a afeitarle la barba al rape y algunos hombres de actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban sus movimientos reflejos, le levantaban los pár­pados y le recorrían el cuerpo con dedos rudos en busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para ha­cerle dormir.
Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron re­ducidas casi únicamente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombreci­llos regordetes con movimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaban para «trabajarlo» en turnos que duraban -no estaba seguro- diez o doce horas. Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve, pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar. Le daban bofetadas, le retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le hacían sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le enfocaban la cara con in­soportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva... Pero la finalidad de esto era sólo humillarlo y des­truir en él la facultad de razonar, de encontrar argumentos. La verdadera arma de aquellos hombres era el despiadado in­terrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de trampas, deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso mentiras y contradicciones, hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media docena de veces en una sola sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada vacilación, con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban de tono, lo llamaban camarada, trata­ban de despertar sus sentimientos en nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le preguntaban compungidos si no le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho todo el mal que había hecho. Con los nervios destrozados después de tantas horas de interrogatorio, estos amistosos reproches le hacían llorar con más fuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo y a amenazarlo. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido, haber distribuido propaganda sediciosa, robo de fondos públicos, venta de secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase... Confesó que había sido espía a sueldo de Asia Orien­tal ya en 1968. Confesó que tenía creencias religiosas, que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual. Con­fesó haber asesinado a su esposa, aunque sabía perfectamen­te y tenían que saberlo también sus verdugos- que su mujer vivía aún. Confesó que durante muchos años había es­tado en relación con Goldstein y había sido miembro de una organización clandestina a la que habían pertenecido casi to­das las personas que él había conocido en su vida. Lo más fácil era confesarlo todo fuera verdad o mentira- y com­prometer a todo el mundo. Además, en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido un enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción alguna entre los pensamientos y los actos.


Foto de la ficha en el M-5 de George Orwell.
También recordaba otras cosas que surgían en su mente de un modo inconexo, como cuadros aislados rodeados de oscuridad.
Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía, porque lo único que él veía era un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac, lento y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño y se hicieron más luminosos. De pronto, Winston salió flotando de su asiento y sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.
Estaba atado a una silla rodeada de esferas graduadas, bajo cegadores focos. Un hombre con bata blanca leía los discos. Fuera se oía que se acercaban pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera entró seguido por dos guardias.
-Habitación 101 -dijo el oficial.
El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera, miró a Winston; se limitaba a observar los discos.
Winston rodaba por un interminable corredor de un ki­lómetro de anchura inundado por una luz dorada y deslum­brante. Se reía a carcajadas y gritaba confesiones sin cesar. Lo confesaba todo, hasta lo que había logrado callar bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público que ya la conocía. Lo rodeaban los guardias, sus otros verdu­gos de lentes, los hombres de las batas blancas, OBrien, Ju­lia, el señor Charrington, y todos rodaban alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había escapado de algo terrorífico con que le amenazaban y que no había lle­gado a suceder. Todo estaba muy bien, no había más dolor y hasta los más mínimos detalles de su vida quedaban al descu­bierto, comprendidos y perdonados.
Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo ha­bían tendido, pues casi tenía la seguridad de haber oído la voz de OBrien. Durante todos los interrogatorios anteriores, a pesar de no haberlo llegado a ver, había tenido la constante sensación de que O'Brien estaba allí cerca, detrás de él. Esa O'Brien quien lo había dirigido todo. Él había lan­zado a los guardias contra Winston y también él había evita­do que lo mataran. Fue él quién decidió cuándo tenía Wins­ton que gritar de dolor, cuándo podía descansar, cuándo lo tenían que alimentar, cuándo habían de dejarlo dormir y cuándo tenían que reanimarlo con inyecciones. Era él quien sugería las preguntas y las respuestas. Era su atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo. Y una vez Wins­ton no podía recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto de la droga, o durante el sueño normal o en un mo­mento en que estaba despierto- una voz le había murmura­do al oído: «No te preocupes, Winston; estás bajo mi custo­dia. Te he vigilado durante siete años. Ahora ha llegado el momento decisivo. Te salvaré; te haré perfecto». No estaba seguro si era la voz de O'Brien; pero desde luego era la mis­ma voz que le había dicho en aquel otro sueño, siete años antes: «Nos encontraremos en el sitio donde no hay oscuridad».
Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba. Incluso la cabeza estaba sujeta por detrás al lecho. O'Brien lo miraba serio, casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado, y con bolsas bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo que Winston creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoyaba la mano en una palanca que hacía mover la aguja de la esfera, en la que se veían unos números.
-Te dije -murmuró O'Brien- que, si nos encontrába­mos de nuevo, sería aquí.
-Sí -dijo Winston.
Sin advertencia previa -excepto un leve movimiento de la mano de O'Brien- le inundó una oleada dolorosa. Era un dolor espantoso porque no sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un daño mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso eléctrico, pero sentía como si todo el cuerpo se le descoyun­tara. Aunque el dolor le hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es que se le rompiera la columna ver­tebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de estarse callado lo más posible.
-Tienes miedo erijo O'Brien observando su cara- de que de un momento a otro se te rompa algo. Sobre todo, te­mes que se te parta la espina dorsal. Te imaginas ahora mismo las vértebras soltándose y el líquido raquídeo saliéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?
Winston no contestó. O'Brien presionó sobre la palan­ca. La ola de dolor se retiró con tanta rapidez como había llegado.
-Eso era cuarenta dijo O'Brien-. Ya ves que los números llegan hasta el ciento. Recuerda, por favor, durante nuestra conversación, que está en mi mano infligirte dolor en el momento y en el grado que yo desee. Si me dices men­tiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer por debajo de tu nivel normal de inteligencia, te haré dar un alarido inmediatamente. ¿Entendido?
-Sí -dijo Winston.
O'Brien adoptó una actitud menos severa. Se ajustó pen­sativo las gafas y anduvo unos pasos por la habitación. Cuando volvió a hablar, su voz era suave y paciente. Parecía un médico, un maestro, incluso un sacerdote, deseoso de ex­plicar y de persuadir antes que de castigar.








Reescribir la historia. Arriba fotografía original, meeting de Lenin con Trotsky, abajo, la misma fotografía sin Trotsky.
-Me estoy tomando tantas molestias contigo, Winston, porque tú lo mereces. Sabes perfectamente lo que te ocurre. Lo has sabido desde hace muchos años aunque te has esforzado en convencerte de que no lo sabías. Estás trastornado mentalmente. Padeces de una memoria defectuosa. Eres in­capaz de recordar los acontecimientos reales y te convences a ti mismo porque estabas decidido a no curarte. No estabas dispuesto a hacer el pequeño esfuerzo de voluntad necesario. Incluso ahora, estoy seguro de ello, te aferras a tu enferme­dad por creer que es una virtud. Ahora te pondré un ejemplo y te convencerás de lo que digo. Vamos a ver, en este mo­mento, ¿con qué potencia está en guerra Oceanía?
-Cuando me detuvieron, Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental.
-Con Asia Oriental. Muy bien. Y Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Oriental, ¿verdad?
Winston contuvo la respiración. Abrió la boca para ha­blar, pero no pudo. Era incapaz de apartar los ojos del disco numerado.
-La verdad, por favor, Winston. Tu verdad. Dime lo que creas recordar.
-Recuerdo que hasta una semana antes de haber sido yo detenido, no estábamos en guerra con Asia Oriental en absoluto. Éramos aliados de ella. La guerra era contra Eurasia. Una guerra que había durado cuatro años. Y antes de eso...
O'Brien lo hizo callar con un movimiento de la mano.
-Otro ejemplo. Hace algunos años sufriste una obce­cación muy seria. Creíste que tres hombres que habían sido miembros del Partido, llamados Jones, Aaronson y Ruther­ford -unos individuos que fueron ejecutados por traición y sabotaje después de haber confesado todos sus delitos-; creíste, repito, que no eran culpables de los delitos de que se les acusaba. Creíste que habías visto una prueba documental innegable que demostraba que sus confesiones habían sido forzadas y falsas. Sufriste una alucinación que te hizo ver cierta fotografía. Llegaste a creer que la habías tenido en tus manos. Era una foto como ésta.
Entre los dedos de OBrien había aparecido un recorte de periódico que pasó ante la vista de Winston durante unos cinco segundos. Era una foto de periódico y no podía dudar­se cuál. Sí, era la fotografía; otro ejemplar del retrato de Jo­nes, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en Nueva York, aquella foto que Winston había descubierto por casualidad once años antes y había destruido en segui­da. Y ahora había vuelto a verla. Sólo unos instantes, pero estaba seguro de haberla visto otra vez. Hizo un desesperado esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera un centímetro. Había olvidado hasta la existencia de la amenazadora palanca. Sólo quería volver a coger la foto­grafía, o por lo menos verla más tiempo.
-¡Existe! -gritó. No erijo O'Brien.
Cruzó la estancia. En la pared de enfrente había un «agujero de la memoria». O’Brien levantó la rejilla. El pedazo de papel salió dando vueltas en el torbellino de aire ca­liente y se deshizo en una fugaz llama. O'Brien volvió junto a Winston.
-Cenizas --,dijo-. Ni siquiera cenizas identificables. Polvo. Nunca ha existido.
-¡Pero existió! ¡Existe! Sí, existe en la memoria. Lo recuerdo. Y tú también lo recuerdas.
-Yo no lo recuerdo -dijo OBrien.
Winston se desanimó. Aquello era doblepensar. Sintió un mortal desamparo. Si hubiera estado seguro de que O'Brien mentía, se habría quedado tranquilo. Pero era muy posible que O'Brien hubiera olvidado de verdad la fotogra­fía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de haberla recordado y también habría olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar seguro de que todo esto no era más que un truco? Quizás aquella demencia dislocación de los pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso era lo que más desanimaba a Winston.
O'Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profesor esforzándose por llevar por buen camino a un chico descarriado, pero prometedor.
-Hay una consigna del Partido sobre el control del pasado. Repítela, Winston, por favor.
-El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado -repitió Winston, obediente.
-El que controla el presente controla el pasado -dijo O'Brien moviendo la cabeza con lenta aprobación-. ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe verdaderamente?
Otra vez invadió a Winston el desamparo. Sus ojos se volvieron hacia el disco. No sólo no sabía si la respuesta que le evitaría el dolor sería sí o no, sino que ni siquiera sabía cuál de estas respuestas era la que él tenía por cierta.
OBrien sonrió débilmente:
-No eres metafísico, Winston. Hasta este momento nunca habías pensado en lo que se conoce por existencia. Te lo explicaré con más precisión. ¿Existe el pasado concretamente, en el espacio? ¿Hay algún sitio en alguna parte, hay un mundo de objetos sólidos donde el pasado siga acae­ciendo?
-No.
-Entonces, ¿dónde existe el pasado?
-En los documentos. Está escrito.
-En los documentos... Y, ¿dónde más?
-En la mente. En la memoria de los hombres.
-En la memoria. Muy bien. Pues nosotros, el Partido, controlamos todos los documentos y controlamos todas las memorias. De manera que controlamos el pasado, ¿no es así?

Trotsky presentado como un agente de los yanquis.

-Pero, ¿cómo van ustedes a evitar que la gente recuer­de lo que ha pasado? -exclamó Winston olvidando del nue­vo el martirizador eléctrico-. Es un acto involuntario. No puede uno evitarlo. ¿Cómo vais a controlar la memoria? ¡La mía no la habéis controlado!
O'Brien volvió a ponerse serio. Tocó la palanca con la mano.
Al contrario dijo por fin-, eres tú el que no la ha controlado y por eso estás aquí. Te han traído porque te han faltado humildad y autodisciplina. No has querido realizar el acto de sumisión que es el precio de la cordura. Has preferi­do ser un loco, una minoría de uno solo. Convéncete, Wins­ton; solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Wins­ton, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente indi­vidual, que puede cometer errores y que, en todo caso, pere­ce pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e in­mortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Este es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de la vo­luntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo.
Después de una pausa de unos momentos, prosiguió: Recuerdas haber escrito en tu Diario: «la libertad es poder decir que dos más dos son cuatro?».
-Sí -dijo Winston.
O'Brien levantó la mano izquierda, con el reverso hacia Winston, y escondiendo el dedo pulgar extendió los otros cuatro.
-¿Cuántos dedos hay aquí, Winston?
-Cuatro.
-¿Y si el Partido dice que no son cuatro sino cinco? Entonces, ¿cuántos hay?
-Cuatro.
La palabra terminó con un espasmo de dolor. La aguja de la esfera había subido a cincuenta y cinco. A Winston le sudaba todo el cuerpo. Aunque apretaba los dientes, no podía evitar los roncos gemidos. O'Brien lo contemplaba, con los cuatro dedos todavía extendidos. Soltó la palanca y el dolor, aunque no desapareció del todo, se alivió bastante.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-Cuatro.
La aguja subió a sesenta.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cuatro!! !¡Cuatro!! ¿Qué voy a decirte? ¡Cuatro!
La aguja debía de marcar más, pero Winston no la miró. El rostro severo y pesado y los cuatro dedos ocupaban por completo su visión. Los dedos, ante sus ojos, parecían columnas, enormes, borrosos y vibrantes, pero seguían siendo cuatro, sin duda alguna.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡¡Cuatro!! ¡Para eso, para eso! ¡No sigas, es inútil!
-¡Cuántos dedos, Winston!
-¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco!
-No, Winston; así no vale. Estás mintiendo. Sigues creyendo que son cuatro. Por favor, ¿cuántos dedos?
-¡¡Cuatro!! ¡¡Cinco!! ¡¡Cuatro!! Lo que quieras, pero ter­mina de una vez. Para este dolor.
Ahora estaba sentado en el lecho con el brazo de O'Brien rodeándole los hombros. Quizá hubiera perdido el conocimiento durante unos segundos. Se habían aflojado las ligaduras que sujetaban su cuerpo. Sentía mucho frío, temblaba como un azogado, le castañeteaban los dientes y le corrían lágrimas por las mejillas. Durante unos instantes se apretó contra O'Brien como un niño, confortado por el fuer­te brazo que le rodeaba los hombros. Tenía la sensación de que O'Brien era su protector, que el dolor venía de fuera, de otra fuente, y que O'Brien le evitaría sufrir.
-Tardas mucho en aprender, Winston -dijo O'Brien con suavidad.
-No puedo evitarlo -balbuceó Winston-. ¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro? Dos y dos son cuatro.
-Algunas veces sí, Winston; pero otras veces son cin­co. Y otras, tres. Y en ocasiones son cuatro, cinco y tres a la vez. Tienes que esforzarte más. No es fácil recobrar la razón.
Volvió a tender a Winston en el lecho. Las ligaduras volvieron a inmovilizarlo, pero ya no sentía dolor y le había desaparecido el temblor. Estaba débil y frío. O'Brien le hizo una señal con la cabeza al hombre de la bata blanca, que ha­bía permanecido inmóvil durante la escena anterior y ahora, inclinándose sobre Winston, le examinaba los ojos de cerca, le tomaba el pulso, le acercaba el oído al pecho y le daba gol­pecitos de reconocimiento. Luego, mirando a O'Brien, mo­vió la cabeza afirmativamente.
-Otra vez -dijo O'Brien.
El dolor invadió de nuevo el cuerpo de Winston. La aguja debía de marcar ya setenta o setenta y cinco. Esta vez, había cerrado los ojos. Sabía que los dedos continuaban allí y que seguían siendo cuatro. Lo único importante era conser­var la vida hasta que pasaran las sacudidas dolorosas. Ya no tenía idea de si lloraba o no. El dolor disminuyó otra vez. Abrió los ojos. O'Brien había vuelto a bajar la palanca.
-¿Cuántos dedos, Winston?
-¡Cuatro!! Supongo que son cuatro. Quisiera ver cin­co. Estoy tratando de ver cinco.
-¿Qué deseas? ¿Persuadirme de que ves cinco o verlos de verdad?
-Verlos de verdad.
-Otra vez dijo O'Brien.
Es probable que la aguja marcase de ochenta a noventa. Sólo de un modo intermitente podía recordar Winston a qué se debía su martirio. Detrás de sus párpados cerrados, un bosque de dedos se movía en una extraña danza, entretejién­dose, desapareciendo unos tras otros y volviendo a aparecer. Quería contarlos, pero no recordaba por qué. Sólo sabía que era imposible contarlos y que esto se debía a la misteriosa identidad entre cuatro y cinco. El dolor desapareció de nue­vo. Cuando abrió los ojos, halló que seguía viendo lo mismo; es decir, innumerables dedos que se movían como árboles locos en todas direcciones cruzándose y volviéndose a cru­zar. Cerró otra vez los ojos.
-¿Cuántos dedos te estoy enseñando, Winston?
-No sé, no sé. Me matarás si aumentas el dolor. Cua­tro, cinco, seis... Te aseguro que no lo sé.
-Esto va mejor -dijo O'Brien.
Le pusieron una inyección en el brazo. Casi instantánea­mente se le esparció por todo el cuerpo una cálida y beatífica sensación. Casi no se acordaba de haber sufrido. Abrió los ojos y miró agradecido a O'Brien. Le conmovió ver a aquel rostro pesado, lleno de arrugas, tan feo y tan inteligente. Si se hubiera podido mover, le habría tendido una mano. Nunca lo había querido tanto como en este momento y no sólo por haberle suprimido el dolor. Aquel antiguo sentimiento, aquella idea de que no importaba que O'Brien fuera un amigo o un enemigo, había vuelto a apoderarse de él. O'Brien era una per­sona con quien se podía hablar. Quizá no deseara uno tanto ser amado como ser comprendido. O'Brien lo había torturado casi hasta enloquecerlo y era seguro que dentro de un rato le haría matar. Pero no importaba. En cierto sentido, más allá de la amistad, eran íntimos. De uno u otro modo y aunque las pa­labras que lo explicarían todo no pudieran ser pronunciadas nunca, había desde luego un lugar donde podrían reunirse y charlar. O’Brien lo miraba con una expresión reveladora de que el mismo pensamiento se le estaba ocurriendo. Empezó a ha­blar en un tono de conversación corriente.
-¿Sabes dónde estás, Winston? -dijo.
-No sé. Me lo figuro. En el Ministerio del Amor.
-¿Sabes cuánto tiempo has estado aquí?
-No sé. Días, semanas, meses... creo que meses.
-¿Y por qué te imaginas que traemos aquí a la gente?
-Para hacerles confesar.
-No, no es ésa la razón. Di otra cosa.
-Para castigarlos.
-¡No! -exclamó O'Brien. Su voz había cambiado ex­traordinariamente y su rostro se había puesto de pronto se­rio y animado a la vez-. ¡No! No te traemos sólo para hacerte confesar y para castigarte. ¿Quieres que te diga para qué te hemos traído? ¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!! Debes saber, Winston, que ninguno de los que traemos aquí sale de nuestras manos sin haberse curado. No nos interesan esos estúpidos delitos que has cometido. Al Partido no le in­teresan los actos realizados; nos importa sólo el pensamien­to. No sólo destruimos a nuestros enemigos, sino que los cambiamos. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Estaba inclinado sobre Winston. Su cara parecía enorme por su proximidad y horriblemente fea vista desde abajo. Además, sus facciones se alteraban por aquella exaltación, aquella intensidad de loco. Otra vez se le encogió el corazón a Winston. Si le hubiera sido posible, habría retrocedido. Estaba seguro de que OBrien iba a mover la palanca por puro capricho. Sin embargo, en ese momento se apartó de él y paseó un poco por la habitación. Luego prosiguió con menos vehemencia:
-Lo primero que debes comprender es que éste no es un lugar de martirio. Has leído cosas sobre las persecuciones religiosas en el pasado. En la Edad Media había la Inquisición. No funcionó. Pretendían erradicar la herejía y termina­ron por perpetuarla. En las persecuciones antiguas por cada hereje quemado han surgido otros miles de ellos. ¿Por qué? Porque se mataba a los enemigos abiertamente y mientras aún no se habían arrepentido. Se moría por no abandonar las creencias heréticas. Naturalmente, así toda la gloria per­tenecía a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la que­maba. Más tarde, en el siglo xx, han existido los totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas ru­sos. Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición. Y se imaginaron que habían aprendido de los errores del pasado. Por lo menos sa­bían que no se deben hacer mártires. Antes de llevar a sus víctimas a un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente por me­dio de la tortura y el aislamiento hasta convertirlos en seres despreciables, verdaderos peleles capaces de confesarlo todo, que se insultaban a sí mismos acusándose unos a otros y pe­dían sollozando un poco de misericordia. Sin embargo, des­pués de unos cuantos años, ha vuelto a ocurrir lo mismo. Los muertos se han convertido en mártires y se ha olvidado su degradación. ¿Por qué había vuelto a suceder esto? En primer lugar, porque las confesiones que habían hecho eran forzadas y falsas. Nosotros no cometemos esta clase de erro­res. Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos que sean verdaderas. Y, sobre todo, no permitimos que los muertos se levanten contra nosotros. Por tanto, debes perder toda esperanza de que la posteridad te reivindique, Winston. La posteridad no sabrá nada de ti. Desaparecerás por completo de la corriente histórica. Te di­solveremos en la estratosfera, por decirlo así. De ti no que­dará nada: ni un nombre en un papel, ni tu recuerdo en un ser vivo. Quedarás aniquilado tanto en el pretérito como en el futuro. No habrás existido.
«Entonces, ¿para qué me torturan?», pensó Winston con una amargura momentánea. O'Brien se detuvo en seco como si hubiera oído el pensamiento de Winston. Su ancho y feo rostro se le acercó con los ojos un poco entornados y le dijo: -Estás pensando que si nos proponemos destruirte por completo, ¿para qué nos tomamos todas estas molestias?; que si nada va a quedar de ti, ¿qué importancia puede tener lo que tú digas o pienses? ¿Verdad que lo estás pensando?
-Sí -dijo Winston.
Cámara de torturas?.


O'Brien sonrió levemente y prosiguió:
Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha que de­bemos borrar. ¿No te dije hace poco que somos diferentes de los martirizadores del pasado? No nos contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad. No destruimos a los herejes porque se nos resisten; mientras nos resisten no los destruimos. Los convertimos, captamos su mente, los reformamos. Al hereje político le quitamos todo el mal y todas las ilusiones engaño­sas que lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apa­riencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo. Nos resulta intolerable que un pensamiento erróneo exista en alguna parte del mun­do, por muy secreto e inocuo que pueda ser. Ni siquiera en el instante de la muerte podemos permitir alguna desviación. Antiguamente, el hereje subía a la hoguera siendo aún un hereje, proclamando su herejía y hasta disfrutando con ella. Incluso la víctima de las purgas rusas se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir. La con­signa de todos los despotismos era: «No harás esto o lo otro». La voz de mando de los totalitarios era: «Harás esto o aquello». Nuestra orden es: «Eres». Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro. Incluso aquellos miserables traidores en cuya ino­cencia creíste un día Jones, Aaronson y Rutherford- los conquistamos al final. Yo mismo participé en su interrogato­rio. Los vi ceder paulatinamente, sollozando, llorando a lá­grima viva, y al final no los dominaba el miedo ni el dolor, sino sólo un sentimiento de culpabilidad, un afán de peni­tencia. Cuando acabamos con ellos no eran más que cáscaras de hombre. Nada quedaba en ellos sino el arrepentimiento por lo que habían hecho y amor por el Gran Hermano. Era conmovedor ver cómo lo amaban. Pedían que se les matase en seguida para poder morir con la mente limpia. Temían que pudiera volver a ensuciárseles.
La voz de O'Brien se había vuelto soñadora y en su ros­tro permanecía el entusiasmo del loco y la exaltación del fanático. «No está mintiendo pensó Winston , no es un hipócrita; cree todo lo que dice.» A Winston le oprimía el convencimiento de su propia inferioridad intelectual. Con­templaba aquella figura pesada y de movimientos sin embar­go agradables que paseaba de un lado a otro entrando y sa­liendo en su radio de visión. O'Brien era, en todos sentidos, un ser de mayores proporciones que él. Cualquier idea que Winston pudiera haber tenido o pudiese tener en lo sucesi­vo, ya se le había ocurrido a O’Brien, examinándola y recha­zándola. La mente de aquel hombre contenía a la de Winston. Pero, en ese caso, ¿cómo iba a estar loco OBrien? El loco tenía que ser él, Winston. O'Brien se detuvo y lo miró fija­mente. Su voz había vuelto a ser dura:
No te figures que vas a salvarte, Winston, aunque te rindas a nosotros por completo. Jamás se salva nadie que se haya desviado alguna vez. Y aunque decidiéramos dejarte vi­vir el resto de tu vida natural, nunca te escaparás de noso­tros. Lo que está ocurriendo aquí es para siempre. Es preciso que se te grabe de una vez para siempre. Te aplastaremos hasta tal punto que no podrás recobrar tu antigua forma. Te sucederán cosas de las que no te recobrarás aunque vivas mil años. Nunca podrás experimentar de nuevo un sentimiento humano. Todo habrá muerto en tu interior. Nunca más se­rás capaz de amar, de amistad, de disfrutar de la vida, de reírte, de sentir curiosidad por algo, de tener valor, de ser un hombre íntegro... Estarás hueco. Te vaciaremos y te rellenaremos de... nosotros.
Se detuvo y le hizo una señal al hombre de la bata blan­ca. Winston tuvo la vaga sensación de que por detrás de él le acercaban un aparato grande. OBrien se había sentado junto a la cama de modo que su rostro quedaba casi al mismo nivel del de Winston.
-Tres mil -le dijo, por encima de la cabeza de Wins­ton, al hombre de la bata blanca.
Dos compresas algo húmedas fueron aplicadas a las sie­nes de Winston. Éste sintió una nueva clase de dolor. Era algo distinto. Quizá no fuese dolor. O'Brien le puso una mano sobre la suya para tranquilizarlo, casi con amabilidad.
-Esta vez no te dolerá -le dijo-. No apartes tus ojos de los míos.
En aquel momento sintió Winston una explosión devas­tadora o lo que parecía una explosión, aunque no era seguro que hubiese habido ningún ruido. Lo que si se produjo fue un cegador fogonazo. Winston no estaba herido; sólo pos­trado. Aunque estaba tendido de espaldas cuando aquello ocurrió, tuvo la curiosa sensación de que le habían empujado hasta quedar en aquella posición. El terrible e indoloro golpe le había dejado aplastado. Y en el interior de su cabeza tam­bién había ocurrido algo. Al recobrar la visión, recordó quién era y dónde estaba y reconoció el rostro que lo con­templaba; pero tenía la sensación de un gran vacío interior. Era como si le faltase un pedazo del cerebro.
-Esto no durará mucho -dijo O'Brien-. Mírame a los ojos. ¿Con qué país está en guerra Oceanía?
Winston pensó. Sabía lo que significaba Oceanía y que él era un ciudadano de este país. También recordaba que exis­tían Eurasia y Asia Oriental; pero no sabía cuál estaba en guerra con cuál. En realidad, no tenía idea de que hubiera guerra ninguna.
-No recuerdo.
Oceanía está en guerra con Asia Oriental. ¿Lo recuer­das ahora?
-Sí.
-Oceanía ha estado siempre en guerra con Asia Orien­tal. Desde el principio de tu vida, desde el principio del Par­tido, desde el principio de la Historia, la guerra ha conti­nuado sin interrupción, siempre la misma guerra. ¿Lo re­cuerdas?
-Sí.
-Hace once años inventaste una leyenda sobre tres hom­bres que habían sido condenados a muerte por traición. Pre­tendías que habías visto un pedazo de papel que probaba su inocencia. Ese recorte de papel nunca existió. Lo inventaste y acabaste creyendo en él. Ahora recuerdas el momento en que lo inventaste, ¿te acuerdas?
-Sí.
-Hace poco te puse ante los ojos los dedos de mi mano. Viste cinco dedos. ¿Recuerdas?
-Sí.
O'Brien le enseñó los dedos de la mano izquierda con el pulgar oculto.
-Aquí hay cinco dedos. ¿Ves cinco dedos? -Sí.
Y los vio durante un fugaz momento. Llegó a ver cinco dedos, pero pronto volvió a ser todo normal y sintió de nue­vo el antiguo miedo, el odio y el desconcierto. Pero durante unos instantes -quizá no más de treinta segundos- había tenido una luminosa certidumbre y todas las sugerencias de O'Brien habían venido a llenar un hueco de su cerebro con­virtiéndose en verdad absoluta. En esos instantes dos y dos podían haber sido lo mismo tres que cinco, según se hubiera necesitado. Pero antes de que O'Brien hubiera dejado caer la mano, ya se había desvanecido la ilusión. Sin embargo, aun­que no podía volver a experimentarla, recordaba aquello como se recuerda una viva experiencia en algún período remoto de nuestra vida en que hemos sido una persona dis­tinta.
-Ya has visto que es posible -le dijo O'Brien.
-Sí -dijo Winston.
O'Brien se levantó con aire satisfecho. A su izquierda vio Winston que el hombre de la bata blanca preparaba una inyección. O'Brien miró a Winston sonriente. Se ajustó las gafas como en los buenos tiempos.
-¿Recuerdas haber escrito en tu diario que no importaba que yo fuera amigo o enemigo, puesto que yo era por lo me­nos una persona que te comprendía y con quien podías hablar? Tenías razón. Me gusta hablar contigo. Tu mentalidad atrae a la mía. Se parece a la mía excepto en que está enfer­ma. Antes de que acabemos esta sesión puedes hacerme algunas preguntas si quieres.
-¿La pregunta que quiera?
-Sí. Cualquiera. -Vio que los ojos de Winston se fija­ban en la esfera graduada-: Ahora no funciona. ¿Cuál es tu primera pregunta?
-¿Qué habéis hecho con Julia? -dijo Winston.
O'Brien volvió a sonreír.
-Te traicionó, Winston. Inmediatamente y sin reservas. Pocas veces he visto a alguien que se nos haya entregado tan pronto. Apenas la reconocerías si la vieras. Toda su rebeldía, sus engaños, sus locuras, su suciedad mental... todo eso ha desaparecido de ella como si lo hubiera quemado. Fue una conversión perfecta, un caso para ponerlo en los libros de texto.
-¿La habéis torturado?
O'Brien no contestó.
-A ver, la pregunta siguiente.











Stalin en un cartel de propaganda.



-¿Existe el Gran Hermano?
-Claro que existe. El Partido existe. El Gran Hermano es la encarnación del Partido.
-¿Existe en el mismo sentido en que yo existo?
-Tú no existes -dijo O'Brien.
A Winston volvió a asaltarle una terrible sensación de de­samparo. Comprendía por qué le decían a él que no existía; pero era un juego de palabras estúpido. ¿No era un gran ab­surdo la afirmación «tú no existes»? Pero, ¿de qué servía re­chazar esos argumentos disparatados?
-Yo creo que existo -dijo con cansancio-. Tengo plena conciencia de mi propia identidad. He nacido y he de morir. Tengo brazos y piernas. Ocupo un lugar concreto en el espacio. Ningún otro objeto sólido puede ocupar a la vez el mis­mo punto. En este sentido, ¿existe el Gran Hermano?
-Eso no tiene importancia. Existe.
-Morirá el Gran Hermano?
-Claro que no. ¿Cómo va a morir? A ver, la pregunta siguiente.
Existe la Hermandad?
-Eso no lo sabrás nunca, Winston. Si decidimos liber­tarte cuando acabemos contigo y si llegas a vivir noventa años, seguirás sin saber si la respuesta a esa pregunta es sí o no. Mientras vivas, será eso para ti un enigma.
Winston yacía silencioso. Respiraba un poco más rápida­mente. Todavía no había hecho la pregunta que le preocupaba desde un principio. Tenía que preguntarlo, pero su lengua se resistía a pronunciar las palabras. O'Brien parecía diverti­do. Hasta sus gafas parecían brillar irónicamente. Winston pensó de pronto: «Sabe perfectamente lo que le voy a pre­guntan». Y entonces le fue fácil decir:
-¿Qué hay en la habitación 101?
La expresión del rostro de O'Brien no cambió. Respon­dió:
-Sabes muy bien lo que hay en la habitación 101, Winston. Todo el mundo sabe lo que hay en la habitación 101. -Levantó un dedo hacia el hombre de la bata blanca. Evidentemente, la sesión había terminado. Winston sintió en el brazo el pinchazo de una inyección. Casi inmediata­mente, se hundió en un profundo sueño.



III

-Hay tres etapas en tu reintegración erijo O'Brien-; primero aprender, luego comprender y, por último, aceptar. Ahora tienes que entrar en la segunda etapa.
Como siempre, Winston estaba tendido de espaldas, pero ya no lo ataban tan fuerte. Aunque seguía sujeto al le­cho, podía mover las rodillas un poco y volver la cabeza de uno a otro lado y levantar los antebrazos. Además, ya no le causaba tanta tortura la palanca. Podía evitarse el dolor con un poco de habilidad, porque ahora sólo lo castigaba O'Brien por faltas de inteligencia. A veces pasaba una sesión entera sin que se moviera la aguja del disco. No recordaba cuántas sesiones habían sido. Todo el proceso se extendía por un tiempo largo, indefinido -quizá varias semanas-, y los inter­valos entre las sesiones quizá fueran de varios días y otras veces sólo de una o dos horas.
-Mientras te hallas ahí tumbado -le dijo O'Brien-, te has preguntado con frecuencia, e incluso me lo has pregun­tado a mí, por qué el Ministerio del Amor emplea tanto tiempo y trabajo en tu persona. Y cuando estabas en libertad te preocupabas por lo mismo. Podías comprender el meca­nismo de la sociedad en que vivías, pero no los motivos sub­terráneos. ¿Recuerdas haber escrito en tu Diario: «Compren­do el cómo; no comprendo el porqué»? Cuando pensabas en el porqué es cuando dudabas de tu propia cordura. Has leído el libro de Goldstein, o partes de él por lo menos. ¿Te enseñó algo que ya no supieras?
-¿Lo has leído tú? dijo Winston.
-Lo escribí. Es decir, colaboré en su redacción. Ya sa­bes que ningún libro se escribe individualmente.
-¿Es cierto lo que dice?
-Como descripción, sí. Pero el programa que presenta es una tontería. La acumulación secreta de conocimientos, la extensión paulatina de ilustración y, por último, la rebelión proletaria y el aniquilamiento del Partido. Ya te figurabas que esto es lo que encontrarías en el libro. Pura tontería. Los proletarios no se sublevarán ni dentro de mil años ni de mil millones de años. No pueden. Es inútil que te explique la ra­zón por la que no pueden rebelarse; ya la conoces. Si alguna vez te has permitido soñar en violentas sublevaciones, debes renunciar a ello. El Partido no puede ser derribado por nin­gún procedimiento. Las normas del Partido, su dominio es para siempre. Debes partir de ese punto en todos tus pensa­mientos.
O'Brien se acercó más al lecho.
-¡Para siempre! -repitió-.Y ahora volvamos a la cuestión del cómo y el porqué. Entiendes perfectamente cómo se mantiene en el poder el Partido. Ahora dime, ¿por qué nos aferramos al poder? ¿Cuál es nuestro motivo? ¿Por qué deseamos el poder? H4bla -añadió al ver que Winston no le respondía.
Sin embargo, Winston siguió callado unos instantes. Sentíase aplanado por una enorme sensación de cansancio. El rostro de O'Brien había vuelto a animarse con su fanático entusiasmo. Sabía Winston de antemano lo que iba a decirle O'Brien que el Partido no buscaba el poder por el poder mismo, sino sólo para el bienestar de la mayoría. Que le in­teresaba tener en las manos las riendas porque los hombres de la masa eran criaturas débiles y cobardes que no podían soportar la libertad ni encararse con la verdad y debían ser dominados y engañados sistemáticamente por otros hombres más fuertes que ellos. Que la Humanidad sólo podía escoger entre la libertad y la felicidad, y para la gran masa de la Hu­manidad era preferible la felicidad. Que el Partido era el eterno guardián de los débiles, una secta dedicada a hacer el mal para lograr el bien sacrificando su propia felicidad a la de los demás. Lo terrible, pensó Winston, lo verdaderamen­te terrible era que cuando O'Brien le dijera esto, se lo estaría creyendo. No había más que verle la cara. O'Brien lo sabía todo. Sabía mil veces mejor que Winston cómo era en reali­dad el mundo, en qué degradación vivía la masa humana y por medio de qué mentiras y atrocidades la dominaba el Par­tido. Lo había entendido y pesado todo y, sin embargo, no importaba: todo lo justificaba él por los fines. ¿Qué va uno a hacer, pensó Winston, contra un loco que es más inteligente que uno, que le oye a uno pacientemente y que sin embargo persiste en su locura?
-Nos gobernáis por nuestro propio bien -dijo débil­mente-. Creéis que los seres humanos no están capacitados para gobernarse, y en vista de ello...
Estuvo a punto de gritar. Una punzada de dolor se le ha­bía clavado en el cuerpo. O'Brien había presionado la palan­ca y la aguja de la esfera marcaba treinta y cinco.
-Eso fue una estupidez, Winston; has dicho una tonte­ría. Debías tener un poco más de sensatez.
Volvió a soltar la palanca y prosiguió:
-Ahora te diré la respuesta a mi pregunta. Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al poder mis­mo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos inte­resa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que significa el poder puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo que estamos haciendo. Todos los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer sus pro­pios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un paraíso donde todos los seres hu­manos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabe­mos que nadie se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolu­ción; se hace la revolución para establecer una- dictadura. El objeto de la persecución no es más que la persecución mis­ma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a en­tenderme?




















Reescribiendo la historia. Arriba Trotsky dando un discurso a los soldados del ejército Rojo, abajo trucaje fotográfico "castigando a las dos gemelas".



A. Winston le asombraba el cansancio del rostro de O'Brien. Era fuerte, carnoso y brutal, lleno de inteligencia y de una especie de pasión controlada ante la cual sentíase uno desarmado; pero, desde luego, estaba cansado. Tenía bolsones bajo los ojos y la piel floja en las mejillas. O'Brien se inclinó sobre él para acercarle más la cara, para que pu­diera verla mejor.
-Estás pensando -le dijo- que tengo la cara avejen­tada y cansada. Piensas que estoy hablando del poder y que ni siquiera puedo evitar la decrepitud de mi propio cuerpo.
¿No comprendes, Winston, que el individuo es sólo una cé­lula? El cansancio de la célula supone el vigor del organis­mo. ¿Acaso te mueres al cortarte las uñas?
Se apartó del lecho y empezó a pasear con una mano en el bolsillo.
-Somos los sacerdotes del poder -dijo-. El poder es Dios. Pero ahora el poder es sólo una palabra en lo que a ti respecta. Y ya es hora de que tengas una idea de lo que el poder significa. Primero debes darte cuenta de que el poder es colectivo. El individuo sólo detenta poder en tanto deja de ser un individuo. Ya conoces la consigna del Partido: «La libertad es la esclavitud». ¿Se te ha ocurrido pensar que esta frase es reversible? Sí, la esclavitud es la libertad. El ser hu­mano es derrotado siempre que está solo, siempre que es li­bre. Ha de ser así porque todo ser humano está condenado a morir irremisiblemente y la muerte es el mayor de todos los fracasos; pero si el hombre logra someterse plenamente, si puede escapar de su propia identidad, si es capaz de fundirse con el Partido de modo que él es el Partido, entonces será todopoderoso e inmortal. Lo segundo de que tienes que dar­te cuenta es que el poder es poder sobre seres humanos. So­bre el cuerpo, pero especialmente sobre el espíritu. El poder sobre la materia..., la realidad externa, como tú la llama­rías..., carece de importancia. Nuestro control sobre la materia es, desde luego, absoluto.
Durante unos momentos olvidó Winston la palanca. Hizo un violento esfuerzo para incorporarse y sólo consiguió causarse dolor.
Pero, ¿cómo vais a controlar la materia? -exclamó sin poderse contener-. Ni siquiera conseguís controlar el clima y la ley de la gravedad. Además, existen la enfermedad, el dolor, la muerte...
O'Brien le hizo callar con un movimiento de la mano:
-Controlamos la materia porque controlamos la mente. La realidad está dentro del cráneo. Irás aprendiéndolo poco a poco, Winston. No hay nada que no podamos conseguir: la invisibilidad, la levitación... absolutamente todo. Si quisiera, podría flotar ahora sobre el suelo como una pompa de jabón. No lo deseo porque el Partido no lo desea. Debes librarte de esas ideas decimonónicas sobre las leyes de la Naturaleza. Somos nosotros quienes dictamos las leyes de la Naturaleza.
-¡No las dictáis! Ni siquiera sois los dueños de este pla­neta. ¿Qué me dices de Eurasia y Asia Oriental? Todavía no las habéis conquistado.
-Eso no tiene importancia. Las conquistaremos cuando nos convenga. Y si no las conquistásemos nunca, ¿en qué puede influir eso? Podemos borrarlas de la existencia. Ocea­nía es el mundo entero.
-Es que el mismo mundo no es más que una pizca de polvo. Y el hombre es sólo una insignificancia. ¿Cuánto tiempo lleva existiendo? La Tierra estuvo deshabitada duran­te millones de años.
-¡Qué tontería! La Tierra tiene sólo nuestra edad. ¿Cómo va a ser más vieja? No existe sino lo que admite la conciencia humana.
-Pero las rocas están llenas de huesos de animales desa­parecidos, mastodontes y enormes reptiles que vivieron en la Tierra muchísimo antes de que apareciera el primer hombre.
-¿Has visto alguna vez esos huesos, Winston? Claro que no. Los inventaron los biólogos del siglo xix. Nada hubo antes del hombre. Y después del hombre, si éste desapareciera definitivamente de la Tierra, nada habría tampoco. Fuera del hombre no hay nada.
-Es que el universo entero está fuera de nosotros. ¡Piensa en las estrellas! Puedes verlas cuando quieras. Algu­nas de ellas están a un millón de años-luz de distancia. Jamás podremos alcanzarlas.
¿Qué son las estrellas? -dijo O'Brien con indiferen­cia-. Solamente unas bolas de fuego a unos kilómetros de distancia. Podríamos llegar a ellas si quisiéramos o hacerlas desaparecer, borrarlas de nuestra conciencia. La Tierra es el centro del universo. El sol y las estrellas giran en torno a ella.
Winston hizo otro movimiento convulsivo. Esca vez no dijo nada. O'Brien prosiguió, como si contestara a una obje­ción que le hubiera hecho Winston:
-Desde luego, para ciertos fines es eso verdad. Cuando navegamos por el océano o cuando predecimos un eclipse, nos puede resultar conveniente dar por cierto que la Tierra gira alrededor del sol y que las estrellas se encuentran a millones y millones de kilómetros de nosotros. Pero, ¿qué importa eso? ¿Crees que está fuera de nuestros medios un sistema dual de astronomía? Las estrellas pueden estar cerca o lejos según las necesitemos. ¿Crees que ésa es tarea difícil para nuestros matemáticos? ¿Has olvidado el doblepensar?
Winston se encogió en el lecho. Dijera lo que dijese, le venía encima la veloz respuesta como un porrazo, y, sin em­bargo, sabía -,cabía- que llevaba razón. Seguramente había alguna manera de demostrar que la creencia de que nada existe fuera de nuestra mente es una absoluta falsedad. ¿No se había demostrado hace ya mucho tiempo que era una teo­ría indefendible? Incluso había un nombre para eso, aunque él lo había olvidado. Una fina sonrisa recorrió los labios de O'Brien, que lo estaba mirando.
-Te digo, Winston, que la metafísica no es tu fuerte. La palabra que tratas de encontrar es solipsismo. Pero estás equivocado. En este caso no hay solipsismo. En todo caso, habrá solipsismo colectivo, pero eso es muy diferente; es precisamente lo contrario. En fin, todo esto es una digresión -añadió con tono distino-. El verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es poder so­bre las cosas, sino sobre los hombres. -Después de una pausa, asumió de nuevo su aire de maestro de escuela exami­nando a un discípulo prometedor-: Vamos a ver, Winston, ¿cómo afirma un hombre su poder sobre otro?
Winston pensó un poco y respondió:
-Haciéndole sufrir.
-Exactamente. Haciéndole sufrir. No basta con la obe­diencia. Si no sufre, ¿cómo vas á estar seguro de que obede­ce tu voluntad y no la suya propia? El poder radica en infligir dolor y humillación. El poder está en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti. ¿Empiezas a ver qué clase de mundo estamos creando? Es lo contrario, exactamente lo contrario de esas estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los anti­guos reformadores. Un mundo de miedo, de ración y de tor­mento, un mundo de pisotear y ser pisoteado, un mundo que se hará cada día más despiadado. El progreso de nuestro mundo será la consecución de más dolor. Las antiguas civili­zaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el auto­rebajamiento. Todo lo demás lo destruiremos, todo. Ya esta­mos suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado donde persista. La procreación consis­tirá en una formalidad anual como la renovación de la carti­lla de racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides, Winston, siempre habrá el afán de poder, la sed de dominio, que aumentará constantemente y se hará cada vez más sutil. Siempre existirá la emoción de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo indefenso. Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro, figúrate una bota aplastando un rostro humano... incesante­mente.
Se calló, como si esperase a que Winston le hablara. Pero éste se encogía más aún. No se le ocurría nada. Parecía helársele el corazón. O'Brien prosiguió:
-Recuerda que es para siempre. Siempre estará ahí la cara que ha de ser pisoteada. El hereje, el enemigo de la so­ciedad, estarán siempre a mano para que puedan ser derrota dos y humillados una y otra vez. Todo lo que tú has 'sufrido desde que estás en nuestras manos, todo eso continuará sin cesar. El espionaje, las traiciones, las detenciones, las tortu­ras, las ejecuciones y las desapariciones se producirán conti­nuamente. Será un mundo de terror a la vez que un mundo triunfal. Mientras más poderoso sea el Partido, menos tole­rante será. A una oposición más débil corresponderá un des­potismo más implacable. Goldstein y sus herejías vivirán siempre. Cada día, a cada momento, serán derrotados, desa­creditados, ridiculizados, les escupiremos encima, y, sin em­bargo, sobrevivirán siempre. Este drama que yo he represen­tado contigo durante siete años volverá a ponerse en escena una y otra vez, generación tras generación, cada vez en for­ma más sutil. Siempre tendremos al hereje a nuestro albe­drío, chillando de dolor, destrozado, despreciable y, al final, totalmente arrepentido, salvado de sus errores y arrastrándo­se a nuestros pies por su propia voluntad. Ese es el mundo que estamos preparando, Winston. Un mundo de victoria tras victoria, de triunfos sin fin, una presión constante sobre el nervio del poder. Ya veo que empiezas a darte cuenta de cómo será ese mundo. Pero acabarás haciendo más que com­prenderlo. Lo aceptarás, lo acogerás encantado, te converti­rás en parte de él.
Winston había recobrado suficiente energía para hablar:
-¡No podréis conseguirlo! -dijo débilmente.
-¿Qué has querido decir con esas palabras, Winston?
-No podréis crear un mundo como el que has descrito. Eso es un sueño, un imposible.
-¿Por qué?
-Es imposible fundar una civilización sobre el miedo, el odio y la crueldad. No perduraría.
--¿Por qué no?
-No tendría vitalidad. Se desintegraría, se suicidaría. -No seas tonto. Estás bajo la impresión de que el odio es más agotador que el amor. ¿Por qué va a serlo? Y si lo fuera, ¿qué diferencia habría? Supón que preferimos gastar­nos más pronto. Supón que aceleramos el tempo de la vida humana de modo que los hombres sean seniles a los treinta años. ¿Qué importaría? ¿No comprendes que la muerte del individuo no es la muerte? El Partido es inmortal.
Como de costumbre, la voz había vencido a Winston. Además, temía éste que si persistía su desacuerdo con O'Brien, se moviera de nuevo la aguja. Sin embargo, no podía estarse callado. Apagadamente, sin argumentos, sin nada en que apoyarse excepto el inarticulado horror que le produ­cía lo que había dicho O'Brien, volvió al ataque.
-No sé, no me importa. De un modo o de otro, fraca­saréis. Algo os derrotará. La vida os derrotará.
-Nosotros, Winston, controlamos la vida en todos sus niveles. Te figuras que existe algo llamado la naturaleza hu­mana, que se irritará por lo que hacemos y se volverá contra nosotros. Pero no olvides que nosotros creamos la naturale­za humana. Los hombres son infinitamente maleables. O quizás hayas vuelto a tu antigua idea de que los proletarios o los esclavos se levantarán contra nosotros y nos derribarán. Desecha esa idea. Están indefensos, como animales. La Humanidad es el Partido. Los otros están fuera, son insigni­ficantes.
-No me importa. Al final, os vencerán. Antes o des­pués os verán como sois, y entonces os despedazarán.
-¿Tienes alguna prueba de que eso esté ocurriendo? ¿O quizás alguna razón de que pudiera ocurrir?
-No. Es lo que creo. Sé que fracasaréis. Hay algo en el universo -no sé lo que es: algún espíritu, algún principio­contra lo que no podréis.
-Acaso crees en Dios, Winston?
-No.
-Entonces, ¿qué principio es ese que ha de vencernos?
-No sé. El espíritu del Hombre.
-¿Y te consideras tú un hombre?
-Sí.
-Si tú eres un hombre, Winston, es que eres el último. Tu especie se ha extinguido; nosotros somos los herederos. ¿Te das cuenta de que estás solo, absolutamente solo? Te encuentras fuera de la historia, no existes. -Cambió de tono y de actitud y dijo con dureza-: ¿Te consideras moralmente superior a nosotros por nuestras mentiras y nuestra cruel­dad?
-Sí, me considero superior.
O'Brien guardó silencio. Pero en seguida empezaron a hablar otras dos voces. Después de un momento, Winston reconoció que una de ellas era la suya propia. Era una cinta magnetofónica de la conversación que había sostenido con O'Brien la noche en que se había alistado en la Hermandad. Se oyó a sí mismo prometiendo solemnemente mentir, ro­bar, falsificar, asesinar, fomentar el hábito de las drogas y la prostitución, propagar las enfermedades venéreas y arrojar vitriolo a la cara de un niño. O'Brien hizo un pequeño gesto de impaciencia, como dando a entender que la demostración casi no merecía la pena. Luego hizo funcionar un resorte y las voces se detuvieron.
-Levántate de ahí dijo O'Brien.
Las ataduras se habían soltado por sí mismas. Winston se puso en pie con gran dificultad.
-Eres el último hombre -dijo O'Brien-. Eres el guardián del espíritu humano. Ahora te verás como realmen­te eres. Desnúdate.
Winston se soltó el pedazo de cuerda que le sostenía el «mono». Había perdido hacía tiempo la cremallera. No podía recordar si había llegado a desnudarse del todo desde que lo detuvieron. Debajo del «mono» tenía unos andrajos amari­llentos que apenas podían reconocerse como restos de ropa interior. Al caérsele todo aquello al suelo, vio que había un espejo de tres lunas en la pared del fondo. Se acercó a él y se detuvo en seco. Se le había escapado un grito involuntario.
-Anda -dijo O'Brien-. Colócate entre las tres lunas. Así te verás también de lado.
Winston estaba aterrado. Una especie de esqueleto muy encorvado y de un color grisáceo andaba hacia él. La imagen era horrible. Se acercó más al espejo. La cabeza de aquella criatura tan extraña aparecía deformada, ya que avanzaba con el cuerpo casi doblado. Era una cabeza de presidiario con una frente abultada y un cráneo totalmente calvo, una nariz retorcida y los pómulos magullados, con unos ojos fe­roces y alertas. Las mejillas tenían varios costurones. Desde luego, era la cara de Winston, pero a éste le pareció que ha­bía cambiado aún más por fuera que por dentro. Se había vuelto casi calvo y en un principio creyó que tenía el pelo cano, pero era que el color de su cuero cabelludo estaba gris. El cuerpo entero, excepto las manos y la cara, se había vuel­to gris como si lo cubriera una vieja capa de polvo. Aquí y allá, bajo la suciedad, aparecían las cicatrices rojas de las he­ridas, y cerca del tobillo sus varices formaban una masa in­flamada de, la que se desprendían escamas de piel. Pero lo verdaderamente espantoso era su delgadez. La cavidad de sus costillas era tan estrecha como la de un esqueleto. Las piernas se le habían encogido de tal manera que las rodillas eran más gruesas que los muslos. Esto le hizo comprender por qué O'Brien le había dicho que se viera de lado. La cur­vatura de la espina dorsal era asombrosa. Los delgados hom­bros avanzaban formando un gran hueco en el pecho y el cuello se doblaba bajo el peso del cráneo. De no haber sabi­do que era su propio cuerpo, habría dicho Winston que se trataba de un hombre de más de sesenta años aquejado de alguna terrible enfermedad.
-Has pensado a veces elijo OBrien- que mi cara, la cara de un miembro del Partido Interior, está avejentada y re­vela un gran cansancio. ¿Qué piensas contemplando la tuya?
Cogió a Winston por los hombros y le hizo dar la vuelta hasta tenerlo de frente.
-¡Fíjate en qué estado te encuentras! -dijo-. Mira la suciedad que cubre tu cuerpo. ¿Sabes que hueles como un macho cabrío? Es probable que ya no lo notes. Fíjate en tu horrible delgadez. ¿Ves? Te rodeo el brazo con el pulgar y el índice. Y podría doblarte el cuello como una remolacha. ¿Sabes que has perdido veinticinco kilos desde que estás en nuestras manos? Hasta el pelo se te cae a puñados. ¡Mira! -le arrancó un mechón dé pelo-. Abre la boca. Te quedan nueve, diez, once dientes. ¿Cuántos tenías cuando te detuvi­mos? Y los pocos que te quedan se te están cayendo. ¡¡Mira!!
Agarró uno de los dientes de abajo que le quedaban a Winston. Éste sintió un dolor agudísimo que le corrió por toda la mandíbula. O'Brien se lo había arrancado de cuajo, tirándolo luego al suelo.
Te estás pudriendo, Winston. Te estás desmoronan­do. ¿Qué eres ahora? Una bolsa llena de porquería. Mírate otra vez en el espejo. ¿Ves eso que tienes enfrente? Es el último hombre. Si eres humano, ésa es la Humanidad.. Anda, vístete otra vez.
Winston empezó a vestirse con movimientos lentos y rí­gidos. Hasta ahora no había notado lo débil que estaba. Sólo un pensamiento le ocupaba la mente: que debía de llevar en aquel sitio más tiempo de lo que se figuraba. Entonces, al mirar los miserables andrajos que se habían caído en torno suyo, sintió una enorme piedad por su pobre cuerpo. Antes de saber lo que estaba haciendo, se había sentado en un ta­burete junto al lecho y había roto a llorar. Se daba plena cuenta de su terrible fealdad, de su inutilidad, de que era un montón de huesos envueltos en trapos sucios que lloraba ilu­minado por una deslumbrante luz blanca. Pero no podía contenerse. O'Brien -le puso una mano en el hombro casi con amabilidad.
-Esto no durará siempre -le dijo-. Puedes evitarte todo esto en cuanto quieras. Todo depende de ti.
-¡Tú tienes la culpa! -sollozó Winston-. Tú me con­vertiste en este guiñapo. .
-No, Winston, has sido tú mismo. Lo aceptaste cuando te pusiste contra el Partido. Todo ello estaba ya contenido en aquel primer acto de rebeldía. Nada ha ocurrido que tú no hubieras previsto.
Después de una pausa, prosiguió:
Te hemos pegado, Winston; te hemos destrozado. Ya has visto cómo está tu cuerpo. Pues bien, tu espíritu está en el mismo estado. Has sido golpeado e insultado, has gritado de dolor, te has arrastrado por el suelo en tu propia sangre, y en tus vómitos has gemido pidiendo misericordia, has trai­cionado a todos. ¿Crees que hay alguna degradación en que no hayas caído?
Winston dejó de llorar, aunque seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Miró a O'Brien.
-No he traicionado a Julia -dijo.
O'Brien lo miró pensativo.
-No, no. Eso es cierto. No has traicionado a Julia.
El corazón de Winston volvió a llenarse de aquella ado­ración por O'Brien que nada parecía capaz de destruir. «¡Qué inteligente pensó-, qué inteligente es este hombre!» Nunca dejaba O'Brien de comprender lo que se le decía. Cualquiera otra persona habría contestado que había traicio­nado a Julia. ¿No se lo habían sacado todo bajo tortura? Les había contado absolutamente todo lo que sabía de ella: su ca­rácter, sus costumbres, su vida pasada; había confesado, dan­do los más pequeños detalles, todo lo que había ocurrido entre ellos, todo lo que él había dicho a ella y ella a él, sus comidas, alimentos comprados en el mercado negro, sus re­laciones sexuales, sus vagas conspiraciones contra el Parti­do... y, sin embargo, en el sentido que él le daba a la palabra traicionar, no la había traicionado. Es decir, no había dejado de amarla. Sus sentimientos hacia ella seguían siendo los mismos. O'Brien había entendido lo que él quería decir sin necesidad de explicárselo.
-Dime -murmuró Winston-, ¿cuándo me matarán?
-A lo mejor, tardan aún mucho tiempo -respondió O'Brien-. Eres un caso difícil. Pero no pierdas la esperan­za. Todos se curan antes o después. Al final, te mataremos.

IV

Sentíase mucho mejor. Había engordado y cada día esta­ba más fuerte. Aunque hablar de días no era muy exacto.
La luz blanca y el zumbido seguían como siempre, pero la nueva celda era un poco más confortable que las demás en que había estado. La cama tenía una almohada y un colchón y había también un taburete. Lo habían bañado, permitién­dole lavarse con bastante frecuencia en un barreño de hoja­lata. Incluso le proporcionaron agua caliente. Tenía ropa interior nueva y un nuevo «mono». Le curaron las várices vendándoselas adecuadamente. Le arrancaron el resto de los dientes y le pusieron una dentadura postiza.
Debían de haber pasado varias semanas e incluso meses. Ahora le habría sido posible medir el tiempo si le hubiera in­teresado, pues lo alimentaban a intervalos regulares. Calculó que le llevaban tres comidas cada veinticuatro horas, aunque no estaba seguro si se las llevaban de día o de noche. El ali­mento era muy bueno, con carne cada tres comidas. Una vez le dieron también un paquete de cigarrillos. No tenía ceri­llas, pero el guardia que le llevaba la comida, y que nunca le hablaba, le daba fuego. La primera vez que intentó fumar, se mareó, pero perseveró, alargando el paquete mucho tiempo. Fumaba medio cigarrillo después de cada comida.
Le dejaron una pizarra con un pizarrín atado a un pico. Al principio no lo usó. Se hallaba en un continuo estado de atontamiento. Con frecuencia se tendía desde una comida hasta la siguiente sin moverse, durmiendo a ratos y a ratos pensando confusamente. Se había acostumbrado a dormir con una luz muy fuerte sobre el rostro. La única diferencia que notaba con ello era que sus sueños tenían así más cohe­rencia. Soñaba mucho y a veces tenía ensueños felices. Se veía en el País Dorado o sentado entre enormes, soleadas y gloriosas ruinas con su madre, con Julia o con O'Brien, sin hacer nada, sólo tomando el sol y hablando de temas pacífi­cos. Al despertarse, pensaba mucho tiempo sobre lo que ha­bía soñado. Había perdido la facultad de esforzarse intelec­tualmente al desaparecer el estímulo del dolor. No se sentía aburrido ni deseaba conversar ni distraerse por otro medio. Sólo quería estar aislado, que no le pegaran ni lo interroga­ran, tener bastante comida y estar limpio.
Gradualmente empezó a dormir menos, pero seguía sin desear levantarse de la cama. Su mayor afán era yacer en calma y sentir cómo se concentraba más energía en su cuerpo. Se tocaba continuamente el cuerpo para asegurarse de que no era una ilusión suya el que sus músculos se iban re­dondeando y su piel fortaleciendo. Por último, vio con ale­gría que sus muslos eran mucho más gruesos que sus rodi­llas. Después de esto, aunque sin muchas ganas al principio, empezó a hacer algún ejercicio con regularidad. Andaba has­ta tres kilómetros seguidos; los medía por los pasos que daba en torno a la celda. La espalda se le iba enderezando. Intentó realizar ejercicios más complicados, y se asombró, humillado, de la cantidad asombrosa de cosas que no podía hacer. No podía coger el taburete estirando el brazo ni sostenerse en una sola pierna sin caerse. Intentó ponerse en cuclillas, pero sintió unos dolores terribles en los muslos y en las pantorri­llas. Se tendió de cara al suelo e intentó levantar el peso del cuerpo con las manos. Fue inútil; no podía elevarse ni un centímetro. Pero después de unos días más -otras cuantas comidas- incluso eso llegó a realizarlo. Lo hizo hasta seis ve­ces seguidas. Empezó a enorgullecerse de su cuerpo y a al­bergar la intermitente ilusión de que también su cara se le iba normalizando. Pero cuando casualmente se llevaba la mano a su cráneo calvo, recordaba el rostro cruzado de cica­trices y deformado que había visto aquel día en el espejo. Se le fue activando el espíritu. Sentado en la cama, con la espal­da apoyada en la pared y la pizarra sobre las rodillas, se dedi­có con aplicación a la tarea de reeducarse.
Había capitulado, eso era ya seguro. En realidad -lo comprendía ahora- había estado expuesto a capitular mu­cho antes de tomar esa decisión. Desde que le llevaron al Ministerio del Amor -e incluso durante aquellos minutos en que Julia y él se habían encontrado indefensos espalda contra espalda mientras la voz de hierro de la telepantalla les ordenaba lo que tenían que hacer- se dio plena cuenta de la superficialidad y frivolidad de su intento de enfrentarse con el Partido. Sabía ahora que durante siete años lo había vigila­do la Policía del Pensamiento como si fuera un insecto cuyos movimientos se estudian bajo una lupa. Todos sus ac­tos físicos, todas sus palabras e incluso sus actitudes menta­les habían sido registradas o deducidas por el Partido. Inclu­so la motita de polvo blanquecino que Winston había dejado sobre la tapa de su diario la habían vuelto a colocar cuidado­samente en su sitio. Durante los interrogatorios le hicieron oír cintas magnetofónicas y le mostraron fotografías. Algu­nas de éstas recogían momentos en que Julia y él habían es­tado juntos. Sí, incluso... Ya no podía seguir luchando con­tra el Partido. Además, el Partido tenía razón. ¿Cómo iba a equivocarse el cerebro inmortal y colectivo? ¿Con qué nor­mas externas podían comprobarse sus juicios? La cordura era cuestión de estadística. Sólo había que aprender a pensar como ellos pensaban. ¡¡Claro que...!





El pizarrín se le hacía extraño entre sus dedos entorpe­cidos. Empezó a escribir los pensamientos que le acudían. Primero escribió con grandes mayúsculas:

LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD

Luego, casi sin detenerse, escribió debajo:

DOS Y DOS SON CINCO

Pero luego sintió cierta dificultad para concentrarse. No recordaba lo que venía después, aunque estaba seguro de saberlo. Cuando por fin se acordó de ello, fue sólo por un razonamiento. No fue espontáneo. Escribió:

EL PODER ES DIOS

Lo aceptaba todo. El pasado podía ser alterado. El pasa­do nunca había sido alterado. Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental. Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Jones, Aaronson y Rutherford eran cul­pables de los crímenes de que se les acusó. Nunca había vis­to la fotografía que probaba su inocencia. Esta foto no había existido nunca, la había inventado él. Recordó haber pensa­do lo contrario, pero estos eran falsos recuerdos, productos de un autoengaño. ¡Qué fácil era todo! Rendirse, y lo demás venía por sí solo. Era como andar contra una corriente que le echaba a uno hacia atrás por mucho que luchara contra ella, y luego, de pronto, se decidiera uno a volverse y nadar a favor de la corriente. Nada habría cambiado sino la propia actitud. Apenas sabía Winston por qué se había revelado. ¡Todo era tan fácil, excepto...!
Todo podía ser verdad. Las llamadas leyes de la Natu­raleza eran tonterías. La ley de la gravedad era una imbe­cilidad. «Si yo quisiera -había dicho O'Brien-, podría flotar sobre este suelo como una pompa de jabón.» Winston desarrolló esta idea: «Si él cree que está flotando sobre el suelo y yo simultáneamente creo que estoy viéndolo flotar, ocurre efectivamente». De repente, como un madero de un naufragio que se suelta y emerge en la superficie, le acudió este pensamiento: «No ocurre en realidad. Lo imaginamos. Es una alucinación». Aplastó en el acto este pensamiento le­vantisco. Su error era evidente porque presuponía que en al­gún sitio existía un mundo real donde ocurrían cosas reales. ¿Cómo podía existir un mundo semejante? ¿Qué conoci­miento tenemos de nada si no es a través de nuestro propio espíritu? Todo ocurre en la mente y sólo lo que allí sucede tiene una realidad.
No tuvo dificultad para eliminar estos engañosos pensa­mientos; no se vio en verdadero peligro de sucumbir a ellos. Sin embargo, pensó que nunca debían habérsele ocurrido. Su cerebro debía lanzar una mancha que tapara cualquier pensa­miento peligroso al menor intento de asomarse a la concien­cia. Este proceso había de ser automático, instintivo. En neolengua se le llamaba paracrimen. Era el freno de cualquier acto delictivo.
Se entrenó en el paracrimen. Se planteaba proposiciones como éstas: «El Partido dice que la tierra no es redonda», y se ejercitaba en no entender los argumentos que contrade­cían a esta proposición. No era fácil. Había que tener una gran facultad para improvisar y razonar. Por ejemplo, los problemas aritméticos derivados de la afirmación dos y dos son cinco requerían una preparación intelectual de la que él carecía. Además para ello se necesitaba una mentalidad atlé­tica, por decirlo así. La habilidad de emplear la lógica en un determinado momento y en el siguiente desconocer los más burdos errores lógicos. Era tan precisa la estupidez como la inteligencia y tan difícil de conseguir.
Durante todo este tiempo, no dejaba de preguntarse con un rincón de su cerebro cuánto tardarían en matarlo. «Todo depende de tí>, le había dicho O'Brien, pero Winston sabía muy bien que no podía abreviar ese plazo con ningún acto consciente. Podría tardar diez minutos o diez años. Podían tenerlo muchos años aislado, mandarlo a un campo de traba­jos forzados o soltarlo durante algún tiempo, como solían hacer. Era perfectamente posible que antes de matarlo le hi­cieran representar de nuevo todo el drama de su detención, interrogatorios, etc. Lo cierto era que la muerte nunca llega­ba en un momento esperado. La tradición -no la tradición oral, sino un conocimiento difuso que le hacía a uno estar seguro de ello aunque no lo hubiera oído nunca era que le mataban a uno por detrás de un tiro en la nuca. Un tiro que llegaba sin aviso cuando le llevaban a uno de celda en celda por un pasillo.
Un día cayó en una ensoñación extraña. Se veía a sí mis­mo andando por un corredor en espera del disparo. Sabía que dispararían de un momento a otro. Todo estaba ya arreglado, se había reconciliado plenamente con el Partido. No más dudas ni más discusiones; no más dolor ni miedo. Tenía el cuerpo saludable y fuerte. Andaba con gusto, contento de moverse él solo. Ya no iba por los estrechos y largos pasillos del Ministerio del Amor, sino por un pasadizo de enorme anchura iluminado por el sol, un corredor de un kilómetro de anchura por, el cual había transitado ya en aquel delirio que le produjeron las drogas. Se hallaba en el País Dorado siguiendo unas huellas en los pastos roídos por los conejos. Sentía el muelle césped bajo sus pies y la dulce tibieza del sol. Al borde del campo había unos olmos cuyas hojas se movían levemente y algo más allá corría el arroyo bajo los sauces.
De pronto se despertó horrorizado. Le sudaba todo el cuerpo. Se había oído a sí mismo gritando:
-¡Julia! ¡Julia! !Julia! ¡Amor mío! Julia.
Durante un momento había tenido una impresionante alucinación de su presencia. No sólo parecía que Julia estaba con él, sino dentro de él. Era como si la joven tuviera su misma piel. En aquel momento la había querido más que nunca. Además, sabía que se encontraba viva y necesitaba de su ayuda.
Se tumbó en la cama y trató de tranquilizarse. ¿Qué ha­bía hecho? ¿Cuántos años de servidumbre se había echado encima por aquel momento de debilidad?
Al cabo de unos instantes oiría los pasos de las botas. Era imposible que dejaran sin castigar aquel estallido. Ahora sabrían, si no lo sabían ya antes, que él había roto el convenio tácito que tenía con ellos. Obedecía al Partido, pero se­guía odiándolo. Antes ocultaba un espíritu herético bajo una apariencia conformista. Ahora había retrocedido otro paso: en su espíritu se había rendido, pero con la esperanza de mantener inviolable lo esencial de su corazón, Winston sabía que estaba equivocado, pero prefería que su error hubiera sa­lido a la superficie de un modo tan evidente. O'Brien lo comprendería. Aquellas estúpidas exclamaciones habían sido una excelente confesión.
Tendría que empezar de nuevo. Aquello iba a durar años y años. Se pasó una mano por la cara procurando familiari­zarse con su nueva forma. Tenía profundas arrugas en las mejillas, los pómulos angulosos y la nariz aplastada. Además, desde la última vez en que se vio en el espejo tenía una den­tadura postiza completa. No era fácil conservar la inescruta­bilidad cuando no se sabía la cara que tenía uno. En todo caso no bastaba el control de las facciones. Por primera vez se dio cuenta de que la mejor manera de ocultar un secreto es ante todo ocultárselo a uno mismo. De entonces en ade­lante no sólo debía pensar rectamente, sino sentir y hasta so­ñar con rectitud, y todo el tiempo debería encerrar su odio en su interior como una especie de pelota que formaba parte de sí mismo y que sin embargo estuviera desconectada del resto de su persona; algo así como un quiste.
Algún día decidirían matarlo. Era imposible saber cuán­do ocurriría, pero unos segundos antes podría adivinarse. Siempre lo mataban a uno por la espalda mientras andaba por un pasillo. Pero le bastarían diez segundos. Y entonces, de repente, sin decir una palabra, sin que se notara en los pasos que aún diera, sin alterar el gesto... podría tirar el ca­muflaje, y ¡bang!, soltar las baterías de su odio. Sí, en esos segundos anteriores a su muerte, todo su ser se convertiría en una enorme llamarada de odio. Y casi en el mismo ins­tante ¡bang!, llegaría la bala, demasiado tarde, o quizá dema­siado pronto. Le habrían destrozado el cerebro antes de que pudieran considerarlo de ellos. El pensamiento herético que­daría impune. No se habría arrepentido, quedaría para siem­pre fuera del alcance de esa gente. Con el tiro habrían abier­to un agujero en esa perfección de que se vanagloriaban. Morir odiándolos, ésa era la libertad.
Cerró los ojos. Su nueva tarea era más difícil que cual­quier disciplina intelectual. Tenía primero que degradarse, que mutilarse. Tenía que hundirse en lo más sucio. ¿Qué era lo más horrible, lo que a él le causaba más repugnancia del Partido? Pensó en el Gran Hermano. Su enorme rostro (por verlo constantemente en los carteles de propaganda se lo imaginaba siempre de un metro de anchura), con sus enor­mes bigotes negros y los ojos que le seguían a uno a todas partes, era la imagen que primero se presentaba a su mente. ¿Cuáles eran sus verdaderos sentimientos hacia el Gran Her­mano?
En el pasillo sonaron las pesadas botas. La puerta de acero se abrió con estrépito. OBrien entró en la celda. Detrás de él venían el oficial de cara de cera y los guardias de negros uniformes.
-Levántate elijo OBrien-. Ven aquí.
Winston se acercó a él. O'Brien lo cogió por los hom­bros con sus enormes manazas y lo miró fijamente:
-Has pensado engañarme -le dijo-. Ha sido una ton­tería por tu parte. Ponte más derecho y mírame a la cara. Después de unos minutos de silencio, prosiguió en tono más suave:
-Estás mejorando. Intelectualmente estás ya casi bien del todo. Sólo fallas en lo emocional. Dime, Winston, y re­cuerda que no puedes mentirme; sabes muy bien que descubro todas tus mentiras. Dime: ¿cuáles son los verdaderos sentimientos que te inspira el Gran Hermano?
-Lo odio.
-¿Lo odias? Bien. Entonces ha llegado el momento de aplicarte el último medio. Tienes que amar al Gran Herma­no. No basta que le obedezcas; tienes que amarlo.
Empujó delicadamente a Winston hacia los guardias.
-Habitación 101 -dijo.

V




En cada etapa de su encarcelamiento había sabido Wins­ton -o creyó saber- hacia dónde se hallaba, aproximada­mente, en el enorme edificio sin ventanas. Probablemente, había pequeñas diferencias en la presión del aire. Las celdas donde los guardias lo habían golpeado estaban bajo el nivel del suelo. La habitación donde O'Brien lo había interrogado estaba cerca del techo. Este lugar de ahora estaba a muchos metros bajo tierra. Lo más profundo a que se podía llegar.
Era mayor que casi todas las celdas donde había estado. Pero Winston no se fijó más que en dos mesitas ante él, cada una de ellas cubierta con gamuza verde. Una de ellas estaba sólo a un metro o dos de él y la otra más lejos, cerca de la puerta. Winston había sido atado a una silla tan fuerte que no se podía mover en absoluto, ni siquiera podía mover la cabeza que le tenía sujeta por detrás una especie de almoha­dilla obligándole a mirar de frente.
Se quedó sólo un momento. Luego se abrió la puerta y entró O'Brien.
-Me preguntaste una vez qué había en la habitación 101. Te dije que ya lo sabías. Todos lo saben. Lo que hay en la habitación 101 es lo peor del mundo.
La puerta volvió a abrirse. Entró un guardia que llevaba algo, un objeto hecho de alambres, algo así como una caja o una cesta. La colocó sobre la mesa próxima a la puerta: a causa de la posición de O'Brien, no podía Winston ver lo que era aquello.
-Lo peor del mundo -continuó O'Brien- varía de individuo a individuo. Puede ser que le entierren vivo o mo­rir quemado, o ahogado o de muchas otras maneras. A, veces se trata de una cosa sin importancia, que ni siquiera es mor­tal, pero que para el individuo es lo peor del mundo.
Se había apartado un poco de modo que Winston pudo ver mejor lo que había en la mesa. Era una jaula alargada con un asa arriba para llevarla. En la parte delantera había algo que parecía una careta de esgrima con la parte cóncava hacia afuera. Aunque estaba a tres o cuatro metros de él pudo ver que la jaula se dividía a lo largo en dos departamentos y que algo se movía dentro de cada uno de ellos. Eran ratas.





-En tu caso -dijo O'Brien-, lo peor del mundo son las ratas.
Winston, en cuanto entrevió al principio la jaula, sintió un temblor premonitorio, un miedo a no sabía qué. Pero ahora, al comprender para qué servía aquella careta de alam­bre, parecían deshacérsele los intestinos.
-No puedes hacer eso! -gritó con voz descompues­ta-. !Es imposible! !No puedes hacerme eso!
Recuerdas -dijo O'Brien- el momento de pánico que surgía repetidas veces en tus sueños? Había frente a ti un muro de negrura y en los oídos te vibraba un fuerte zum­bido. Al otro lado del muro había algo terrible. Sabías que sabías lo que era, pero no te atrevías a sacarlo a tu conscien­cia. Pues bien, lo que había al otro lado del muro eran ratas.
-¡O'Brien! dijo Winston, haciendo un esfuerzo para controlar su voz-. Sabes muy bien que esto no es necesario. ¿Qué quieres que diga?
O'Brien no contestó directamente. Había hablado con su característico estilo de maestro de escuela. Miró pensativo al vacío, como si estuviera dirigiéndose a un público que se encontraba detrás de Winston.
-El dolor no basta siempre. Hay ocasiones en que un ser humano es capaz de resistir el dolor incluso hasta bor­dear la muerte. Pero para todos hay algo que no puede soportarse, algo tan inaguantable que ni siquiera se puede pen­sar en ello. No se trata de valor ni de cobardía. Si te estás cayendo desde una gran altura, no es cobardía que te agarres a una cuerda que encuentres a tu caída. Si subes a la superfi­cie desde el fondo de un río, no es cobardía llenar de aire los pulmones. Es sólo un instinto que no puede ser desobedeci­do. Lo mismo te ocurre ahora con las ratas. Para ti son lo más intolerable del mundo, constituyen una presión que no puedes resistir aunque te esfuerces en ello. Por eso las ratas te harán hacer lo que se te pide.
-Pero, ¿de qué se trata? ¿Cómo puedo hacerlo si no sé lo que es?
O'Brien levantó la jaula y la puso en la mesa más próxi­ma a Winston, colocándola cuidadosamente sobre la gamu­za. Winston podía oírse la sangre zumbándole en los oídos. Se sentía más abandonado que nunca. Estaba en medio de una gran llanura solitaria, un inmenso desierto quemado por el sol y le llegaban todos los sonidos desde distancias incon­mensurables. Sin embargo, la jaula de las ratas estaba sólo a dos metros de él. Eran ratas enormes. Tenían esa edad en que el hocico de las ratas se vuelve hiriente y feroz y su piel es parda en vez de gris.
-La rata -dijo O'Brien, que seguía dirigiéndose a su público invisible-, a pesar de ser un roedor, es carnívora. Tú lo sabes. Habrás oído lo que suele ocurrir en los barrios pobres de nuestra ciudad. En algunas calles, las mujeres no se atreven a dejar a sus niños solos en las casas ni siquiera cinco minutos. Las ratas los atacan, y bastaría muy poco tiempo para que sólo quedaran de ellos los huesos. También atacan a los enfermos y a los moribundos. Demuestran po­seer una asombrosa inteligencia para conocer cuándo está indefenso un ser humano.
Las ratas chillaban en su jaula. Winston las oía como desde una gran distancia. Las ratas luchaban entre ellas; que­rían alcanzarse a través de la división de alambre. Oyó también un profundo y desesperado gemido. Ese gemido era suyo.
OBrien levantó la jaula y, al hacerlo, apretó algo sobre ella. Era un resorte. Winston hizo un frenético esfuerzo por desligarse de la silla. Era inútil: todas las partes de su cuerpo, incluso su cabeza, estaban inmovilizadas perfectamente. O'Brien le acercó más la jaula. La tenía Winston a menos de un metro de su cara.
-He apretado el primer resorte --dijo O'Brien-. Su­pongo que comprenderás cómo está construida esta jaula. La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces se abren paso a través de las mejillas y de­voran la lengua.
La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidos que parecían venir de encima de su ca­beza. Luchó furiosamente contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio segundo..., pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le 3io en el olfato como si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente. Sin em­bargo, de esas tinieblas fue naciendo una idea. Sólo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro ser huma­no, el cuero de otro ser humano entre las ratas y él.
El círculo que ajustaba la careta era lo bastante ancho para taparle la visión de todo lo que no fuera la puertecita de alambre situada a dos palmos de su cara. Las ratas sabían lo que iba a pasar ahora. Una de ellas saltaba alocada, mientras que la otra, mucho más vieja, se apoyaba con sus patas rosa­das y husmeaba con ferocidad. Winston veía sus patillas y sus dientes amarillos. Otra vez se apoderó de él un negro pánico. Estaba ciego, desesperado, con el cerebro vacío.
-Era un castigo muy corriente en la China imperial dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino sólo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de pron­to que en todo el mundo sólo había una persona a la que pu­diese transferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenética­mente:
-¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!
Caía hacia atrás hundiéndose en enormes abismos, ale­jándose de las ratas a vertiginosa velocidad. Estaba todavía atado a la silla, pero había pasado a través del suelo, de los muros del edificio, de la tierra, de los océanos, e iba lanzado por la atmósfera en los espacios interestelares, alejándose sin cesar de las ratas... Se encontraba ya a muchos años-luz de distancia, pero O'Brien estaba aún a su lado. Todavía le apretaba el alambre en las mejillas. Pero en la oscuridad que lo envolvía oyó otro chasquido metálico y sabía que el pri­mer resorte había vuelto a funcionar y la jaula no había lle­gado a abrirse.

VI

El Nogal estaba casi vacío. Un rayo de sol entraba por una ventana y caía, amarillento, sobre las polvorientas me­sas. Era la solitaria hora de las quince. Las telepantallas emi­tían una musiquilla ligera.



Winston, sentado en su rincón de costumbre, contem­plaba un vaso vacío. De vez en cuando levantaba la mirada a la cara que le miraba fijamente desde la pared de enfrente. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decía el letrero. Sin que se lo pidiera, un camarero se acercó a llenarle el vaso con ginebra de la Victoria, echándole también unas cuantas gotas de otra botella que tenía un tubito atravesándole el ta­pón. Era sacarina aromatizada con clavo, la especialidad de la casa.
Winston escuchaba la telepantalla. Sólo emitía música, pero había la posibilidad de que de un momento a otro diera su comunicado el Ministerio de la Paz. Las noticias del frente africano eran muy intranquilizadoras. Winston había esta­do muy preocupado todo el día por esto. Un ejército eurasiá­tico (Oceanía estaba en perra con Eurasia; Oceanía había estado siempre en guerra con Eurasia) avanzaba hacia el sur con aterradora velocidad. El comunicado de mediodía no se había referido a. ninguna zona concreta, pero probablemente a aquellas horas se lucharía ya en la desembocadura del Con­go. Brazzaville y Leopoldville estaban en peligro. No había que mirar ningún mapa para saber lo que esto significaba. No era sólo cuestión de perder el África central. Por prime­ra vez en la guerra, el territorio de Oceanía se veía amenazado.
Una violenta emoción, no exactamente miedo, sino una especie de excitación indiferenciada, se apoderó de él, para luego desaparecer. Dejó de pensar en la guerra. En aquellos días no podía fijar el pensamiento en ningún tema más que unos momentos. Se bebió el vaso de un golpe. Como siempre, le hizo estremecerse e incluso sentir algunas arcadas.
El líquido era horrible. El clavo y la sacarina, ya de por sí repugnantes, no podían suprimir el aceitoso sabor de la ginebra, y lo peor de todo era que el olor de la ginebra, que le acompañaba día y noche, iba inseparablemente unido en su mente con el olor de aquellas…
Nunca las nombraba, ni siquiera en sus más recónditos pensamientos. Era algo de que Winston tenía una confusa conciencia, un olor que llevaba siempre pegado a la nariz. La ginebra le hizo eructar. Había engordado desde que lo solta­ron, recobrando su antiguo buen color, que incluso se le ha­bía intensificado. Tenía las facciones más bastas, la piel de la nariz y de los pómulos era rojiza y rasposa, e incluso su calva tenía un tono demasiado colorado. Un camarero, también sin que él se lo hubiera pedido, le trajo el tablero de ajedrez y el número del Times correspondiente a aquel día, doblado de manera que estuviese a la vista el problema de ajedrez. Lue­go, viendo que el vaso de Winston estaba vacío, le trajo la botella de ginebra y lo llenó. No había que pedir nada. Los camareros conocían las costumbres de Winston. El tablero de ajedrez le esperaba siempre, y siempre le reservaban la mesa del rincón. Aunque el café estuviera lleno, tenía aque­lla mesa libre, pues nadie quería que lo vieran sentado dema­siado cerca de él. Nunca se preocupaba de contar sus bebi­das. A intervalos irregulares le presentaban un papel sucio que le decían era la cuenta, pero Winston tenía la impresión de que siempre le cobraban más de lo debido. No le importaba. Ahora siempre le sobraba dinero. Le habían dado un cargo, una ganga donde cobraba mucho más que en su anti­gua colocación.
La música de la telepantalla se interrumpió y sonó una voz. Winston levantó la cabeza para escuchar. Pero no era un comunicado del frente; sólo un breve anuncio del Ministerio de la Abundancia. En el trimestre pasado, ya en el dé­cimo Plan Trienal, la cantidad de cordones para los zapatos que se pensó producir había sido sobrepasada en un noventa y ocho por ciento.
Estudió el problema de ajedrez y colocó las piezas. Era un final ingenioso. «Juegan las blancas y mate en dos juga­das.» Winston miró el retrato del Gran Hermano. Las blan­cas siempre ganan, pensó con un confuso misticismo. Siem­pre, sin excepción; está dispuesto así. En ningún problema de ajedrez, desde el principio del mundo, han ganado las ne­gras ninguna vez. ¿Acaso no simbolizan las blancas el inva­riable triunfo del Bien sobre el Mal? El enorme rostro mira­ba a Winston con su poderosa calma. Las blancas siempre ganan.
La voz de la telepantalla se interrumpió y añadió en un tono diferente y mucho más grave: «Estad preparados para escuchar un importante comunicado a las quince treinta. ¡Quince treinta! Son noticias de la mayor importancia. Cui­dado con no perdérselas. ¡Quince treinta!». La musiquilla volvió a sonar.
A Winston le latió el corazón con más rapidez. Sena el comunicado del frente; su instinto le dijo que habría malas noticias. Durante todo el día había pensado con excitación en la posible derrota aplastante en África. Le parecía estar viendo al ejército eurasiático cruzando la frontera que nunca había sido violada y derramándose por aquellos territorios de Oceanía como una columna de hormigas. ¿Cómo no había sido posible atacarlos por el flanco de algún modo? Recorda­ba con toda exactitud el dibujo de la costa occidental africa­na. Cogió una pieza y la movió en el ajedrez. Aquél era el sitio adecuado. Pero a la vez que veía la horda negra avan­zando hacia el Sur, vio también otra fuerza, misteriosamente reunida, que de repente había cortado por la retaguardia to­das las comunicaciones terrestres y marítimas del enemigo. Sentía Winston como si por la fuerza de su voluntad estuvie­ra dando vida a esos ejércitos salvadores. Pero había que ac­tuar con rapidez. Si el enemigo dominaba toda el África, si lograban tener aeródromos y bases de submarinos en El Cabo, cortarían a Oceanía en dos. Esto podía significarlo todo: la derrota, una nueva división del mundo, la destrucción del Partido. Winston respiró hondamente. Sentía una extraor­dinaria mezcla de sentimientos, pero en realidad no era una mezcla, sino una sucesión de capas o estratos de sentimientos en que no se sabía cuál era la capa predominante.
Le pasó aquel sobresalto. Volvió a poner la pieza en su sitio, pero por un instante no pudo concentrarse en el pro­blema de ajedrez. Sus pensamientos volvieron a vagar. Casi conscientemente trazó con su dedo en el polvo de la mesa:

2+2=

«Dentro de ti no pueden entrar nunca», le había dicho Julia. Pues, sí, podían penetrar en uno. «Lo que te ocurre aquí es para siempre», le había dicho O'Brien. Eso era verdad. Había cosas, los actos propios, de las que no era posible re­hacerse. Algo moría en el interior de la persona; algo se que­maba, se cauterizaba. Winston la había visto, incluso había hablado con ella. Ningún peligro había en esto. Winston sa­bía instintivamente que ahora casi no se interesaban por lo que él hacía. Podía haberse citado con ella si lo hubiera de­seado. Esa única vez se habían encontrado por casualidad. Fue en el Parque, un día muy desagradable de marzo en que la tierra parecía hierro y toda la hierba había muerto. Wins­ton andaba rápidamente contra el viento, con las manos heladas y los ojos acuosos, cuando la vio a menos de diez metros de distancia. En seguida le sorprendió que había cambiado de un modo indefinible. Se cruzaron sin hacerse la menor señal. Él se volvió y la siguió, pero sin un interés desmedido. Sabía que ya no había peligro, que nadie se inte­resaba por ellos. Julia no le hablaba. Siguió andando en di­rección oblicua sobre el césped, como si tratara de librarse de él, y luego pareció resignarse a llevarlo a su lado. Por fin, llegaron bajo unos arbustos pelados que no podían servir ni para esconderse ni para protegerse del viento. Allí se detu­vieron. Hacía un frío molestísimo. El viento silbaba entre las ramas. Winston le rodeó la cintura con un brazo.
No había telepantallas, pero debía de haber micrófonos ocultos. Además, podían verlos desde cualquier parte. No importaba; nada importaba. Podrían haberse echado sobre el suelo y hacer eso si hubieran querido. Su carne se estremeció de horror tan sólo al pensarlo. Ella no respondió cuando la agarró del brazo, ni siquiera intentó desasirse. Ya sabía Winston lo que había cambiado en ella. Tenía el rostro más demacrado y una larga cicatriz, oculta en parte por el cabe­llo, le cruzaba la frente y la sien; pero el verdadero cambio no radicaba en eso. Era que la cintura se le había ensancha­do mucho y toda ella estaba rígida. Recordó Winston como una vez después de la explosión de una bomba cohete había ayudado a sacar un cadáver de entre unas ruinas y le había asombrado no sólo su increíble peso, sino su rigidez y lo di­fícil que resultaba manejarlo, de modo que más parecía pie­dra que carne. El cuerpo de Julia le producía ahora la misma sensación. Se le ocurrió pensar que la piel de esta mujer sería ahora de una contextura diferente.
No intentó besarla ni hablaron. Cuando marchaban jun­tos-por el césped, lo miró Julia a la cara por primera vez. Fue sólo una mirada fugaz, llena de desprecio y de repug­nancia. Se preguntó Winston si esta adversión procedía sólo de sus relaciones pasadas, o si se la inspiraba también su des­figurado rostro y el agüilla que le salía de los ojos. Sentáron­se en dos sillas de hierro uno al lado del otro, pero no dema­siado juntos. Winston notó que Julia estaba a punto de hablar. Movió unos cuantos centímetros el basto zapato y aplastó con él una rama. Su pie parecía ahora más grande, pensó Winston. Julia, por fin, dijo sólo esto:
Te traicioné.
-Yo también te traicioné -dijo él.
Julia lo miró otra vez con disgusto. Y dijo:
-A veces te amenazan con algo..., algo que no puedes soportar, que ni siquiera puedes imaginarte sin temblar. Y entonces dices: «No me lo hagas a mí, házselo a otra persona, a Fulano de Tal». Y quizá pretendas, más adelante, que fue sólo un truco y que lo dijiste únicamente para que deja­ran de martirizarte y que no lo pensabas de verdad. Pero, no. Cuando ocurre eso se desea de verdad y se desea que a la otra persona se lo hicieran. Crees entonces que no hay otra manera de salvarte y estás dispuesto a salvarte así. Deseas de todo corazón que eso tan terrible le ocurra a la otra persona y no a ti. No te importa en absoluto lo que pueda sufrir. Sólo te importas entonces tú mismo.
-Sólo te importas entonces tú mismo -repitió Wins­ton como un eco.
Y después de eso no puedes ya sentir por la otra per­sona lo mismo que antes.
No -dijo él-; no se siente lo mismo.
No parecían tener más que decirse. El viento les pegaba a los cuerpos sus ligeros «monos». A los pocos instantes les producía una sensación embarazosa seguir allí callados. Ade­más, hacía demasiado frío para estarse quietos. Julia dijo algo sobre que debía coger el Metro y se levantó para marcharse. Tenemos que vernos otro día -dijo Winston.
Sí, tenemos que vernos -dijo ella.
Winston, irresoluto, la siguió un poco. Iba a unos pasos detrás de ella. No volvieron a hablar. Aunque Julia no le dijo que se apartara, andaba muy rápida para evitar que fuese junto a ella. Winston se había decidido a acompañarla a la estación del Metro, pero de repente se le hizo un mundo te­ner que andar con tanto frío. Le parecía que aquello no tenía sentido. No era tanto el deseo de apartarse de Julia como el de regresar al café lo que le impulsaba, pues nunca le había atraído tanto El Nogal como en este momento. Tenía una visión nostálgica de su mesa del rincón, con el periódico, el ajedrez y la ginebra que fluía sin cesar. Sobre todo, allí haría calor. Por eso, poco después y no sólo accidentalmente, se dejó separar de ella por una pequeña aglomeración de gente. Hizo un desganado intento de volver a seguirla, pero dismi­nuyó el paso y se volvió, marchando en dirección opuesta. Cinco metros más allá se volvió a mirar. No había demasiada circulación, pero ya no podía distinguirla. Julia podría haber sido cualquiera de doce figuras borrosas que se apresuraban en dirección al Metro.