divendres, 13 de gener del 2017

JUAN DE FLANDES: UN PINTOR EN LAS SOMBRAS

Debería ser allá por el año 1995, acompañando a un grupo de estudiantes del antiguo COU a Madrid, para ver el Museo del Prado y la por entonces recien inaugurada Fundación Thyssen, cuando descubrí éste pequeño pero impresionante retrato 

                            

de Juan de Flandes, para mí, en aquellos días, un pintor absolutamente desconocido.
Lo cierto es que aquella imagen quedó grabada para siempre en mi memora y desde entonces he tratado de ir profundizando en la obra de éste excepconal artista, del que prácticamente lo desconocemos todo, desde su lugar de nacimiento, hasta su verdadero nombre.
Ignorado durante siglos, su obra fué en numerosas ocasiones atribuida a otros artistas vinculados a la Corona de los Reyes Católicos y de los Austrias. Así, ha permanecido largamente en las sombras, sin duda oculto tras las fulgurantes luces de los Van Eyck y Van der Weyden de los que fué contemporáneo, lugar del que por sus propias capacidades debería salir.
Una reciente nueva visita al Museo Thyssen, ha sido quizás el impulso que me hacía falta para ofreceros ésta entrada que en la pobre medida de mis posibilidades, espero ayude a sacar a la luz la obra de Juan de Flandes.

Breves apuntes biográficos





 Posible autorretrato de Juan de Flandes.

Nacido se supone que en algún lugar al sur de los Países Bajos, h. 1465 y muerto en Palencia en 1519. Pintor flamenco, que trabajó al servicio de Isabel la Católica y a la muerte de la reina en 1504 permaneció realizando su labor en tierras castellanes hasta su muerte.
Conocido como Juan de Flandes o Juan Flamenco desde que llegó a la corte de Castilla en 1496, han sido infructuosos cuantos intentos se han hecho para asociarle a algunos de los pintores flamencos, cuyo estilo no se conoce, denominados Juan como él, así su nombre real es desconocido, aunque la inscripción Juan Astrat detrás de una de sus obras sugiere que podría haberse llamado "Jan van der Staat".  También se piensa que podría tratarse de Jan Sallaert, quien se convirtió en maestro en Gante en 1480.
Y también se ignora todo lo relativo a su formación; sin embargo, gracias al análisis de sus obras, se ha podido constatar que, aunque debió conocer las pinturas de Hugo van der Goes -se sirvió de una de ellas para la Lamentación (Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid)-, 





Dirk Bouts 






o Justo de Gante, 





su estilo depende del de la escuela de Brujas en esos años de la década de 1490 anteriores a su partida para la corte castellana, dominada por el arte de Memling 





y de Gérard David, 





pese a que muestra una personalidad definida e independiente, parece evidente que Juan de Flandes conoció la obra de los hermanos Van Eyck, así como la de Roger Van der Weyden -de quien hizo copia de algunas de sus obras por encargo expreso de la reina Isabel-, también los avances de la pintura italiana.
A continuación podemos ver un interesantísimo video de una conferencia de Pilar Silva




En las primeras obras que Juan de Flandes realizó para la corte castellana se aprecia su preferencia por los tonos claros y una gran sensibilidad a la luz y al paisaje, unido a una técnica muy cuidada. En cambio en las que ejecutó a partir de 1504, y sobre todo en sus años palentinos (1509-1519), aumenta el tamaño de las figuras y su número se hace menor, acentúa la expresión y los contrastes y su técnica es mucho menos cuidada, con un trabajo en la superficie pictórica que no se manifestaba en las de sus primeros años en Castilla. Desde que se asienta como pintor real el 27 de octubre de 1496, Juan de Flandes realizó para la reina el Retablo de san Juan Bautista para la cartuja de Miraflores (1496-1499) -del que se conservan cuatro tablas: el Nacimiento del Bautista (Cleveland Museum of Art, Ohio), 





el Banquete de Herodías (Museum Mayer van den Bergh, Amberes), 




la Decapitación del Bautista (Musée d'Art et d'Histoire, Ginebra) 




y el Bautismo (colección particular, Madrid)-, 





gran parte de las pinturas del políptico de Isabel la Católica, en el que también trabajó Michel Sittow, que permaneció al servicio de la reina desde 1492, y algunos retratos que se le atribuyen, entre ellos el de una infanta (Catalina de Aragón?) del Museo Thyssen-Bornemisza.





Las obras de Flandes en ésta época, son generalmente de formato reducido, se caracterizan por su alta calidad, la minuciosidad y la perfección técnica típicas de la escuela flamenca.
Por éstos años, suponemos que nuestro artista se casó.
Al fallecer la reina en 1504 y tomar la decisión de quedarse en Castilla, Juan de Flandes tuvo que adaptar su estilo para adecuarlo a las exigencias de los comitentes y al nuevo tipo de obras que le mandaban hacer. En 1505 se desplazó a Salamanca con la intención de que se le contratase el retablo de la capilla del Estudio -lo que finalmente sucedió-, al que pertenecen las tablas de Santa Apolonia y la Magdalena del Museo de la Universidad. 



Antes de que acabara el año 1509 partió para Palencia, donde el 19 de diciembre firmó el contrato para ejecutar las pinturas del retablo mayor de la catedral 





-al que pertenece La Crucifixión del Prado- y que dejó inconcluso a su muerte, aunque en el intermedio realizara otras obras que se le atribuyen por sus características estilísticas, idénticas a las de las obras documentadas, como el retablo mayor de San Lázaro de Palencia, del que han llegado hasta nosotros cuatro tablas en el Prado y otras cuatro en la National Gallery of Art de Washington, o el San Juan Bautista (Museo Arqueológico Nacional, Madrid), procedente de Santa Clara de Palencia, fundación de los almirantes de Castilla.
En esta etapa Juan de Flandes tuvo que adaptarse a los gustos de una clientela que demandaba un tipo de obra diferente al que había realizado hasta entonces; de mayores dimensiones y con un mayor número de tablas.


Características estilísticas de Juan de Flandes.


Estas son las principales características del estilo de Juan de Flandes.
1.- Busca en sus cuadros composiciones que resaltan siempre el tema principal a través de recursos sencillos pero efectivos. En el Cristo con la cruz (abajo),









podemos ver que el espacio se ha concebido como un escenario teatral, donde la composición se organiza en torno a dos ejes que se cruzan perpendicularmente en la figura de Cristo. El vertical lo forman la roca situada en primer término y el torreón del fondo, mientras que el horizontal lo constituyen la línea imaginaria trazada entre las cabezas del Cirineo y de la Verónica. Su posición central y la oscuridad del manto hacen que toda nuestra atención se concentre en la figura de Cristo.
2.- También, le atrae incluir personajes y detalles secundarios que le sirven para dar a la escena un toque de ternura e intimidad, lo que en el fondo constituye uno de sus principales atractivos, sin despistarnos de la escena principal. En este mismo cuadro resultan de una cotidianeidad conmovedora detalles como el cesto de ropa blanca depositado en el suelo por la Verónica o el perro que descansa tras la figura de Cristo. 
3.- Algo que identifica a las figuras de Juan de Flandes es el especial sentido de la elegancia en sus movimientos y gestos de rostros y manos. Los Cristos suelen mostrar gran dignidad y serenidad aún en los momentos más dramáticos contrastando de forma intensa con las expresiones casi caricaturescas de los personajes secundarios. En el caso de la imagen de abajo, 





el rostro de Lázaro resucitado es la expresión justa de un hombre desconcertado que vuelve a la vida. Sus ojos son como tizones que vuelven a recuperar la luz.
4.- El prototipo humano de los protagonistas evangélicos son muy característicos del pintor. Sobre todo, la figura de Cristo y las femeninas,  para los que crea unos tipos de belleza delicada con manos largas y finas y  de cabellos abundantes, espesos y con suave ondulación que sirven de marco perfecto para subrayar el fino modelado del rostro.
5.- Los paisajes reflejan la potente luz de Castilla: 





llanuras rocosas y fortalezas feudales encaramadas a rocas; cielos limpios; edificios ruinosos con grietas de gran verismo topográfico.
6.- En cuanto a los espacios interiores poco a poco va reflejando detalles de la forma de hacer de la arquitectura renacentista italiana para adaptarse al nuevo gusto de los mecenas, puesto que éstos empiezan a considerar este estilo un mundo distinto y moderno con el que quieren identificarse. 





Así aparecen columnas y pilares de capitales clásicos sosteniendo pórticos y salas y arcos de medio punto, bóvedas de cañón y cúpulas como elementos sostenidos.
7.- Su sentido del color unido a la luz es excelente. Es capaz de conseguir matices bellísimos. 




Prefiere los tonos claros y luminosos y con frecuencia utiliza contrapuestos dos colores complementarios: un rojo carmín unas veces y bermellón otras, frente a un verde intenso o bien fresco y jugoso.
El resultado de la combinación de todos estos elementos es un conjunto de pinturas que despiertan en el espectador ambientes mágicos impregnados de poesía.
Algunos detalles de este cuadro (Crucfixion), 





del que volveremos a hablar más adelante en el comentario específico de ésta obra, perteneciente a los momentos finales de la trayectoria de Juan de Flandes, artista influenciado por la pintura flamenca e italiana. "Es una obra de madurez con efectos extraordinarios, de gran sutileza y organización del espacio. Reúne todos los logros de la carrera de Juan de Flandes. Llama la atención el especial interés que el artista puso en la representación de las emociones de cada personaje y la forma en que se esmeró en los detalles, como las joyas distribuidas en el suelo al pie de la cruz", que aluden al Paraiso y a la Tierra Prometida.
Esta última es "el canto de cisne" de Juan de Flandes, según Pilar Silva. Tanto Finaldi como Silva han destacado la "composición absolutamente perfecta y estudiada" y de extraordinaria riqueza, muy poco común en la pintura hispano-flamenca, al conjugar de forma maestra tres elementos que difícilmente pueden encontrarse juntos en otras obras de la misma escuela y época: figuras, paisaje y naturaleza muerta. Silva ha destacado también la forma en que concibió el espacio y el modo de disponer a los personajes, que dota de resonancia italiana a esta obra, cuyo estado de conservación "es inmejorable". 
- Composición. Este cuadro es un magnífico ejemplo de composición y estructura equilibrada. Juan de Flandes concibe el espacio con un punto de vista muy bajo, que evoca las composiciones de Mantegna y le dota de resonancias italianas.
Horizontalmente, plantea tres bandas: el espacio inferior donde se sitúa la escena con los personajes; 





la parte intermedia que viene al ser el fondo rocoso y el paisaje de la ciudad de Jerusalén -que en relidad es la Alhambra de Granada poco después de la conquista por parte de los Reyes Católicos- ; 





y en la parte superior un amplio espacio de cielo en tinieblas en cuyos extremos se distinguen el Sol y la Luna, como representación simbólica del principio y del fin.





Verticalmente tiene tres puntos culminantes: el central, y eje de la composición, lo ocupa la figura estilizada de Cristo en la cruz; 




en el extremo izquierdo están San Juan ante los restos de una elevada fortaleza en ruinas




 y a la derecha, la llamativa y elegante figura vista a contra luz de un centurión, con armadura, 





que sostiene un largo mástil del que pende un gallardete que se ondula desde lo alto hasta la parte inferior del cuadro, junto a unos grandes bloques de piedra, escalonados, que cierran la escena por ese lado.
- Color. El reparto del color parece responder a la misma idea de orden. Las notas más vibrantes, en tonos carmín de intensidad distinta, se utilizan en tres espacios: a la izquierda, en las vestiduras de San Juan y en el manto de la santa mujer, arrodillada ante él, junto a la Virgen; en el centro, en la capa que cubre al tiempo, al caballero del fondo y a su propia cabalgadura; y a la derecha, en el lucido gallardete con dibujo de la estrella y la media luna como probable alusión a los infieles, que porta el centurión. Para el resto de los personajes y su entorno se emplean tonalidades azules y ocres alternando con las partes luminosas y blancas que corresponden a los tocados de las figuras femeninas, al paño de pureza de Cristo, la cartela con el INRI, de la cruz y el caballo que aparece tras ésta.
Simbolismo. El paño del Crucificado, al flotar al viento sobre el azul del cielo, atrae la atención del espectador hacia ese centro luminoso y subraya la alusión al simbolismo que considera al Salvador como "luz del mundo". Aparecen además otros simbolismos como: la aparición del cráneo, el fémur y un omoplato de Adán al pie de la cruz, que representa en la iconografía tradicional a todos los humanos. 






Como contrapunto sutil a estos signos trágicos de muerte, encontramos las piedras semipreciosas (rubíes, zafiros, corales






 y cuarzos) diseminadas por el suelo que son el símbolo del prometido premio del Paraíso como consecuencia del sacrificio de Cristo.
- Expresionismo. Una muestra de la destreza de Juan de Flandes como dibujante se aprecia al observar cómo utiliza las distintas actitudes de los personajes para dibujar las manos en una gran variedad de posturas o gestos que expresan mucho con cada pose: ofrecimiento, el caballero del sombrero de plumas; perplejidad, el centurión; resignación y tristeza, la Virgen; ruego, la mujer rubia que mira a Cristo; y desesperación y negación de la realidad, la que vuelve su rostro y llora. Sin embargo, la trágica muerte del hijo de Dios resulta serena, introspectiva y hasta amable, huyendo del patetismo habitual con el que se representa esta escena en la pintura española, si no fuera por la sangre que brota como un surtidor del costado que causa dolor.
Calidad en los detalles. Una de las características de los pintores flamencos y, cómo no, de nuestro pintor es reproducir fielmente los tejidos y las armaduras. A Juan de Flandes, de las vestiduras más que la textura le interesa la combinación y los contrastes de colores, puesto que sus paños resultan de pliegues muy rígidos y en la caso de las mujeres algo monótonos. Pero  las armaduras le interesan sobre manera para recrearse en el reflejo metálico y en los detalles lujosos. La bella armadura del centurión del cuadro es de un verismo notable: la empuñadura y el tahalí de la espada tan decorados nos indican que es una pieza de coleccionista; los codales y las hombreras se articulan perfectamente; la loriga es de finísima cota de malla metálica asomando en el cuello y en el faldellín; la celada con un rondel que le protege el cogote es un detalle que no puede pasar desapercibido junto con las cintas que atan algunas de estas piezas...

Comentarios de algunas de sus obras


Ecce Homo





Este pulcro y excelente Ecce Homo ha sido atribuido al destacado pintor hispanoflamenco Juan de Flandes, pintor de la corte de la reina Isabel la Católica que pudo trabajar por el linaje burgalés de los Merino -antepasados de los actuales propietarios de la obra, de ascendencia nobiliaria y caballeros armados de la monarquía castellana desde el siglo XIV-, hipotéticos comitentes y primigenios propietarios de la obra, la que sería objeto de devoción privada. Se trata de una obra de ejecución impecable, que presenta carnaciones sutiles de gran calidad. Destaca la impactante masa craneal de Cristo, con un cuello ancho, con arrugas adultas y violáceas, a las que hay que añadir la maestría plástica de las sombras de la incisión yugular, además de unas gotas de sudor y lágrimas que brillan y resbalan con una gran delicadeza expresiva; a su vez, las manos -la derecha, con un dedo pequeño inverosímil- son increíblemente originales. El conjunto, incluso desde un punto de vista cromático, es bastante afín al que se observa en el Ecce Homo de la cartuja de Miraflores, obra de Juan de Flandes. En ambos casos resulta muy similar la inconfundible forma hispánica de representar unos ojos tristes, cargados de introspección y de interpelación emotiva ya la vez capaces de transmitir al espectador un sentimiento de dolor profundo y interiorizado sin descomponer el gesto ni efectuar concesiones la teatralidad.

Retrato de una Infanta. Catalina o María de Aragón?.






Dentro del complejo mosaico de escuelas y artistas regionales que ofrece el panorama peninsular en el siglo XV, encontramos un punto común en la influencia flamenca que muchos de ellos recibieron. Esta influencia llegó a dar lugar a un estilo propio que llenó la segunda mitad del siglo XV y que se conoce con el nombre de hispano flamenco. Dentro de este panorama, los Reyes Católicos desempeñaron, con su gusto personal, un papel significativo en la inclinación artística hacia los patrones realistas procedentes de Flandes. Artistas como Juan de Flandes y Michiel Sittow, ambos al servicio de la Corona, suplieron, a finales de siglo, las necesidades retratísticas de la monarquía española. Los Reyes Católicos, conscientes de la importancia que tenían estas representaciones, las utilizaron en obras religiosas, como la célebre Virgen de los Reyes Católicos, del Museo Nacional del Prado, Madrid, o en otras, como las tablas de Fernando el Católico, del Kunsthistorisches Museum de Viena, e Isabel la Católica, del Palacio del Pardo, Madrid, en las que el contexto religioso ha desaparecido.
Este retrato, atribuido por Friëdlander a Juan de Flandes, guarda similitudes con la pareja del Kunsthistorisches Museum de Viena que se identifica con Juana de Castilla





 y Felipe el Hermoso




Como señaló Elisa Bermejo, los fondos de estas tres representaciones muestran semejanzas de ejecución, manifiestas tanto en el tono empleado como en la distribución de las sombras que los moldean. Es innegable el parecido que existe entre las dos figuras femeninas de Viena y Madrid, que ha sido interpretado como consecuencia lógica de su parentesco. La datación que se ha propuesto para esta tabla es 1496, fecha en la que la infanta Catalina, nacida en 1485, tenía once años. Este dato encaja tanto con la edad representada por la joven como con el estilo de Juan de Flandes a finales del siglo. De todos modos, la identificación no es segura. También se ha propuesto como modelo de este retrato a Juana de Castilla, aunque asimismo con interrogación, y algunos autores prefieren registrar el cuadro simplemente como Retrato de muchacha. Como Catalina de Aragón se ha identificado también, con reservas, un retrato de mano de Michiel Sittow, en el Kunsthistorisches Museum de Viena, donde la joven está representada como una santa por el halo que lleva, pero con unos rasgos que inclinan la representación hacia el género del retrato. Ambas imágenes, la de Sittow y la del Museo Thyssen-Bornemisza, no guardan mucho parecido. Santiago Alcolea ha sugerido la posibilidad de que el retrato del Museo pertenezca a otra de las hijas de los Reyes Católicos, María. Nacida en 1482, contrajo matrimonio con Manuel de Portugal en 1500. Por tanto, en la fecha en que está datada nuestra pintura tenía catorce años. Independientemente de la identidad de esta joven, es evidente que se trata de una de las obras más bellas de Juan de Flandes.



El hecho de que la protagonista sostenga en sus manos un capullo de rosa ha dado lugar a tres lecturas diferentes. Sterling interpretó la rosa como un símbolo de la casa Tudor —Catalina contrajo matrimonio, en 1501, con Arturo, príncipe de Gales—. Elisa Bermejo considera la flor, sin embargo, como un atributo relacionado con la extrema juventud de la retratada. La tercera interpretación asocia la flor a un retrato de esponsales. La fecha de ejecución de la pintura del Museo encajaría con los años en que los Reyes Católicos, con su política matrimonial, se acercaban a Portugal. En este contexto, tendría sentido la hipótesis de que la retratada fuera la infanta María, hija designada por los reyes para contraer nupcias con el monarca portugés. El rostro ovalado de la muchacha está construido con suavidad y se perfila con luces y sombras delicadas que contribuyen a aumentar el volumen. En su cara descubrimos una dulzura ensoñadora llena de serenidad que es típica de las obras de Juan de Flandes. Por lo demás, y como es característico en él, las manos, de las que en este caso sólo se dibujan los dedos pulgar e índice de la derecha, son de elegantes proporciones.
Podríamos hacer un receso para ver un precioso vídeo sobre la obra de Juan de Flandes en HD y con música del Renacimiento:






Resurrección de Lázaro




1514 - 1519. Óleo sobre tabla de madera de pino, 110 x 84 cm.
De acuerdo con el estilo de sus años finales en Palencia, el pintor flamenco aumenta el tamaño de las tres figuras principales, Cristo bendiciendo a Lázaro, que sale de la tumba apoyando su mano en la tapa del sepulcro y con los ojos transformados en perlas negras, y una de sus hermanas Marta según el Evangelio de San Juan (11, 38-44)-, de rodillas, tendiendo los brazos hacia el. Al fondo sitúa el cementerio y la capilla, en ruinas. Esta tabla y otras tres de Juan de Flandes pertenecen al retablo mayor de la Iglesia de San Lázaro de Palencia, costeado por don Sancho de Castilla, antiguo preceptor del malogrado príncipe don Juan, heredero de los Reyes Católicos.
Esta tabla, junto con  y la Anunciación, la Natividad, la Epifanía y el Bautismo de Cristo de la Nacional Gallery de Washington, proceden de la Iglesia de San Lázaro, de Palencia, y en ellas trabajo el pintor entre 1514 y 1519. El retablo fue encargado por don Sancho de Castilla, antiguo preceptor del malogrado Infante don Juan, heredero de los Reyes Católicos, que fue señor de Palencia. Tras la Guerra Civil se vendió el retablo y en 1952 el Museo del Prado adquirió estas cuatro tablas.

La oración del Huerto






1514 - 1519. Óleo sobre tabla de madera de pino, 110 x 84 cm.
Siguiendo el Evangelio de San Lucas (22: 39-46), Cristo lejos de los discípulos, arrodillado, con las manos separadas, pide al Padre que aparte de Él ese cáliz, materializado en el que descansa sobre la roca, mientras los tres Apóstoles que le acompañan, Pedro, Juan y Santiago, duermen.


La Ascensión





1514 - 1519. Óleo sobre tabla de madera de pino, 110 x 84 cm.
Oculto por una nube, Cristo asciende al cielo ante María y los Apóstoles, entre los que destaca Santiago, con vara y sombrero de peregrino. La parte superior de su cuerpo aparece oculta para otorgar mayor protagonismo a las huellas de sus pies, impresas en la cima del monte de los Olivos.


La venida del Espíritu Santo







1514 - 1519. Óleo sobre tabla de madera de pino, 110 x 84 cm.
Siguiendo los Hechos de los Apóstoles (2: 1-41), estando reunidos en el Cenáculo la Virgen y los Apóstoles aparecieron como divididas lenguas de fuego que se posaron sobre ellos, quedando llenos del Espíritu Santo, materializado en la paloma que vuela sobre María, rodeada de un inmenso halo circular. Procede del retablo mayor de San Lázaro de Palencia.


Santiago Peregrino






Hacia 1507. Óleo sobre tabla, 49 x 37 cm.
Representación de Santiago el Mayor como peregrino, con el báculo o bordón, en este caso sin la habitual calabaza para el agua. Lleva esclavina y sombrero mostrando sobre la frente la concha o vieira, símbolo distintivo de las peregrinaciones a Compostela, como la cruz griega y la palma lo eran de las que se dirigían a Jerusalén, y la doble llave y la Verónica, de las que se dirigían a Roma. Aunque el origen de la concha sigue siendo oscuro, una tradición tardía aseguraba que un jinete caído al mar fue salvado por el apóstol cubriendo su cuerpo con conchas. Es tal la importancia de la peregrinación a Compostela, que los atributos del peregrino llegan a contaminar las otras dos iconografías de Santiago el Mayor, como apóstol y como caballero, lo que explica la aparición en esta obra del libro, símbolo de la doctrina evangélica (Carmona Muela, J.: 2003).


La Crucifixión



1509 - 1519. Óleo sobre tabla, 123 x 169 cm.
Aunque ya hemos hablado largamente de esta obra en un apartado anterior, creo que vale la pena hacerlo ahora desde el punto de vista documental y no tan estilístico.
La documentación de la catedral de Palencia permite conocer el lugar original para el que se destinó esta Crucifixión, la calle central del banco del retablo mayor de la sede palentina, y el nombre de su autor, Juan de Flandes (doc. 1496-1519). Asimismo constan en ella datos relativos a esta tabla durante el tiempo en que perteneció a la catedral, entre 1509 en que la contrató el pintor flamenco y 1944 en que la vendió el cabildo. Gracias a estos documentos se sabe que el actual retablo mayor de la catedral de Palencia, de talla y de pincel, se proyectó inicialmente sólo de talla a expensas del obispo Diego de Deza (1443-1524) con destino a la que entonces era la capilla mayor, la actual capilla del Sagrario, eligiendo al escultor Felipe Bigarny (doc. 1498-1524) para las tallas, y Pedro de Guadalupe para los elementos arquitectónicos. Aún no se había podido montar el retablo de talla mandado hacer por el prelado anterior, Diego de Deza, cuando el nuevo obispo de Palencia, Juan Rodríguez de Fonseca (1451-1524), decidió trasladar la capilla mayor de la catedral al lugar que ahora ocupa -el anterior trascoro-, de mucha mayor altura al elevarse hasta las bóvedas de la nave central. Debido a ello, fue necesario ampliar sus dimensiones, a lo que se sumó la idea de hacer un retablo mixto, de escultura y pintura. A la hora de elegir al autor de la obra de pincel, el prelado, que había estado en los Países Bajos en misiones diplomáticas al servicio de la corona y gustaba de la pintura flamenca, optó por contratar a Juan de Flandes, el antiguo pintor de corte de Isabel la Católica. Además, hasta es posible que, a instancias suyas, se trasladara a Palencia desde Salamanca, donde había instalado su taller después de la muerte de la reina el 26 de noviembre de 1504. El 19 de diciembre de 1509 el obispo Fonseca firmó el contrato con Juan de Flandes para hacer las once pinturas. En este documento se especifican las dimensiones y la temática de las once tablas, enumerándolas por este orden: Crucifixión, Camino del Calvario, Entierro de Cristo, Resurrección, Noli me tangere, Oración en el huerto, Cristo ante Pilatos, Ecce Homo, Camino de Emaús, Nacimiento de Cristo y Anunciación, lo que pone de manifiesto la importancia que Fonseca concedía a la Crucifixión y a las otras dos tablas que debían colocarse a ambos lados de ella, el Entierro y el Camino del Calvario.
A la hora de representar la imagen histórica de la Crucifixión en el centro del banco del retablo mayor de la sede palentina, Juan de Flandes optó por el tipo iconográfico que Réau denomina de gran espectáculo -apropiado para las grandes dimensiones y el formato apaisado de la tabla, y, sin duda, el deseado por el comitente-, y lo redujo a sus elementos esenciales. Esta forma, destacando sólo lo principal, habitual en el pintor flamenco, se acentuó aún más en este momento avanzado de su carrera artística en que, al ser figuras mayores, resultaba obligado que fueran menos. En el eje de la composición, en un plano paralelo al de la superficie del cuadro, Juan de Flandes dispuso a Cristo clavado con tres clavos en la cruz, de acuerdo con una iconografía fijada desde el siglo XIII. Lo muestra muerto, con la corona de espinas y la sangre manando de sus heridas. Al insistir en los aspectos emocionales trató de dar una imagen lo más conmovedora posible. Sin embargo, como suele ser bastante frecuente en los primitivos flamencos, o al menos en la tradición en la que él se formó -Memling y la herencia de Van der Weyden y los Van Eyck, e incluso también fue deudor de Van der Goes-, no llegó a los extremos de otros pintores y Cristo no evidencia en su cuerpo las huellas sanguinolentas que le hicieron al despojarle las vestiduras.
La nube oscura que cubre la parte superior de la tabla, sobre el celaje -y que, en este caso, oculta parcialmente el sol a la izquierda y la luna a la derecha-, evoca las tinieblas que cubrieron la tierra cuando Cristo expiró entre las horas sexta y novena -desde las 12:00 hasta las 15:00- y ocultaron el sol, de que cuentan los Evangelios sinópticos (Mateo, 27:45; Marcos 15:33; Lucas, 23:44). La presencia de la nube oscura sobre el Calvario ocultando el sol -y su protagonismo dentro de la composición al ocupar completamente una amplia zona en la parte superior de la tabla, como hizo Memling en el tríptico Greverade de Lubeck-, no deja lugar a dudas acerca del momento elegido por Juan de Flandes para representar la Crucifixión del Prado. El pintor flamenco muestra en esta tabla a Cristo muerto en la cruz, consumada ya la redención como Memling y otros autores. Sin embargo, sitúa la acción después que ellos, cuando el cortejo ha abandonado ya el Gólgota camino de Jerusalén y sólo quedan junto a la cruz, mostrando su dolor, los parientes y discípulos de Cristo, a su derecha -la Virgen, San Juan, la Magdalena y las dos Marías- y los que se han convertido y dirigen sus rostros y sus miradas hacia el Redentor, con una mezcla de asombro y devoción, a su izquierda -el soldado de espaldas con la lanza, el centurión a caballo y el jinete que lo acompaña-.
En el grupo de los parientes y seguidores de Cristo destaca la Virgen, sentada sobre una piedra, con el rostro cubierto de lágrimas, a punto de perder el sentido. El modo en que Juan de Flandes representa a María en esta tabla se aleja del de otros artistas flamencos con los que pudo tener relación o le influyeron de algún modo. En lugar de mostrarla desfallecida al ver que atraviesan el costado de su Hijo, ya muerto, y sostenida por las Marías o San Juan, de acuerdo con las Meditaciones del Pseudobuenaventura (cap. LXXX), en la tabla del Prado la Virgen está sentada sobre una piedra en la terraza rocosa del primer plano, a un nivel un poco más alto, y permanece aislada en su propio dolor.
De espaldas a Cristo, a la derecha de la Virgen, se encuentran las otras dos Marías, María Cleofás y María Salomé, con el rostro cubierto de lágrimas. Una está de pie, junto a la Virgen, en un nivel más bajo que ella, con las manos juntas en actitud orante; y la otra, tras ella, de pie sobre la terraza rocosa, con las manos separadas como la Magdalena. A la izquierda, en el extremo de la tabla, Juan de Flandes representa a San Juan, el discípulo amado, de pie, sobre la terraza. Como la Virgen, experimenta a solas su dolor, a distancia de Cristo y con las lágrimas cayéndole en el rostro.
En el centro de la composición, en primer plano, Juan de Flandes dispone una calavera y un fémur. Los destaca, al situarlos en alto, por encima del nivel de la terraza, y separarlos de las otras dos calaveras y otros huesos que aparecen semiocultos sobre ella. Sin duda, la primera calavera es la que la leyenda identifica con la de Adán, que habría sido enterrado en el Gólgota, en el mismo lugar en el que se elevó la cruz de Cristo.
Para representar la Crucifixión, Juan de Flandes -lo mismo que hizo en las restantes obras que ejecutó en esta etapa final de su actividad pictórica-, incorporó un número reducido de figuras, aumentó su escala y las representó inmóviles, con la acción suspendida, sin establecer relaciones entre ellas. Pese a que en otras escenas de la Pasión de Cristo, pertenecientes al retablo de la catedral de Palencia, algunas figuras de sayones y soldados traducen sus sentimientos con mayor intensidad, llegando a deformar sus rasgos, en la Crucifixión no sucede así, ya que todos los personajes que permanecen en el Calvario junto a Cristo reconocen su divinidad. Pero esto no significa que carezcan de emociones, sino que están contenidas y apenas se manifiestan al exterior más que por la expresión de sus rostros, a veces cubiertos de lágrimas como los de la Virgen, San Juan y las dos Marías, o los gestos de las manos, muy variados y a los que el pintor dedicó gran atención, a juzgar por las rectificaciones y desplazamientos a que las sometió hasta fijar definitivamente su forma y posición, según se puede comprobar con ayuda de los infrarrojos y la radiografía.
El aumento de tamaño de las figuras, en proporción a las dimensiones del cuadro, que experimentan todas las obras palentinas de Juan de Flandes conlleva también un aumento de volumen al que contribuyen en gran medida las vestiduras, dotadas en ocasiones con amplios pliegues, como se puede comprobar en la Crucifixión, sobre todo en la Virgen. Además, también se constata en esta tabla el modo en que, para poder competir con las esculturas de Bigarny, el pintor flamenco reforzó algunos contornos en función del claroscuro e intensificó los contrastes de modelado, destacando las formas por la luz, que viene de la izquierda. A lo anterior se suma una gama cromática más oscura, aunque sin perder su brillantez, como tampoco desaparece el interés del autor por traducir fielmente las calidades de las cosas, la materia diferente de que se compone cada una (Texto extractado de Silva, P.: La Crucifixión de Juan de Flandes, Museo Nacional del Prado, 2006, pp. 5-7; 27-35).



Cristo sobre la piedra fría




1496 - 1497. Óleo sobre tabla, 30,9 x 22,7 cm.
En esta obra el rostro de Cristo muestra los rasgos propios del pintor, materializados con una técnica más libre, con los contornos menos definidos, como las tablitas de la primera serie del Políptico de Isabel la Católica, y más en este caso en que se quería acentuar las huellas de la Pasión. La túnica de Cristo en primer plano y sus pliegues irregulares se asemejan a los del manto de la Magdalena en la Cena en casa de Simón del Palacio Real. La forma de representar los árboles se acerca también a esas primeras tablas del políptico, e incluso salvando las distancias de escala, al Ecce Agnus Dei del Museo de Belgrado perteneciente al Retablo del Bautista de Miraflores.
La escena representa a Cristo sentado, esperando la muerte en el Gólgota, junto a la cruz vacía y las vestiduras de que le han despojado los sayones. Es el tema iconográfico conocido como Cristo sobre la piedra fría (confundido en ocasiones con el Ecce Homo, en el que Cristo está junto a Pilatos a las puertas del Pretorio), más empleado en la escultura que en la pintura, donde casi resulta excepcional. Éste es uno de los primeros ejemplos conocidos en pintura, lo que demuestra una vez más la originalidad de su autor al traducir los temas sacros. Juan de Flandes presenta a Cristo totalmente desnudo -lo cual en la puritana España de aquellos años no deja de ser muy audaz-, sin perizonium -velo de pureza-, supliendo su función con la posición de las piernas y las manos, particularmente la izquierda, con el dorso sobre el muslo y los dedos encogidos. El modo en que muestra a Cristo, con las manos atadas, la cuerda rodeándole el cuello, la corona de espinas, el rostro sumido en sus pensamientos con expresión atormentada y el cuerpo en tensión esperando la hora de la muerte para que se consume la Redención, convierten esta obra en una imagen de devoción. Cristo aparece ante nosotros con las huellas de la pasión en su cuerpo, alejado del primer plano y con una escala reducida en relación a la naturaleza que le rodea para acentuar aun más la sensación de soledad (Texto extractado de Silva, P. en: Memoria de Actividades 2014, Museo Nacional del Prado, 2015, pp. 28-30).



Isabel la Católica






Juan de Flandes, Hacia 1500-1504Óleo sobre tabla, 63 x 55 cmPatrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid.
Este retrato de Isabel la Católica fue un regalo que los monjes hicieron a Felipe V y a su mujer María Luisa de Saboya a raíz de su visita a la cartuja de Miraflores, Burgos. El retrato estuvo en el Palacio Real de Madrid, donde permaneció hasta que se llevó en la década de 1940 al Palacio Real de El Pardo. En el año 2004 se volvió trasladar a Madrid.
Isabel la Católica tomó a su cargo el costear las obras y el ornato de la cartuja de Miraflores, destinada a acoger los restos de su padre Juan II y de su madre Isabel de Portugal, segunda esposa del monarca, así como también los de su hermano el infante don Alonso.
Este retrato, atribuido a Juan de Flandes, muestra a Isabel la Católica envejecida, pese a que su edad no era avanzada, ya que murió con 53 años. Debe corresponder a los últimos años de su vida, tras sufrir tres pérdidas muy dolorosas: la del heredero, el príncipe don Juan en 1497; y las de sus otros dos herederos, su primogénita Isabel, reina de Portugal, fallecida en 1498, y el hijo de esta, el príncipe don Miguel, que vivió solo hasta 1500. Con el futuro del reino en manos de doña Juana, que ya había dado signos de su desequilibrio mental, no es de extrañar que se manifestaran en el rostro de la reina Católica las huellas de todas las penas sufridas.
Se trata de un retrato de carácter representativo, en el que el pintor flamenco muestra a la reina ante un fondo neutro, de busto, en posición ligeramente escorzada, con el rostro dirigido hacia la derecha, con expresión ensimismada. La ausencia de contenidos simbólicos es propia de la imagen real a fines del siglo XV en los reinos hispanos. De ese modo, concentra la atención en el rostro envejecido de la reina, fuertemente iluminado, destacado del fondo oscuro y del brial de color pardo verdoso con gran escote. Y también lo hace la rica camisa blanca que asoma del brial, bordada con listas negras con el borde decorado en el que alternan leones rampantes y cuatro barritas entrecruzadas. Isabel la Católica muestra el cabello recogido rodeando las mejillas y cubierto por un lienzo blanco tupido que le cubre parte de la frente y sobre él lleva una cofia transparente. Todo ello se cubre con otro lienzo transparente que desciende sobre los hombros y une sus puntas sobre el pecho con un rico joyel que forma una cruz de brazos iguales y bajo ella una venera con una piedra preciosa con engarce triangular en su interior.



Políptico de Isabel la Católica, obra de Juan de Flandes en colaboración de Michel Sittow, hacia 1496-1504. Patrimonio Nacional. Palacio Real de Madrid.






Tablas:

La Multiplicación de los panes y los peces.
La Resurrección de Lázaro.
Cristo y la mujer cananea.








Cristo apacigua la tempestad en el lago Tiberiades. 





La Transfiguración.








Cristo en casa de Simón el Fariseo.





La Entrada de Cristo en Jerusalén.








El Prendimiento de Cristo.




Los improperios en casa de Caifás.




Cristo ante Pilatos.





Las tres Marías ante el sepulcro.




La bajada de Cristo al Limbo.
Noli me tangere.







La cena con los discípulos de Emaús.




La venida del Espíritu Santo.





Dimensiones: Óleo sobre tabla, 21 x 16 cm (cada una)

Descripción:

El llamado Políptico de Isabel Católica es un extraordinario conjunto de obras sobre tabla de pequeño tamaño, con bellísimas escenas de tipo miniatura de la vida de Cristo, destinadas a un uso devocional de carácter privado de la reina, por lo que posiblemente nunca debieron estar montadas como retablo, sino sueltas para su examen de forma individualizada.   Es lógico que Isabel quisiera figurar junto a su marido Fernando de Aragón en algunas de las tablas de tan importante encargo, como así parecen estar representados en la Multiplicación de los panes y los peces, y sólo con el rey, en la Entrada de Cristo en Jerusalén, ambas en el Palacio Real de Madrid.
En origen, estaba compuesto de cuarenta y siete tablas, según el inventario de bienes de la reina realizado tres meses después de su muerte, el 25 febrero de 1505, en el Castillo de Toro, procediéndose de inmediato a su desmembramiento ante su venta en pública almoneda.  Como consecuencia de ello, sólo han llegado hasta nosotros un total de veintisiete pinturas, hoy repartidas por varias colecciones europeas y americanas.  El lote más importante, compuesto de treinta y dos piezas, fue el adquirido por su yerno Felipe I el Hermoso, que después pasaría a su hermana Margarita de Austria, quien lo destinó a su palacio de Malinas, según figura en el Inventario de sus bienes de 1516.  A la muerte de Dª Margarita en 1530, veinte de ellas fueron heredadas por su sobrino Carlos V, quien las regaló a su mujer Isabel de Portugal, incorporándose de esta forma a las colecciones reales españolas.  Diversas vicisitudes a lo largo de su historia han provocado que el conjunto se redujera tras la invasión napoleónica al actual número de quince piezas, que conserva Patrimonio Nacional.
El único artista que aparece como autor en las fuentes documentales es Michel Sittow, pintor estonio al servicio de Isabel la Católica desde 1492, a quien se atribuyen en el citado Inventario de Dª Margarita de 1516 dos de las tablas del conjunto -la Ascensión de la colección inglesa del conde de Yarborough y la Asunción de la National Gallery de Washington-. Las otras veinticinco tablas conservadas se han venido adjudicando,  desde el estudio de 1887 del gran hispanista alemán Carl Justi, al otro gran pintor que trabaja para la reina desde 1496, Juan de Flandes, al establecerse claras conexiones con obras seguras del artista, como el Retablo de la vida del Bautista, realizado por encargo de la reina para la Cartuja de Miraflores en Burgos en el año de entrada a su servicio en 1496, o el Retablo de San Miguel del Museo Diocesano de Salamanca o el Retablo mayor de la Catedral de Palencia, obras que han servido de fundamento para establecer su catálogo razonado. No obstante, el conjunto presenta una verdadera homogeneidad artística, con una pintura basada en el formato y en la factura técnica de la miniatura, que refleja la formación y colaboración de ambos pintores en los centros flamencos de Gante y Brujas de hacia 1470-1480, con una clara influencia de la obra del Maestro de María de Borgoña y de Gerard David. 


Sigamos con los comentarios de algunas de las obras.

Multiplicación de los panes y los peces





Juan de Flandes, Hacia 1496-1504Óleo sobre tabla, 21 x 16 cmPatrimonio Nacional, Palacio Real de Madrid
La Multiplicación de los panes y los peces forma parte del llamado políptico de Isabel la Católica, un conjunto extraordinario de tablas con bellísimas escenas tipo miniatura de la vida y Pasión de Cristo, que muestran la clase de religiosidad de carácter privado de la reina. Su reducido tamaño permitió que pudieran acompañarle en sus viajes, como lo corrobora el hecho de que aparecieran en Medina del Campo cuando la reina murió en 1504.
La almoneda de los bienes de Isabel la Católica, habla de la existencia de 47 tablitas de que constaba en su origen, procediéndose de inmediato a su desmembramiento ante la puesta en venta de las tablas en pública almoneda. Esta es la razón por la que solo han llegado hasta nosotros un total de veintisiete pinturas, hoy repartidas entre distintas colecciones europeas y americanas.
De las diez tablas compradas en la dicha almoneda por Francisca Enríquez, marquesa de Denia, solo se conservan el Cristo con la cruz a cuestas 




y la Crucifixión del Kunsthistorisches Museum de Viena, 







así como la Aparición de Cristo a su Madre de la Gemäldegalerie de Berlín. 







El Cristo y la samaritana 






vendido al «alcayde de los donceles», Diego Fernández de Córdoba, ingresó en el Musée du Louvre en 1926, y de las cuatro que quedaron sin adjudicar, únicamente se conoce el paradero de una, la Aparición de Cristo a su Madre acompañado por los patriarcas de la National Gallery de Londres.
El lote más importante, compuesto de 32 piezas, fue el reunido por Margarita de Austria en su palacio de Malinas. A la muerte de Margarita en 1530, solamente se registran las 20 que fueron heredadas por su sobrino Carlos V, quien las regala a su mujer Isabel de Portugal. De esta forma, se integraron en las colecciones reales españolas, como así le ocurrió a esta Multiplicación de los panes y los peces, describiéndose por primera vez en ellas en el inventario del Alcázar de Madrid de 1600, hecho a la muerte de Felipe II.
Los resultados de los últimos análisis técnicos llevados a cabo por Patrimonio Nacional no ofrecen ninguna duda sobre la existencia de una única mano para las veintisiete tablitas, hecho que ha llevado a concluir que las dichas variaciones existentes entre las tablas obedecen exclusivamente a la evolución artística de Juan de Flandes desde los inicios de su actividad en Castilla.


Bajada al Limbo







La profesora Elisa Bermejo, la más notable biógrafa del pintor en España, califica la tabla “Bajada al Limbo” como una de las más hermosas y peculiares de ese conjunto iconográfico pasional del Oratorio. Enmarcado en un paisaje pictórico serrano de misterioso fondo azulado (que muestra una acusada profundidad del abismo), en primer plano aparecen Adán y Eva (entre los que se inmiscuye un anciano Abraham que precede a un ataviado ¿Juan el Bautista?), de redondas, cándidas y aniñadas facies, representados en cuerpos desnudos de pincelada marcadamente naturalista, que, al igual que los otros justos, todos rehenes del pecado y de la muerte, salen de la tumba infernal (encarnada por una masiva fortaleza arruinada y apoderada por llamas humeantes), dirigiendo su mirada y sus movimientos en actitud orante y suplicante hacia un bien proporcionado y esbelto Jesús que se prolonga verticalmente por medio de la cruz altiva que porta. Todos los justos tienden sus manos hacia él, esperanza de toda la humanidad sufriente.
La rugosa indumentaria de Jesús, en forma de larga y ancha túnica encarnada, ondea a sus espaldas en volátiles pliegues dando la sensación de movimiento, del descenso, tal y como acentúan los finos cabellos del Redentor movidos por el soplo del viento. Presenta la Cruz, en lo alto del inusitado mástil, como estandarte de la victoria, cogida en su mano derecha, mientras con la izquierda hace ademán de sacar a Adán de tan tremebundo espacio y liberarle de la prisión del mal y de la muerte: “A ti te mando: Despierta, que duermes!, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo”; “Levántate de entre los muertos!, pues Yo Soy la Vida de los Muertos”.
Cristo ya es el Rey de la Gloria que lo llena todo con su Resurrección; la muerte, de la que es señal la Cruz del martirio, ya està derrotada, ya no existe. Cristo camina decidido por las quebradas losas pétreas del pertrechado abismo con la libertad y el poder del Vencedor, casi parece flotar, pues su cuerpo espiritual, transfigurado por la resurrección, escapa a las leyes del mundo terrenal, a la gravedad marcada de corruptibilidad y muerte
Destaca la habilidad del flamenco para reflejar el humo negruzco, que además de una finalidad iconográfica (reflejo de la encendida realidad caótica del Infierno), adquiere su sentido pictórico al actuar como perfecto y hábil contrapunto cromático a la luz virginal que desprende el Salvador, luz que abate la oscuridad que envuelve el Hades. Cristo está iluminando los infiernos y la muerte con su presencia. Las puertas de la muerte, de aparente gruesa madera, yacen rotas y esparcidas a un lado del limbo, dando salida a los que retenía, y los sepulcros individuales vacíos y abiertos proclaman ya la victoria de Cristo vivo.
Del edificio ruinoso, de semblanza arquitectónica italiana quattrocentista, gótica verticalidad defensiva hispana y muros agrietados (que sin duda se corresponden con las coetáneas demoliciones de las fortalezas feudales ordenadas por los Reyes Católicos para consolidar su autoridad en su lucha contra la nobleza rebelde), salen batracios, serpientes y otras criaturas fantásticas aladas y reptantes, símbolos iconográficos del mal diabólico, para hacer frente, amedrentar y expulsar a quien, con la Cruz, tiene las llaves de la Muerte y el Infierno.
Cristo aparece como el Dueño de la Vida y el Cosmos. Su cuerpo resucitado, vencedor del abismo de la muerte, está animado por Dios-Trinidad, principalmente el Espíritu Santo, de ahí ese resplandor de energías divinas y ese dinamismo expresado en su avanzar hacia Adán. Entre ambos se entrecruzan miradas cómplices y compenetradas de piedad, arrepentimiento, perdón y salvación, de las que Jesús hace también partícipes al resto de los justos, que encarnan la humanidad sufriente.

Para Elisa Bermejo “la calidad del dibujo, el magnífico empleo de la luz y el color, lo ponderado de la distribución de las masas, y el naturalismo con el que están tratados algunos de sus personajes, hacen de esta pintura una de las más importantes de su autor”. Sin duda alguna, se trata de una obra señera del arte flamenco miniado en España.

La lamentación sobre el Cristo muerto



Esta tablita procede de la colección francesa del duque de Blacas de Aulps y entró en la colección Thyssen-Bornemisza en 1956. El primer catálogo donde apareció fue el de 1958 y en él, por indicación de Friedländer, se adscribió a Hugo van der Goes. La atribución a Juan de Flandes fue sugerida por Winkler y recogida por Ebbinge-Wubben en la publicación de la Colección de 1969, aunque Elisa Bermejo, con anterioridad había incluido la obra en la monografía del artista y la había fechado hacia 1500. Esta composición, que no sabemos si fue diseñada como una obra autónoma o formó parte de un conjunto más complejo, está inspirada en una pintura perdida de Van der Goes, conocida a través de copias como la que se conserva en Granada, en el Instituto Gómez Moreno. Juan de Flandes tomó de Van der Goes el grupo principal con Cristo y la Virgen, introdujo cambios en san Juan y María Magdalena, presentes también en la pintura de Van der Goes, pero sobre todo modificó el paisaje que sirve de marco a la escena. Este dramático episodio, en el que la Virgen expresa su dolor con el significativo gesto de llevarse la mano al pecho, se ha colocado a los pies del Gólgota, y Juan de Flandes ha optado por incluir en él un fragmento del Calvario con el Buen Ladrón, que todavía permanece en los maderos. Esta variante, respecto a la pintura de Van der Goes, se complementa con un macizo rocoso, a la izquierda, que sirve para equilibrar el conjunto y que deja, en el centro, un espacio para una vista que, con sus lomas y árboles, nos introduce en los últimos planos de la pintura. Las figuras de la Magdalena, que permanece arrodillada a la izquierda, y de san Juan, en el centro, se insertan con dificultad en el espacio, hecho que es más evidente en el caso del apóstol, por su postura y proporción. Los sugestivos y extraños troncos de árboles partidos que Juan de Flandes introduce en la ladera de la colina y entre las cruces tal vez sean una alusión, como ha sugerido con reservas Santiago Alcolea, al papel de Cristo reseñado en tres pasaje de Isaías. Este mismo historiador subrayó la presencia de estos troncos, toscamente biselados, en otras pinturas del artista, como una Lamentación, conservada en una colección privada. Un antecedente significativo para este detalle se encuentra en la tabla con el mismo asunto de Geertgen tot Sint Jans de la Gemäldegalerie de Viena.
El descenso de la cruz

Entre las muchas representaciones del Descenso de la cruz que hizo nuestro pintor, tal vez sea ésta la de mayor belleza y calidad, en la actualidad se encuentra en el Museo Nacional San Carlos. En ésta obra se puede apreciar claramente la influencia cromática de la obra de Roger Van der Weyden.
Bien, con ésta entrada me gustaría pensar que hemos contribuido, ni que sea mínimamente a que éste extraordinario artista sea algo más conocido, sacarlo de las sombras en que se hallaba sumergido y darle un poco más de luz.
A continuación me gustría ofreceros una presentación con la mayoría de sus obras.

Como siempre, espero que os haya sido útil e interesante.