dijous, 5 de maig del 2016

MUHYÍ AL-DIN IBN AL-ARABÍ: EL MENSAJERO DE LA UNIDAD /1

“Según algunos estudiosos contemporáneos -como Henry Corbin, Mircea Eliade, René Guénon- por citar a unos pocos, Ibn al-Arabí es uno de los más insignes representantes de la llamada Filosofía Perenne o Tradición Unánime. Mircea Eliade escribe que constituye uno de los genios más profundos del sufismo y de la historia de la espiritualidad. Por su parte, Henry Corbin, quien ha dedicado encomiables estudios al pensamiento del Sayj al-Akbar, también afirma rotundamente que es uno de los mayores teósofos y visionarios de todos los tiempos”.


Recuerdo aquel verano de principios de la década de los 80. A altas horas de la madrugada, en la terraza, frente a los abiertos horizontes del Mar Mediterráneo, con un cielo nocturno tapizado de estrellas y la Luna escribiendo extraños simbolos de un lenguaje desconocido sobre las olas. El repiqueteo de las teclas de la vieja Lettera de Olivetti, tac, tac, tac, tac, como poseído, llevado de una inspiración amorosa, por obra de aquel Sabio murciano que vivió quinientos años atrás.





Si, durante aquellos meses, estuve plenamente enamorado de Ibn al-Arabí, sentía como propias sus palabras, devoré uno tras otro, los pocos libros que por aquel entonces se encontraban en las librerías, el Tratado del Amor,





el Tratado de la Unidad, 





busqué y fotocopié en la Biblioteca Central de Catalunya, la obra de Asín Palacios al Sheyk al-Akbar dedicada, 






y me imaginaba, como descendiente de los moriscos que un día poblaron las tierras de Almeria y Murcia, familiar lejano suyo.
Cómo me impresionaron algunos de sus versos:

El que vé y el que es visto,
el que dá la existencia y el que existe,
el que conoce y el conocido;
el que crea y el que es creado;
el que comprende y el que es comprendido,
son todos lo mismo.

los sentía resonar en mi interior, absolutamente veraces, como una Revelación escrita muchos siglos antes, pero destinada por extraños y misteriosos caminos directamente a mí.  Si, no puedo negarlo, tal como me había sucedido anteriormente con Carlos Castaneda y sus "Enseñanzas de Don Juan", como me sucedería algo más adelante con Sri Ramana Maharshi y algunos otros más, Ibn al-Arabí me aportó una pequeña "iluminación"... que cambió mi forma de ver el mundo, de comprender mejor al Islam y sus gentes, de entender que a la misma montaña se puede ascender por distintas vías, que cada una de ellas es igualmente cierta y válida, para aquel que con sinceridad afronta las dificultades de su propio camino, con el anhelo puesto en cada uno de sus pasos, uno tras otro. Sólo desde la cumbre, pueden verse todos ellos con equanimidad.
De aquellos meses de febril enamoramiento, surgieron un conjunto de materiales sobre la España de las Tres Culturas - Ibn al-Arabí, Ben Maimon y Arnau de Vilanova- que merecieron, años después, un premio del Colegio de Filósofos de Catalunya.
Si, Ibn-Arabí, es uno de los más grandes Maestros de la humanidad y merece ocupar un lugar de honor entre ellos, de ahi que en éste proyecto de síntesis que vienen siendo las últimas entradas de éste blog, tenga reservadas las dos entradas que iniciamos a continuación.



Ibn Arabí en la Historia de España.








Dice Miguel Cruz -eminente discípulo de Asín Palacios-, en su obra sobre el Sabio murciano: "Porque el Is­lam español —conviene repetirlo— no fue una anécdota transitoria, ni una ocupación extranjera. Los musulmanes españoles son parte fundamental de nuestra historia: la España musulmana -Al-Andalus-, tan entrañablemente nuestra como la España romana, la cristiana, los sefardíes. Cuando el Islam llegó a España no existía una auténtica comunidad española unitaria, tal como hoy se concibe. En vís­pera de la invasión musulmana, la España visigoda carecía de unidad y fuerza política y su vida cultural dependía esencialmente del legado ro­mano ya cristianizado. Pero tampoco los escasos árabes, y algunos más bereberes, que llegaron el 711 de J. C. a la Península tenían una cultura que imponer en aquel nuevo reino que conquistarían en unas cuantas ga­lopadas arriesgadas y certeras. Y como, además, los musulmanes que arri­baron a España eran soldados, tuvieron que tomar sus mujeres entre las españolas. Así, en muy poco años se formó una población homogénea; de un lado al-Andalus, la España musulmana, islamizada religiosa y cultu­ralmente y de lengua árabe; de otro, los Reinos Cristianos. 





Lo que hoy es España se debe fundamentalmente a esa lucha de ochocientos años entre el Islam y los Reinos españoles; una lucha que tiene todos los caracteres de una “guerra civil”, pues en aquellos tiempos tan de casta peninsular eran los musulmanes como los cristianos. Y aquella lucha multisecular peculiarizó, de una vez para siempre, el modo de ser de España y de los españoles, de un doble modo: en tanto que se estableció un permanente intercambio cultural entre el Islam español y los Reinos Cristianos, y en cuanto que la España que unificaron en 1492 los Reyes Católicos fue el resultado de aquella lucha material y espiritual de ocho siglos. La his­toria de España, la cultura española y hasta el mismo modo de ser del pueblo español —y en cierto modo incluso el de los pueblos hermanos de América—, son el resultado final de aquella dualidad, tan enconada como fraterna, de la Edad Media española.





Entendida así nuestra historia, no sólo se aclaran muchos de sus pro­blemas, sino que se comprende mejor la historia y la cultura árabe espa­ñola. A los pocos años de ocupada la Península por los reducidos pero efi­caces ejércitos árabes-bereberes, ya habían brotado los núcleos de resistencia cristiana en el Norte, al mismo tiempo que el espíritu indepen­diente y tenaz de la población indígena había hecho resucitar las ances­trales luchas tribales entre los descendientes de los invasores. Unos años más y frente a los Reinos Cristianos que asomaban entre las montañas del Norte, hubieron brotado los Taifas musulmanes en el Sur. Pero el 14 de agosto del 758 de J. C., el fugitivo príncipe omeya Abd al-Rahmán ibn Mucáwiya desembarcó en Almuñécar, en la costa de Granada, y a fuerza de entusiasmo, audacia, valor, astucia y mano dura realizó el auténtico asentamiento de los árabes en España, comenzando la integración política de al-Andalus. Aun así —al igual que sucedía en la España cristiana—, siempre que se aflojaron las riendas políticas, surgiría de nuevo el peligro de la desintegración. Sólo el genio político del fundador del califato cor­dobés, Abd al-Rahmán al-Násir li-Dín Alláh, el tercero de nuestra cro­nología escolar, y la sagacidad de al-Hakam II al-Mustansir, consiguieron sujetar aquellas tendencias centrífugas y crear en España una riqueza cul­tural innegable —el primer “Siglo de Oro” de España—, cuando Europa andaba sumida en las tinieblas del siglo X y en espera de los terrores del año mil.


—La cultura Hispano-musulmana






Hundido el Califato, el Islam español sólo pudo servir ya en el terreno político de campo de batalla entre los bereberes que suben del Magreb —almorávides, almohades, benimerines—, y los cristianos que bajaban de Castilla y Aragón. Pero a lo largo de esta prolongada agonía, que aún durará cuatro siglos, la España musulmana seguiría mostrando la entraña de su modo de ser y de su cultura. La teología, la filosofía, la historia, la ciencia (astronomía, matemáticas, medicina), el arte, la poesía, que habían ido recibiendo del Islam oriental, cobrarían aquí carta de naturaleza y alcanzarían sus cumbres más renombradas, como Averroes en la filosofía, Ibn Quzmán, al-Ramádí y al-Mutcamid en la poesía, o Ibn Hazm en la literatura. En el campo de la teología mística esta cumbre corresponde con todo derecho al murciano Ibn Arabí.
Los musulmanes que conquistaron la Península a la par guerreros y predicadores religiosos, no podían aportar un fuerte bagaje cultural y menos filosófico. Pero el deseo de saber, connatural del hombre, la necesidad de conocimientos técnicos, el ansia de perfeccionamiento religioso, el inevi­table comercio y la peregrinación canónica a la Meca, introdujeron la ciencia y el saber orientales. Así, entre peregrinos, comerciantes, sabios, músicos y poetas introducen, casi sin darse cuenta, los viejos problemas filosóficos a través del triple vehículo del movimiento muctazilí, las sectas bátiníes y los ascetas súfíes, en especial la síntesis neoplatónica musulma­na. Bien pronto el pensar filosófico-teológico —pues como en el caso de la Escolástica latina, tampoco hubo estricta filosofía “pura” en el Islam—, se desarrollaría en el Islam español, sobre todo en la dirección muctazilí, y aparecerán figuras de valor excepcional, como Ibn Masarra (833-931), de larga y eficaz escuela, Ibn Hazm (994-1064), Ibn al-Aríf (1088-1141), Ibn al-Síd (1052-1127), Abú Salt (1067-1134), Avempace (1070-1138), Ibn Tufayl (1110-1185), hasta la cumbre del pensamiento árabe y aun de toda la filosofía medieval: Averroes (1126-1198), 




que postula ya la posibilidad de un saber científico y de una filosofía estricta, que sólo el pensamiento moderno podría después desarrollar. Pero el carácter rigurosamente cien­tífico —en el sentido, claro está, que entonces tenía este término—, del pensamiento de Averroes, hace que a su muerte renazca de nuevo el brillo de la síntesis filosófica neoplatónica, en la obra de Ibn Arabí de Murcia (1165-1240), que iba a dejar profunda huella en el Islam y que, a través de Ramón Lull, y Dante Alighieri, iba a penetrar hasta la cultura cris­tiana. Casi por entero desconocida aún no hace muchos años, a la infa­tigable y aguda investigación del Prof. Asín Palacios, debemos el conoci­miento de su obra, el manejo de algunos de sus escritos más trascenden­tales, y el estudio de su pensamiento y su influencia.



NACIMIENTO, VOCACION ESPIRITUAL Y FORMACION DE IBN Al-ARABI

— Su origen e infancia.


Abú Bakr Muhammad bn Alí bn Muhammad al-Hátimí al-Ta’i Ibn al-Arabí, llamado Muhyí al-Dín (“Vivifica­dor de la religión”), al-Sayj al-Akbar (el “Gran maestro”) e Ibn Aflátún (el “Hijo de Platón”), conocido en Occidente por Abenarabí y usualmente designado por Ibn al-Arabí —para evitar la confusión con Abú Bakr Muham­mad bn Abd Alláh Ibn al-Arabí y Abú Muhammad bn Abd Alláh Ibn al-Arabí de Sevilla—, nació en Murcia el 28 de julio de 1165 (17 de ramadán del 560 h.), de familia noble, rica, culta y extremadamente reli­giosa. Según los biógrafos árabes, tanto sus padres como sus tíos pa­ternos destacaron por su vida ascética y por los carismas místicos con que fueron obsequiados por Dios. A los ocho años de edad, se trasladó junto con su familia a Sevilla, recibiendo una extraordinaria educación literaria, jurídica y filosófico-teológica, gracias a la cual y a sus relaciones familiares y buen linaje, consiguió un buen puesto administrativo, como secretario del Gobierno de Sevilla. 





Poco después contrajo matrimonio con Maryam bn Muhammad bn Abdún bn Ad al-Rahmán de Bugía, mujer de con­siderable formación religiosa, piadosa y consagrada a la vida ascética, se­gún el propio testimonio de Ibn Al-Arabí y que habría influido en la poste­rior vocación religiosa de su marido, aunque hay que pensar que Ibn al-Arabí exagera un tanto, por sugestión proyectiva, cuando recuerda con pesadumbre los años “perdidos” de su juventud, en la que no hubo más “extravíos” que sus estudios literarios y poéticos y su jornadas de caza, sobre briosos caballos árabes, en la campiña andaluza de Lora del Río y Carmona.


—Vocación a la “vida espiritual” de Ibn al-Arabí.


Su vocación a la vida espiritual, de creer su propio testimonio, se la debió a los rezos de su madre, al ejemplo y las exhortaciones cariñosas de su esposa y a la experiencia de una grave enfermedad que le tuvo a las puertas de la muer­te. Encontrándose aparentemente inconsciente, sus familiares creyeron que estaba muerto, mientras él era presa de alucinaciones en las que creía ver los demonios; hasta que en sus fantasías vio surgir un maravilloso ser de belleza radiante, que alejó las visiones demoníacas y que le dijo ser la sura Yasin, 




que en- aquel instante estaba recitando su padre, para enco­mendar el alma de Ibn al-Arabí, pues le suponía muerto. Milagrosamente curado, Ibn al-Arabí inició su vida espiritual que culminaría con la conver­sión definitiva, que tuvo lugar al presenciar la ejemplar muerte de su padre. Pero sus visiones estáticas, databan ya de los tiempos de su grave enfermedad, gozando desde entonces de extraordinarios carismas y comu­nicaciones teofánicas, que debido a su extraordinaria capacidad espiritual y a sus conocimientos sufíes le convierten desde muy joven en un “ciu­dadano de dos mundos”: el mundo físico del común de los humanos y el mundo imaginativo, reservado para los hombres que siguen el camino del conocimiento superior espiritual. Si la proyección sentimental del recuer­do, cuando refiere su vida, no está demasiado influida por el recuerdo de Nizám o Nidam —la doncella de la Meca que le inspiró un fuerte amor platónico, vertido después “a lo divino”—, acaso deba, tras de a su madre y a su esposa, las primicias de su vida espiritual a otras dos mujeres: Chasmína de Marchena y Fátima de Córdoba, de las cuales esta última fue una autén­tica “madre espiritual”, cuyas enseñanzas siguió durante dos años. A pesar de tener más de noventa años, dice Ibn al-Arabí, tenía el rostro bello, las facciones regulares, y las mejillas tan sonrosadas “como una adolescente de catorce años”. La retrata como rigurosa asceta y mística ejemplar, posee­dora de carismas innumerables y capaz de fenómenos telepáticos y de grandes evocaciones del mundo inteligible, llegando a “corporificar” la sura Fátiha.





De todos modos, cuando apenas había cumplido veinte años, el 1185, Ibn al-Arabí figura ya como miembro de una táriqa, o hermandad sufí, prac­ticando fielmente los métodos ascéticos, para conseguir rápidos progresos en su camino de perfección espiritual y alcanzar los más elevados grados de perfección ascética, como condición para lograr la unión extática. La inteligencia de Ibn al-Arabí, unida a su tesón inquebrantable y su voluntad de vida espiritual, hicieron que estos progresos fueran rapidísimos, siendo premiado con extraordinarios carismas, éxtasis y visiones. En ese camino de perfección espiritual Ibn al-Arabí fortalecióse con la enseñanza y el trato de numerosos maestros de la vida espiritual, de quienes recibió, según su propia confesión, enseñanzas y experiencias maravillosas, dándole además ocasión de ser testigo de excepción, por sus conocimientos, de numerosos fenómenos extraordinarios, entre los que cita Ibn al-Arabí bilocaciones, ubicuidad, visión a distancia, evocaciones pasadas, presentes y futuras del mundo ultraterrestre, telepatías, corporalizaciones, curaciones milagrosas, etcétera. El testimonio de Ibn al-Arabí, no sólo es muy valioso desde el pun­to de vista de la historia religiosa de la España musulmana —pues nos da un cuadro muy vivo de la religiosidad islámica de su tiempo—, sino que tiene un valor psicológico extraordinario. Por esto pudo escribir Ibi al-Arabí: “No conozco grado de la vida mística, ni religión, o secta, de que yo no haya visto alguna persona que las profesase de palabra y en ellas creyera y las practicase, según confesión propia. No he referido jamás opinión o herejía alguna sino fundándome en referencias directas de in­dividuos que fueron secuaces de ellas”.

—Los “maestros espirituales” de Ibn al-Arabí.

Aunque Ibn al-Arabí cita como “maestros” a un número considerable de ascetas y místicos, teólogos y filósofos, hay que someter a una crítica restrictiva sus afirmacio­nes. Así, algunos como Músa al-Baydaraní, Músa Ibn Imram, Abú Yahyá y Abú Yaeqúb Yúsuf Ibn Jalaf influyeron más en él por sus experiencias carismáticas que por sus enseñanzas. En cambio, sí debió influir en la pos­terior vida viajera de Ibn al-Arabí el giróvago Salah al-Barbarí. 





Sobre todos estos “maestros” hay que destacar, en el aspecto religioso, a Abú-Abbás al-Orianí, de quien procede una parte importante de sus expresiones mís­ticas y Abú Muhammad al-Mawrurí. En este aspecto también fue muy considerable el influjo de Abú Madyan, el principal maestro de Ibn al-Arabí. En el aspecto filosófico, en Túnez estudió con un hijo de Abú-Qásim ibn Qásí. En 1198 visitó Ibn al-Arabí Almería, donde hizo amistad con el maestro Abú Abd Alláh al-Gazzál, discípulo, como el anterior, del famoso Ibn al-Aríf. También tuvo relación con los maestros hazmíes, Surayh, Abú Muhammad al-Zuhrí y Abú Bakr bn Síd al-Nás. Estas relaciones y relativos “magisterios” contribuyeron a dotar al místico murciano de una fuerte formación espiritual, teológica y filosó­fica, que lógicamente va a advertirse en su obra, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que a ella no contribuyese también las prácticas ascé­ticas y extáticas de nuestro autor. Así sabemos que durante una tempo­rada se dedicó a la meditación, retirándose a los cementerios, para unirse por la oración con las almas de los difuntos; muchas veces quedaba extá­tico, entre las tumbas, sentado en el suelo a estilo oriental, mientras men­talmente dialogaba con las almas del mundo ultraterrestre.


Ibn   Al- Arabí y Averroes.






—Junto a esta formación y experiencia re­ligiosas hay que colocar su compleja formación filosófica, dentro de la línea del neoplatonismo árabe. Pues aunque sabemos, por propia declaración de Ibn al-Arabí, que conoció a Averroes, sin embargo, el método cien­tífico del gran filósofo cordobés le pareció seco e insuficiente. La razón del encuentro entre el pensador cordobés y el místico murciano fue el gusto de Averroes por la observación directa. Los prodigios místicos que se contaban de Ibn al-Arabí despertaron la curiosidad de aquél, que, al parecer, consiguió que el padre del místico enviase a su hijo a casa del filósofo. La curiosa entrevista la ha narrado Ibn al-Arabí en su Fútúhát. “Cierto día —escribe—, en Córdoba, entré en casa de Abú- Wálid Ibn Rusd [Averroes], cadí de la ciudad, que había mostrado deseos de cono­cerme personalmente, porque le había maravillado mucho lo que había oído decir de mí...; por eso mi padre, que era uno de sus íntimos amigos, me envió a su casa... para dar así ocasión a que Averroes pudiese conver­sar conmigo... Así que hube entrado, levantóse del lugar en que estaba y dirigiéndose a mí con grandes muestras de cariño y consideración, me abrazó y me dijo: Sí. Yo le respondí: Sí. Esta respuesta aumentó su alegría al ver que yo le había comprendido; pero dándome cuenta de la causa de su alegría añadí: No. Entonces Averroes se entristeció, demudóse su color y comenzando a dudar de la verdad de su propia doctrina me pre­guntó: ¿Cómo, pues, encontráis vosotros resuelto el problema? [de la ver­dad del conocimiento, seguramente] ¿Mediante la iluminación y la ins­piración divina? ¿Es acaso lo mismo que a nosotros nos enseña el razona­miento? Yo le respondía: Sí y no. Entre el sí y el no salen volando de sus materias los espíritus y de sus cuerpos las cervices. Palideció Averroes so­brecogido de terror y sentándose comenzó a dar muestras de estupor, co­mo si hubiese penetrado en el sentido de mis alusiones. Más tarde... soli­citó de mi padre que le expusiera éste si la opinión que él había formado de mí coincidía con la de mi padre o si era diferente. Porque como Ave­rroes era un sabio filósofo, consagrado a la reflexión, al estudio y a la in­vestigación racional, no podía menos de dar gracias a Dios que le permitió vivir en un tiempo en el cual podía ver con sus propios ojos a un hombre que había entrado ignorante en el retiro espiritual para salir de él como [yo] había salido, sin el auxilio de enseñanza alguna, sin estudio, sin lec­tura, sin aprendizaje de ninguna especie. Por eso exclamó: Es este un estado psicológico cuya realidad nosotros hemos sostenido con pruebas racionales, pero sin que jamás hubiésemos conocido persona alguna que lo experimentase... 








Quise después volverme a unir con él [Averroes] y por la misericordia de Dios se me apareció en el éxtasis... Entonces dije: En ver­dad que no puede ser conducido hasta el grado en que nosotros [los mís­ticos prácticos] estamos. Y ya no volví a encontrarme con él hasta que murió Averroes. Y ocurrió esto el año 595 en la ciudad de Marrákus y fue trasladado a Córdoba donde está su sepultura. Cuando fue colocado sobre una bestia de carga el ataúd que encerraba su cuerpo, pusiéronse sus obras en el costado opuesto para que le sirviera de contrapeso. Estaba yo allí parado..., y dije para mis adentros: A un lado va el maestro y al otro van sus libros. Mas dime: sus anhelos, ¿viéronse al fin cumplidos?”.


—Posición  ante los filósofos más aristotélicos.



No hay duda alguna de que la gran reserva que Ibn Al-Arabí muestra ante Averroes y su pensa­miento es debida a su filiación neoplatónica árabe; y ésta es también su actitud general ante el aristotelismo árabe, que le parece radicalmente insuficiente. Y así, en dos ocasiones más, que ahora recuerde, insiste Ibn al-Arabí en la insuficiencia última del aristotelismo árabe. En la primera de ellas se refiere a Aristóteles, aunque se trate de un escrito pseudo-aristotélico, al tratar de la razón por la cual compuso su libro al-Tadbírát al- Iláhiyya (la política divina). “La causa de componer nosotros este libro —escribe—, fue esta: cuando visité al maestro de espíritu; el santo Abú Muhammad al-Mawrurí, en la ciudad de Morón, encontré en su casa el libro Secretum secretorum que el filósofo [Aristóteles] compuso para Dul- karnayn [Alejandro Magno]... Abú Muhammad me dijo: Este autor trata del gobierno político de este imperio mundano y yo desearía que tú inten­tases aventajarle estudiando el gobierno del imperio en el cual consiste nuestra felicidad. Accedí a su petición y en este libro he puesto, de las ideas relativas al gobierno político, muchas más que las que en el suyo puso el Filósofo, sin contar con que además demuestro en él algunas cosas que el Filósofo no cuidó de tratar acerca del imperio grande o macrocos­mos. Lo redacté en menos de cuatro días en la ciudad de Morón. El volu­men del libro del Filósofo es un cuarto o un tercio del volumen de este libro (mío], el cual aprovecha no sólo para la instrucción del cortesano que sirve a los príncipes, sino también para utilidad espiritual de todo el que marche por el camino de la vida futura”. La otra ocasión es con mo­tivo de la asistencia a las clases de un maestro de espiritualidad que re­sidía en Marchena y a propósito de La ciudad virtuosa de al-Fárábí. “Yo vi en manos de una persona  en Marchena de los Olivos, cierto libro de un autor infiel [confusión probable de al-Fárábí con Aristóteles], titulado El grado virtuoso [posible errata, pues se trata de La Ciudad Virtuosa]. Era la primera vez que yo veía aquel libro. Tómelo de sus ma­nos, lo abrí para ver qué contenía y la primera cosa que cayó bajo mi vista fue: Yo quiero en este capítulo que examinemos cómo fabricamos “un” Dios en el mundo. Pero no decía a Dios, lo cual me extrañó y por eso arrojé el libro contra su dueño. Hasta ahora no he vuelto ya nunca más a ver tal libro”.



—La  influencia de Ibn al-Aríf y de la “escuela de Almería”.







Las influencias neoplatónicas en la formación intelectual de Ibn al-Arabí son, por el contrario, claras y explícitas. Así nos cuenta, en primer lugar, de un maestro sevillano, llamado Abú Abd Alláh Ibn Chábir de Cabrafigo (Ronda), de filiación mutazilí, al que dice haber convencido y convertido a sus ideas y con el que disputó en Cabrafigo y en Sevilla sobre el tema de “si el hombre puede asimilarse por imitación los caracteres del nombre divino El Subsistente”. Antes, al citar a sus maestros, nos referimos a que había estudiado en Túnez con el hijo de Abú-l-Qásim Ibn Qásí, pensador perteneciente a la “Escuela de Almería” de Ibn al-Aríf, el libro de este JSl al-Naclayn. A dicha escuela de Almería debió pertenecer también el más importante de los maestros de Ibn al-Arabí, Abú Madyan. En su visita a Almería, en 1198, visitó a otro maestro del que dice ser gran amigo, lla­mado Abú Abd Alláh al-Gazzál, discípulo también de Ibn al-Aríf. Pero, por encima de todas estas relaciones, que prueban el conocimiento que Ibn al-Arabí tuvo de la “Escuela de Almería”, tenemos los propios textos de Ibn al-Arabí, de los cuales Don Miguel Asín Palacios recogió once pasajes en el Futúhát, que prueban la relación de Ibn al-Arabí con la “Escuela de Al­mería”, el gran conocimiento que tenía de sus doctrinas y aun la filiación discipular respecto a Ibn al-Aríf, al que dos veces llama “nuestro maestro de espíritu Abú-l-Abbás Ibn al-Aríf al-Sinháchí, el príncipe en estas materias”.
Este influjo de Ibn al-Aríf en Ibn al-Arabí lo he sintetizado en otro lugar en siete puntos principales:
1.° Negación de toda relación analógica entre el Creador y los seres creados: “¿Qué relación de analogía —se pregunta Ibn al-Arabí— puede existir entre lo temporal y lo eterno, ni como cabe que se parezca El, que no tiene semejante, al que tiene semejante? Esto es imposible, como lo dice Abú-l-Abbás al-Aríf al-Sinháchí, en el Mahásin al-Machális... Entre Él y los devotos no hay más relación que la de la providencia divina, ni más causa que los divinos decretos, ni más momento presente que la eternidad. Lo que resta es ceguera y equívoca ambigüe­dad... El conocimiento de Dios trasciende la percepción de la inteligencia y del alma sensitiva, excepto en cuanto que Dios es un ente real. Toda ex­presión verbal [sobre Dios] mediante semejanzas con las cosas criadas o imaginarlo [por analogía] con los seres compuestos y simples, es comple­tamente diferente, a los ojos de un entendimiento sano, de lo que Dios por su grandeza es. Racionalmente, ni esta concepción imaginativa de Dios es lícita, ni a Él es aplicable aquella expresión verbal, en el modo en que una y otra son propias de criaturas”.




2°. Procesión de los seres crea­dos. “De esta prioridad [de Dios] procede el comienzo del mundo físico; de El solicitan todas las cosas temporales su ayuda para existir; Él es quien decreta su existencia, y bajo el curso de sus decretos fluyen, aunque sin relación alguna entre Él y las Criaturas... Lo que resta... es ceguera y equívoca ambigüedad, [como] ...lo expresa el autor del Muhásin al-Machális”. 3.°. La alusión esotérica como vocación divina. “La alusión eso­térica —dice Ibn al-Arabí—... informa acerca de la lejanía o de la presen­cia de lo que no es El. Por eso dice uno de los maestros de espíritu en el Mahásin al-Machális: La alusión esotérica es un llamamiento divino desde la cumbre de la lejanía tú la revelación de una enfermedad concreta. Quiere decir que también es una declaración palmaria de que existe [en el sujeto llamado así por Dios] una dolencia [espiritual]”; que consiste en su alejamiento de Dios.
4.°. La naturaleza humana es apta para re­cibir la profecía y conseguir la perfección. “Nuestro maestro espiritual Abú-l-Abbás Ibn al- Aríf al-Sinháchí decía en su plegaria: ¡Oh Dios mío! En verdad Tú nos cerraste la puerta de la profecía y de la divina misión, pero no nos has cerrado la puerta de la santidad... Si bien es cier­to —comenta Ibn al-Arabí— que a juicio de la razón la profecía y la mi­sión divina pueda también merecerlas el hombre..., sin embargo, como Ibn al- Aríf sabía... que Dios ha cerrado ya la puerta de ambas, no se las pedía, y en cambio le pedía aquello que era capaz de merecer, pues Dios no nos ha prohibido el acceso a la santidad”.
5.°. La intuición o gnosis es la morada más alta en el camino de la unión con Dios. “Es lo que yo afirmo —dice— Ibn al-Arabí—, como también... Ibn al- Aríf...”.
6.°. Unificación mística con Dios. El hombre, dice Ibn Al-Arabí, ve, oye, siente con sus propios sentidos, pero, cuando realiza actos de virtud su­pererogatorios se ve privado de sus propios sentidos y comienza “a oír y ver con Dios, tras haber antes oído y visto con sus sentidos”; 
y 7.°. La unificación mística con Dios es causa de los milagros que realizan los místicos. “El estado místico da de sí la ruptura del curso habitual de las leyes físicas, como lo afirma Abú-l-Abbás Ibn al- Aríf al-Sinháchí”.


La influencia de Ibn Hazm.






—También contribuye a la formación neoplatónica de Ibn al-Arabí su filiación hazmí, establecida formalmente por Asín Palacios; lo que pudiera parecer a simple vista un poco extraño, dado el literalismo hazmí. Pero, como he establecido en otra parte, el pensamiento de Ibn Hazm acabó por sumarse, a través de sus discípulos, en la corriente neoplatónica de origen masará. Tanto Ibn al-Arabí, como antes Ibn Hazm, arrancan de la diferencia radical que existe entre Dios y sus criaturas; por tanto, no cabe un criterio de simple analogía para conocer el ser de Dios, partiendo de las cosas; por ende, la estricta razón es incapaz de enseñarnos nada sobre la Enseñanza Divina. Por esto Ibn Hazm pensaba que sólo podemos conocer dicha esencia si conseguimos comprender racionalmente lo que significan los “nombres divinos”, que conocemos por la Revelación. 
De Ibn Hazm podemos escuchar su poema  "Pastor de estrellas" interpretado por "Cuarteta" un grupo de música andalusí hoy desaparecido.



El poema dice así:


Pastor soy de estrellas, 
como si tuviera a mi cargo
apacentar todos los astros fijos y planetas. 
Las estrellas en la noche 

son el símbolo
de los fuegos de amor encendidos 

en la tiniebla de mi mente. 
Parece que soy el guarda 

de este jardín verde oscuro del firmamento, 
cuyas altas yerbas están bordadas de narcisos. 
Si Tolomeo viviera, reconocería que soy
el más docto de los hombres en espiar el curso de los astros.




En cambio, Ibn al-Arabí, recurriendo a la teoría neoplatónica árabe de raigambre masarrí en este caso, piensa que ese conocimiento sólo es posible por la unificación mística con Dios, que nos muestra de un modo gracioso y supranatural lo que Dios es. Por tanto, es a partir de esta comprensión como podemos entender el signi­ficado de los “nombres divinos”. Esta influencia hazmí no es tampoco una hipótesis, sino que está probada, como he señalado en otra ocasión:
1.°. Por el testimonio de Ibn al-Arabí, que reconoce la filiación hazmí que se le atribuía.
2.°. Por seguir en derecho la escuela záhirí de Ibn Hazm.
3.°. Por reprobar el testimonio de autoridad de las escuelas y el criterio de analogía.
4.° Por haber comentado el Kitáb al-Muliallá y haber extrac­tado el Ibtál de Ibn Hazm.
5.°. Por seguir a Ibn Hazm en su teoría de los nombres divinos. “Has de saber —dice Ibn al-Arabí— que en el pro­blema de los nombres de Dios, el principio fundamental es este: los nom­bres de Dios serán aquellos con que Dios mismo se nombre, o en sus libros revelados, o por lengua de sus Profetas... Nosotros no hemos visto, entre los tradicionalistas eruditos que hemos estudiado, ninguno que los haya investigado tan escrupulosamente como el erudito Abú Muhammad Alí bn Sa'íd Ibn Hazm”. El camino más probable para establecer la fi­liación material de Ibn al-Arabí respecto de Ibn Hazm es a través de Surayh (discípulo directo de Ibn Hazm), Abú Muhammad al-Zuhrí y Abú Bala- bn Síd al-Nás.


-El amor platónico “a lo divino” de Ibn al-Arabí por Nizám.



Du­rante la estancia en la Meca de Ibn al-Arabí, un curioso episodio va a dar lugar a una dimensión de su pensamiento de trascendentales conse­cuencias. “Cuando, durante el año 588 [1201 de J. C.] —escribe Ibn al-Arabí— residía yo en la Meca, frecuenté el trato de unas cuantas personas, hombres y mujeres, todos ellos gentes excelentes, de los más cultos y virtuosos; pero, de entre ellos, no vi uno... que se asemejase al sabio doc­tor y maestro Záhir bn Rustam, natural de Isfahán y avecindado en la Meca y a una hermana suya...
"Cuando, durante el año 598 (1201 de J. C), residía yo en la Meca, frecuenté el trato de unas cuantas personas, hombres y mujeres, todos ellos gente excelente, de los más cultos y virtuosos: pero, de entre ellos, no vi uno..., que se asemejase al sabio doctor y maestro Záhtr Benróstam, natural de Ispahán y vecino de Meca, y a una hermana suya, la venerable anciana, sabia doctora del Hichaz, apellidada Gloria de las mujeres, Bintoróstam... Tenía este maestro una hija virgen, esbelta doncella, que encadenaba con lazos de amor a quien la contemplaba y cuya sola presencia era ornato de las reuniones y maravilla de los ojos.
Era su nombre Nidam o Nizam –según los traductores- (Armonía) y su sobrenombre Ojo del sol. Virtuosa, sabia, religiosa y modesta, personificaba en sí la venerable ancianidad de toda la Tierra Santa y la juventud ingenua de la gran ciudad fiel al Profeta.
La magia fascinadora de sus ojos tenía tal hechizo, y tal encanto la gracia de su conversación (elegante cual la de los nacidos en el Irak), que si era prolija, fluía; si concisa, insultaba obra de arte maravilloso, y si retórica, era clara y transparente... Si no hubiese espíritus pusilánimes, prontos al escándalo y predispuestos a mal pensar, yo me extendería a ponderar aquí las prendas con que Dios la dotó, así en su cuerpo como en su alma, la cual era un jardín de generosidad..." 





"Durante el tiempo que la traté, yo observé cuidadosamente las gentiles dotes que a su alma adornaban y las tomé como tipo de inspiración para las canciones que este libro contiene y que son poesías eróticas, hechas de bellas y galantes frases, de dulces conceptos, aunque con ellas no haya conseguido expresar ni siquiera una parte de las emociones que mi alma experimentaba y que el trato familiar de la joven en mi corazón excitaba, del generoso amor que por ella sentía, del recuerdo que su constante amistad dejó en mi memoria, de su bondadoso espíritu, del casto y pudoroso continente de aquella virginal y pura doncella, objeto de mis ansias y de mis anhelos espirituales, sin embargo, conseguí poner en rimas algunas de aquellas emociones de apasionado amor que mi corazón atesoraba, y expresar los deseos de mi pecho enamorado, con palabras que sugiriesen mí cariño, la honda preocupación que en aquel tiempo ya pasado me atormentó y la añoranza que por su gentil trato todavía siento. Por eso, todo nombre que en este opúsculo menciono, a ella se refiere, y toda morada cuya elegía canto, su casa significa.
Pero, además, en todos estos versos, continuamente aludo a las ilustraciones divinas, a las revelaciones espirituales, a las relaciones con las inteligencias de las esferas, según es corriente en nuestro estilo alegórico, porque las cosas de la vida futura son para nosotros preferibles a las de la presente, y porque, además, ella sabía muy bien el oculto sentido de mis versos... Preserve Dios, al lector de este cancionero, de la tentación de pensar lo que es impropio de almas que desdeñan [tales bajezas] porque sus designios son más altos, porque sólo anhelan las cosas celestiales y solo en la nobleza de Aquel que es el Señor único ponen su confianza.,."




Pese a sus buenos propósitos, no se cumplió esta intención e Ibn al-Arabí, para salir al paso de torcidas interpretaciones, compuso el DajaHr al acláq. “La causa que me movió —escribe— a redactar este comentario alegórico de mis canciones fue que mis discípulos, Badr el Abisinio e Ismá cíl bn Súdakín, me consultaron acerca de ellas, debido a que ambos había oído a algunos doctores moralistas, en la ciudad de Alepo, que se negaban a reconocer que en mis canciones se ocultasen misterios teo­lógicos y añadían que el maestro [o sea, Ibn al-Arabí] pretendía ocultar [su amor sensual] por la fama que tenía de santidad y devoción. Comencé, pues, a comentar... las canciones galantes que yo había escrito en la Meca durante mi estancia en la Ciudad Santa... Y si para expresar todo esto me serví del lenguaje propios de las poesías galantes y amorosas, fue por­que los corazones de los hombres, aficionados como son a tales galante­rías, habrían de sentirse así atraídos a escuchar mis canciones, escritas en la lengua misma de los poetas, graciosos, espirituales y delicados... Pero cualquiera de estos tópicos... deben ser interpretados como sím­bolos de misterios e iluminaciones excelsas y sublimes, que el Señor de los cielos envía a mi corazón y al corazón de todo aquel que tiene una preparación espiritual pura y elevada”.
La impresión que la bella Nizám causó en su espíritu fue tan grande, que a su imagen sublimada —como luego haría el Dante con Beatriz—, atribuye la inspiración de sus versos. “Cierta noche —escribe—, me en­contraba en el templo de la Kacba, dando las vueltas rituales en torno de la Casa Santa. Mi espíritu se sentía tranquilo. Una dulce emoción, de la que me daba perfecta cuenta, se había apoderado de mí. Salí del templo para aislarme de la gente y me puse a circular por la rambla. Entonces se me ocurrieron de pronto unos versos y comencé a recitarlos en alta voz... Pero, cuando terminé de recitarlos, sentí sobre mi espalda el contacto de una mano más suave que la seda. Me volví y me encontré con una doncella griega. Jamás había visto yo mujer de rostro más her­moso, de hablar más dulce, de corazón más cariñoso, de ideas más espi­rituales, de expresiones simbólicas más sutiles, de conversación más ele­gante y graciosa. Superaba a todas las mujeres de su tiempo en fineza de ingenio, en cultura, literatura, en hermosura y en saber”.



—VIDA VIAJERA Y MUERTE DE IBN °ARABI

Años de viaje.





El ansia de saber y el deseo de experimentar toda clase de doctrinas y estados espirituales van a conducir a Ibn al-Arabí a una prolongada vida peregrina a lo largo y ancho de la España musul­mana primero, del Norte de Africa después y del Oriente más tarde. Ya en el año 1190 lo encontramos en Morón, donde —como antes se in­dicó— escribió el libro Tadbírát al- Iláhiyya (La política divina) para refutar a al-Fárábí. Después de recorrer otras regiones del mediodía de la Península, de Almería al Algarbe, en 1193 reside una larga tempo­rada en Bugiá, donde estudió con el famoso Abú Madyam, al que siempre consideró como su más grande maestro, tanto por sus conocimientos técnicos como por los extraordinarios carismas y su legendaria santidad. De Bugiá pasó a Túnez, donde estudió con un hijo de Abú-l-Qásim Ibn Qásí. Según sus biógrafos, fue en Túnez donde tuvo Ibn al-Arabí su segunda aparición mística, o encuentro con Al-Jadir 





Estando en un barco anclado en el puerto de aquella ciudad, sintió un fuerte dolor en el vientre, lo que le obligó a subir a cubierta. Al acercarse a la borda observó a la luz de la luna que un ser humano se acercaba a la nave, caminando sobre las aguas. Ya muy cerca de nuestro autor, se apoyó en un solo pie, mientras levantaba el otro, para enseñar a Ibn al-Arabí que la suela estaca seca; cambiándose al otro pie, le enseñó el primero, que tampoco presentaba huella alguna de agua. Después de conversar un rato con Ibn al-Arabí —que no sabía salir de su asombro—, volvió a mar­charse del mismo modo como había llegado, desapareciendo como hacia dos millas del puente, distancia que recorrió en unos instantes.
A su regreso a al-Andalus residió una temporada en Sevilla, donde tiene lugar otra de sus más admirables experiencias. En una ocasión, es­tando recogido a la hora de la oración de la tarde en la mezquita mayor de Túnez, compuso una poesía, que luego ni fijó por escrito, ni recitó a nadie. Pero ya en Sevilla, se le acercó una joven, que no había conocido hasta entonces, y le recitó de un modo absolutamente literal aquella poe­sía. Asombrado del hecho, preguntó Ibn al-Arabí al joven si sabía quién era el autor de la poesía y le respondió que Muhammad Ibn Al-Arabí, al que no conocía personalmente. Y que el conocimiento de aquellos versos lo debía a que en la misma tarde y hora en que los componía su autor en Túnez, un desconocido se había puesto a recitar dicho poema ante un grupo de jóvenes entre los cuales se encontraba. Tanto les gustó la poesía, que le rogaron la repitiese, copiándola y aprendiéndola después de memoria. Aquel mismo desconocido fue quien les informó a pregun­tas de ellos, que el autor de la composición había sido Ibn al-Arabí, que en aquel instante la estaba componiendo en Túnez, sin que se supiese más de aquel desconocido, porque había desaparecido inmediatamente, como de repente y sin dejar huella.




Hacia 1194 (591) marchó a Fez, alternando su residencia entre esta ciudad y Sevilla hasta 1196 (593). En la ciudad magrebí frecuentó los grupos súfíes, llegando a constituir un grupo (táriqa) propio, que exten­dió su fama y los extraordinarios hechos que de él se contaban, alcan­zando el más alto grado en la escala espiritual de perfección. Pero la reacción política del final del reinado de Abú Ya°qúb Yúsuf al-Mánsur —que había sido la causa del destierro de Averroes al final de la vida de éste— y la poca simpatía del régimen almohade por los movimientos religiosos populares, debió alcanzar de algún modo a Ibn al-Arabí, que más precavido que Averroes y desde luego con menos años que éste, decidió poner tierra y mar por medio, trasladándose a Oriente. Es cierto que Ibn al-Arabí y sus biógrafos vienen a decir, poco más o menos, que en Occidente ya nada había que pudiera aprender Ibn al-Arabí y que por esto marchó al Oriente. Pero las fechas son muy sospechosas. Además, hacia mediados del año 595 de la Hegira (1198 de J. C.), precisamente cuando terminó el destierro de Averroes y éste regresó a Marrákus, volvió de nuevo Ibn al-Arabí al Norte de Africa, donde presenció el funeral y traslado de los restos del gran filósofo cordobés, cuya descripción escribiera más tarde.. Po­co después regresa a la Península; vuelve por última vez a su Murcia na­tal; pasa unos días en Granada, y acaba por asentarse en Almería, donde frecuentó el trato con el famoso maestro Abú cAbd Alláh al-Gazzál, discí­pulo de Ibn al-Aríf, al que anteriormente nos referimos al tratar de su influencia sobre el pensamiento del gran místico murciano. Parece, pues, como si Ibn al-Arabí quisiera despedirse de todas las ciudades de al-Andalus relacionadas con su vida, antes de iniciar su decisivo viaje, que tuvo lugar el año 1200 (597).
A continuación podríamos hacer un alto en el camino, para ver la extraordinaria película "El principe que contemplaba su alma"




Su camino hacia Oriente lo inicia en Marrákus, donde tiene una ma­ravillosa visión, en la que vio el Trono de Dios que aparecía sostenido por radiantes columnas de fuego, y cuya sombra velaba la excelsa Luz de Dios, para hacer posible la visión extática de los que álcanzan tan sublime vi­sión, que experimentan así un placer espiritual inefable. Alrededor del Trono de Dios volaban exóticas aves, una de las cuales, de sin par be­lleza, hizo saber a Ibn al-Arabí que Dios le ordenaba la partida para Orien­te, no sin antes visitar la ciudad de Fez, donde encontraría a un com­pañero llamado Muhammad al-Hasr, que debía acompañarle en su pere­grinación. Pero hay que tener en cuenta, para medir bien el sentido de esta peregrinación espiritual de Ibn al-Arabí, que no se trata sólo de ale­jarse del imperio almohade y de realizar el hachch o peregrinación canó­nica, sino de una salida hacia el “Oriente” espiritual. Indudablemente, tanto en el pensamiento súfí, como en el iluminismo de Suhrawardí y en la “metafísica de la luz” aviceniana, el “Oriente” hay que interpre­tarlo en un doble sentido, el geográfico y el espiritual. La “sabiduría oriental” (Hikmat al-Masriqitjya) es tanto “saber de los orientales”, como un tipo especial de conocimiento. Y esto, sobre todo, es lo que buscaba Ibn al-Arabí.



-Los años de la Meca y Damasco y su muerte.



El largo viaje a la Meca le va a proporcionar nueva ocasión de ampliar su saber y difun­dir su fama. A finales del 1200 pasa por Bugia; en 1201 (598) se detienen en Túnez, donde le sucede otro hecho extraordinario. Habiendo entrado Ibn al-Arabí en la mezquita y estando haciendo la oración ritual, lanzó inconscientemente un agudo grito, que produjo el desvanecimiento de todos cuantos le escucharon dentro y fuera de la mezquita, pero sin que ninguno sufriese daño alguno, teniendo Ibn al-Arabí otra de sus vi­siones. Poco después, continuó su viaje, perdiendo a su compañero Mu­hammad al-Hars, y deteniéndose en Alejandría y el Cairo; para después llegar a la Meca, adonde ya le había precedido su fama. Fue en la Meca donde conoció Ibn al-Arabí a la famosa Nizám o Nidam, a las re­laciones y sus consecuencias nos referimos antes. También en la Meca, cuando daba las vueltas rituales a la Kaaba, tuvo Ibn al-Arabí nuevas y ex­traordinarias visiones que le facilitaron la conquista del centro espiritual del mundo, del que la Kaaba es un símbolo material. Después de haber permanecido en la Meca más de dos años, partió Ibn al-Arabí hacia Bagdad el año 1204 (601), de donde se trasladó a Mosul, recibiendo aquí la confirmación de su alto grado de “discípulo de al-Jadir”. 




Dos años después, marchó Ibn al-Arabí a El Cairo, donde residió una larga temporada en estrecho contacto con las comunidades súfíes, pro­duciéndose nuevos fenómenos extraordinarios que acabaron por acarrear­le la denuncia y persecución de los alfaquíes, que la condujeron a la cár­cel. Cuando consiguió la libertad, gracias a la influencia política de uno de sus compañeros, volvió a la Meca el 1207, donde vuelve a residir otra temporada. Más tarde se trasladó a Qunia, donde le protegió el sultán selchuqí; pasando de Anatolia a Armenia; regresando el año 1211 a Bag­dad, donde conoce y frecuenta el círculo del famoso pensador oriental Suhrawardí; regresando el año 1214 a la Meca y viajando casi conti­nuamente por Arabia, Siria y Palestina, entre dicho año y el 1221. Dos años después, y atendiendo las llamadas del Sultán selchuquí de Damasco al-Malik al-Mucadam, sobrino de Salah al-Dín, el famoso Saladino, se trasladó a la capital de Siria, donde ya residiría hasta el fin de sus días, que tuvo lugar el 28 de Rabbí II del año 638 de la Hégira (16 de no­viembre de 1240 de J. C.).
La agravación de estas dolencias al entrar en la senectud debió, pues, impulsarle a buscar climas más templados, bajándose al corazón de la Siria, que él pondera  como la mejor tierra del mundo para vivir. Por otra parte, el sultán de Damasco quería también tener cerca de sí a aquel hombre extraordinario cuya fama era ya universal en todo el oriente y que sólo era emulada por otro sufí contemporáneo, Ornar Benalíárid, el célebre poeta místico de Egipto. Lo cierto es que desde el año 620 (1223 de J. C), es decir, a los sesenta años de edad, Abenarabi fijó su residencia en Damasco, que ya no debió abandonar hasta su muerte.
Ocupaba en aquella fecha el trono de Damasco Almáilk Almoádam, hijo de Almálic Aládil, y que murió el año 625 (1227 de J. C). Sus relaciones con Abenarabi fueron igualmente las del discípulo con su maestro, pues consta que obtuvo de él autorización oficial o licencia escrita (ichaaa) para enseñar todas sus obras, que ya entonces pasaban de 400. No había, sin embargo, terminado aún la redacción de todas ellas, pues, a lo menos, tres de las principales llevan fecha posterior: el Vosús, el Fotuhat y el Dizván.




Cierta exacerbación de su iluminismo échase de ver en este último período de su vida, reflejándose en dichas tres obras. Algún tiempo consagrado a la vida eremítica en un desierto fuera de Damasco, debió contribuir a ello. Las visiones y apariciones se multiplican, con caracteres de una anormalidad extraordinaria. Una noche del mes de rebla 2.0, de 627 (1229), sufre una alucinación visual agudísima: sobre un fondo de luz roja aparece a sus ojos una figura geométrica de luz blanca rodeando al nombre houa (Él), que expresa para los sufíes la esencia individual de Dios. A su vista real y sensible, Abenarabi cae en un deliquio extático:
En la noche en que yo redacté este capítulo (que fué la noche cuarta del mes de rabia postrero, del año 627, la cual coincidió con el miércoles 20 de febrero) vi en el éxtasis la esencialidad individual de Dios por modo intuitivo, su apariencia exterior y su intrínseca realidad, como jamás la había visto en ninguna de mis anteriores intuiciones; y por causa de esta intuición me sobrevino tan extraordinaria ciencia, deleite y gozo, que sólo quien personalmente la experimentase podría apreciarla.
Y lo mejor de esta visión es la imposibilidad, que yo encuentro en mí, de desmentirla, disminuirla o aumentarla. Su figura la he puesto por ejemplo al margen, tal como fué.
El que la copie, que no la altere.
La figura era de luz blanca sobre fondo rojo, también luminoso... y se movía dulcemente en sí misma (yo lo vi y me di perfecta cuenta) sin trasladarse de lugar ni experimentar alteración en su estado y cualidad.






La protección de Malik al-Mucadam, y de su sucesor al-Halik al-Asraf, le facilitaron una vida más reposada, que además le era muy necesaria, ya que, al parecer, su salud se había que­brantado por la edad, por los extraordinarios fenómenos extáticos que había tenido y por un retiro que realizó en el desierto sirio. Además, la ayuda de sus últimos mecenas, alguno de los cuales llegó a hospedarlo en su propia casa, le permitió el reposo necesario para continuar alguna de sus grandes obras, mientras que seguía ejerciendo su magisterio súfí. A su muerte fue enterrado en el arrabal de Sálihiyya. Su tumba en la que después fueron enterrados dos de sus hijos, aún se conserva y recibe veneración. Sobre ella el sultán turco Selim II mandó edificar una: Madraza, en la que se guarda su sepulcro, edificando también una mez­quita en su honor. (Realizado con materiales tomados de Miguel Cruz, Asín Palacios, Fernando Mora y otros)

Enseñanzas


Permitidme recomendaros la interesantísima obra de Fernando Mora "Ibn al-Arabí. Vida y enseñanzas del gran místico andalusí"



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Antes de adentrarnos en algunas de las enseñanzas fundamentales de Ibn al-Arabí parece conveniente abordar una vez más, el controvertido tema de las posibles influencias en su pensamiento. ¿De qué fuentes bebió el Sayj al-Akbar? Es obvio que nadie se desarrolla al margen del medio cultural en el que nace y crece pero, en el caso que nos ocupa, a cualquier posible influjo doctrinal siempre habrá que sumar las extraordinarias vivencias espirituales del personaje, las cuales constituyen, cotejadas con el Corán y las tradiciones proféticas, el principal manantial del que se nutre su obra.
Ibn al-Arabí contaba con una formación literaria y religiosa bastante sólida, si bien conoció relativamente tarde los tratados sufíes. De hecho, es el maestro Yusuf al-Kumí quien le introduce en ese tipo de literatura, cuando nuestro autor cuenta más de veinte años y ya ha transcurrido un lustro desde su precoz iluminación.
Se han señalado las posibles influencias en su obra tanto de Ibn Masarra como de la escuela de Almería, a través de los trabajos de Ibn al-Arif y de los discípulos de este, Abü 'Abd Allah al-GhazalI y el sevillano Ibn Barrayan, quienes son citados con frecuencia en sus escritos y también fueron perseguidos, al igual que Ibn Masarra, por el poder oficial.
Los comentarios de índole filosófica no faltan en numerosos pasajes de sus escritos como, por ejemplo, cuando menciona las categorías de necesidad y posibilidad, el tema de la substancia universal o materia prima de que están compuestas las cosas, el problema de la eternidad del cosmos e incluso la cuestión de los universales (de los que afirma que carecen de existencia independiente, aunque pueden ser concebidos por la mente). Por otro lado, en lo que atañe a su formación en teología (kaliim), si bien sustenta en determinados aspectos idénticas posiciones que las escuelas teológicas tradicionales (mu'tazilíes y as'aríes) -lo que denota que estaba familiarizado con sus tesis-, la diferencia estriba en que la comprensión de las ideas propuestas no se deriva, en el caso que nos ocupa, tan sólo del estudio o la reflexión, sino de la experiencia contemplativa directa.





Para Ibn al-Arabí, la filosofía (falsaJa) , y su concomitante reflexión especulativa, no son una ciencia del todo vana, si bien sus medios y fines son limitados. Por sí sola, la razón es inca-paz de abarcar la realidad en toda su amplitud y profundidad, algo que sólo resulta posible gracias al develamiento interior, una vez que el instrumento epistemológico más profundo del ser humano -es decir, el centro del ser y el ápice de la conciencia- se zafa de los nudos conceptuales que lo constriñen.
Se ha especulado mucho sobre lo que debe al platonismo - 0, mejor dicho, al neoplatonismo- la visión del mundo de Ibn al-Arabí. No en vano ha sido llamado «hijo de Platón» y no son pocos los estudiosos que dan por sentada su supuesta adscripción neoplatónica. Según este criterio, dicha corriente filosófica le proporcionó el vehículo idóneo para articular sus propias ideas y vivencias personales. Sin embargo, no deja de ser una aseveración bastante sorprendente, habida cuenta de las dimensiones de una obra de contenido tan profundo como extenso.
Debemos tener en cuenta que existieron dos centros históricos -uno occidental y otro oriental- que actuaron como focos de difusión de las doctrinas neoplatónicas. El primero de ellos fue Alejandría y, según la historia de la filosofía occidental, su máximo exponente Plotino. Una de las características del neo-platonismo occidental fue la búsqueda de concordancias no sólo entre Platón y Aristóteles, sino también entre filosofía y religión y, más concretamente, entre la filosofía platónica y distintas religiones como la egipcia, la mistérica, la caldea, la hebrea y, posteriormente, la cristiana. Sin embargo, es obligado precisar que la obra de Plotino -para los historiadores occidentales el principal artífice del neoplatonismo- fue prácticamente desconocida en el entorno islámico.




Sin menospreciar otros centros culturales situados en Siria, Irak y Persia, el principal foco de difusión del neoplatonismo oriental fue la ciudad de Harrán -ubicada hoy en día en Turquía, en la frontera con Siria-, donde arribó en el año -331 de la mano de los ejércitos de Alejandro Magno. Dicho enclave, también conocido como Heliópolis durante el período bizantino a causa del paganismo profesado por sus habitantes, se convirtió, desde principios de la era cristiana, en una capital cosmopolita del saber, haciendo posible la pervivencia de la antigua cultura helénica, en estado más o menos puro, varios siglos después de que, tras la adopción del cristianismo como religión oficial del imperio romano, fuese proscrita en el entorno occidental. En Harrán confluyeron la astronomía babilónica, la sabiduría persa y la filosofía griega, siendo un enclave funda-mental para el desarrollo del hermetismo. A partir de ese crisol cultural, el neoplatonismo oriental se difundió por el medio intelectual islámico convirtiéndose en uno de los principales vehículos a través del cual los eruditos musulmanes interpretaron la filosofía griega, en especial a Platón y Aristóteles.
Pero se trata, importante es precisarlo, de un neoplatonismo con neto sabor persa, cuyos principales rasgos son el sincretismo greco-oriental y la identificación de inteligencias angélicas y esferas planetarias. Así pues, una de las principales diferencias entre el neoplatonismo oriental y el occidental es el modo en que ambos abordan el concepto de "emanación". Mientras el movimiento oriental desemboca en la teoría de las diez inteligencias mediadoras entre la divina unidad y la materia más densa -e identificadas con distintas esferas celestiales-, el neoplatonismo occidental acaba reduciendo esas emanaciones a tres: el Uno, el Intelecto y el Alma del Mundo. Es principalmente, dicho sea de paso, a partir de la evolución de la actividad filosófica en al-Ándalus -y, en especial, gracias a los comentarios de Avempace y Averroes-, cuando la filosofía comienza a distinguirse de la religión, y Aristóteles de Platón.
Podríamos ver a continuación, una brillante exposición sobre la Realidad, de Pablo Beneito, uno de los mayores expertos en Ibn al-Arabí:





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Titus Burckhardt delimita claramente, a nuestro entender, el alcance de la cuestión: «Frecuentemente se ha echado en cara a los filósofos árabes -y por tales entendemos a todos aquellos que redactaron sus obras en lengua árabe- el haber mezclado tan inextricablemente la herencia aristotélica que transmitieron al occidente cristiano con elementos platónicos como si se hubieran hecho culpables de una inducción a error. En realidad, la "mezcla" que se les reprocha representa una magnífica obra de reconciliación, una síntesis en el sentido original de la palabra, sin la cual sería casi imposible imaginarse el florecimiento espiritual de la Edad Media cristiana. La fecunda combinación de rigor intelectual y espíritu contemplativo, que en los siglos XII y XIII dio grandeza a las escuelas de París, Chartres, Oxford y Estrasburgo -por sólo citar algunas-, se debe, en buena parte, justo a esta "mezcla", es decir, a las obras del árabe al-Kin tido original de la palabra, sin la cual sería casi imposible imaginarse el florecimiento espiritual de la Edad Media cristiana. La fecunda combinación de rigor intelectual y espíritu contemplativo, que en los siglos XII y XIII dio grandeza a las es-cuelas de París, Chartres, Oxford y Estrasburgo -por sólo citar algunas-, se debe, en buena parte, justo a esta "mezcla", es decir, a las obras del árabe al-Kindi, de los persas al-Farabi (Al-farabius) e Ibn Sina (Avicena) y de sus sucesores españoles como Ibn Gabirol (Avicebrón) e lbn Bayya (Avempace) que todos combinaron el pensamiento rigurosamente metódico del Estagirita, que procede de demostración en demostración, con la visión directa de la esencia de las cosas, propia de Platón».
Sin entrar en la mayor o menor adecuación de esas tesis, sólo se nos ocurre que, al igual que todas las grandes obras del saber humano, la vasta producción literaria y el pensamiento multifacético del Sayj al-Akbar son comparables a un inmenso espejo donde cada cual puede ver reflejadas sus propias tendencias intelectuales y espirituales.
Si bien su pensamiento nunca es convencional, Ibn al-Arabí no fue un heterodoxo, y mucho menos un hereje. La práctica totalidad de las declaraciones efectuadas por el Sayj al-Akbar encajan perfectamente en el edificio religioso del Islam y, más en concreto, de su libro revelado. Sin incurrir en exageración alguna, cabe afirmar que el conjunto de sus escritos constituye un extenso y profundo comentario, una nota a pie de página -como dirían algunos- al Corán y las tradiciones proféticas, los cuales cita profusamente. Como él mismo nos advierte: «Todo lo que recogemos en nuestros escritos y expresamos en nuestras reuniones procede del Corán y sus tesoros».





En lo que respecta a la sección de las enseñanzas, hay que señalar que el sinuoso discurso de Ibn al-Arabí no se deja sistematizar con facilidad y, mucho menos, resumir. No se puede encorsetar en el molde de las ideas preestablecidas y es demasiado exuberante para acotarlo en las categorías filosóficas y teológicas habituales. Muchos de sus textos suelen ser densos, mientras que el estudio exhaustivo de su obra, y de lo que en ella se trata, es labor que insumiría una vida entera. No obstante, ciertos mensajes recurrentes van cobrando fuerza en la medida en que profundizamos en sus escritos, proporcionando también algunos de los cauces por los que transcurre la presente introducción a su pensamiento.
Tal vez el más importante de ellos sea el elevado valor asignado al conocimiento, entendido éste en su triple acepción de conocimiento del cosmos, de uno mismo y de Dios, pues los tres constituyen los indispensables pasos lógicos que conducen a un solo desenlace epistemológico. La tradición sufí siempre ha considerado que el conocimiento del propio yo es el requisito indispensable para arribar, en la medida en que éste resulte posible, al siempre paradójico conocimiento de Dios. Asimismo, es el conocimiento el que permite discernir la unidad del ser bajo la aparente multiplicidad de los existentes y también el que nos lleva a percibir a un mismo adorado bajo nuestros múltiples ídolos mentales, emocionales y materiales. Precisar tan sólo que el conocimiento al que se hace referencia aquí constituye una aprehensión directa de la realidad, una percepción inmediata o de «sabor» —como él la denomina—, basada en la apertura espiritual.
Sin desdeñar el papel esencial que desempeña el conocimiento en la cosmovisión akbarí, no podemos olvidar que el amor aporta el contrapeso inevitable en cualquier empresa espiritual. El amor, en Ibn al-Arabí es tan arrebatado y entregado, como lúcido y sabio, dado que el auténtico amante también es, en su opinión, un profundo conocedor que sabe perfectamente quién es el sujeto y el objeto último de su pasión, es decir, Dios o la realidad última. La ignorancia a este respecto no sólo aboca a todo tipo de idolatrías, más o menos burdas, sino que también escinde al amor total —el amor que es, al unísono, cuerpo y espíritu— en inagotables y fragmentados objetos de deseo. 






Señala, además, que la mujer es el más adecuado soporte para la contemplación de la belleza divina y, con ello, se enmarca abiertamente en la tradición de los llamados Fieles de Amor, quienes sostienen que el culto a Dios, personificado en el principio femenino, conforma un sendero de sabiduría autónomo y completo en sí mismo. Pasando del amor humano al divino, el Šayj al-Akbar subraya una y otra vez, a lo largo de su obra, la preeminencia de la misericordia y la compasión divinas sobre cualquier otra consideración, tanto en el movimiento original que hace emerger a la creación desde el no ser, como en su desenlace último, pues todo ha de retornar de manera inexorable al amor de donde ha surgido. En consecuencia, ningún sufrimiento, ningún padecimiento —incluido el hipotético castigo eterno postulado por las teologías dogmáticas— perdura para siempre.
Otra cuestión decisiva es la denominada incomparabilidad y semejanza divinas —o trascendencia e inmanencia—, vinculadas respectivamente a las facultades de razón e imaginación. Si la primera sostiene que Dios es inconcebible y está más allá de cualquier atributo que podamos tratar de asignarle, la imaginación es capaz de concebirlo de todos los modos posibles. Razón e imaginación deben cooperar estrechamente en materia de religión. En ese sentido, insiste en denunciar los extremismos en que pueden incurrir las citadas posturas teológicas y explica que es el mensaje del profeta Muhammad, maestro por excelencia de la síntesis, el que combina perfectamente ambas perspectivas. No son pocas las ocasiones en las que señala que el Alcorán alude a dicha síntesis en la declaración, aparentemente contradictoria, de que: «Nada hay como Él. Él es el Vidente, el Oyente» (42:11), puesto que la primera parte de la frase expresa la completa incomparabilidad de Dios, mientras que la segunda lo asimila a cualidades sensibles como visión y audición. Es una variación sobre el destacado tema de la «coincidencia de opuestos» que el Šayj al-Akbar y otros maestros sufíes refieren como una de las posibles definiciones de la divinidad.





Otro punto capital en la cosmovisión akbarí es el de la imaginación tanto en su sentido ontológico, porque más o menos imaginaria o metafórica es la naturaleza de todo lo que no es Dios, como epistemológico, ya que la facultad imaginativa constituye un adecuado instrumento de comprensión que, combinado con el ejercicio de la razón, puede equilibrar nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. Pero la imaginación también es un dominio autónomo, dotado de vida propia, en el que —según la definición de Ibn Al-Arabí — se materializan los espíritus y se espiritualizan los cuerpos, un ámbito de encuentro entre realidades complementarias donde asciende el místico en su adoración y donde desciende el Dios inaccesible para convertirse en objeto «visible» de amor y conocimiento. En cualquier caso, no podemos soslayar que, por más importante que sea el mundo imaginal, el Šayj al-Akbar también nos informa de la existencia de otros dominios ontológicos —como el plano puramente inteligible de los significados desnudos— y de profundos estados místicos, ubicados más allá de formas e imágenes, en los que no sólo se diluye cualquier visión, sino que también se extingue, provisionalmente, la conciencia del yo.
Con independencia de otras consideraciones teóricas, lo que nos describe Ibn al-Arabí en sus escritos no son sino los pormenores del prodigioso viaje espiritual que conduce, pasando por los diferentes reinos de la naturaleza —humano, animal, vegetal y mineral— y ascendiendo a través de las esferas celestiales, hasta arribar al corazón de la existencia y el horizonte supremo, que es una de las denominaciones que recibe Dios en el Corán (53:7). El viaje —exterior e interior— es un motivo recurrente, tanto en la obra de Ibn al-Arabí como en su propia vida. Por otra parte, el modelo de esta clase de periplo metafísico nos lo proporciona, en el ámbito del sufismo, el llamado Viaje Nocturno y la Ascensión, un tipo de experiencia mística, cuyo principal exponente es el recorrido iniciático del profeta Muhammad, donde el sujeto se ve transportado hasta la presencia inmediata de Dios.




El Šayj al-Akbar concede especial importancia a los pormenores prácticos concernientes a la vida religiosa: oración, recuerdo de los nombres divinos, ayuno, peregrinación, examen de conciencia, retiro, etcétera. En ese contexto, distingue entre adoración esencial y adoración ritual. La primera de ellas se refiere a la adoración natural que, en su exclusivo y desconocido lenguaje, rinden a Dios todos los seres sin saberlo, mientras que la segunda consiste en los mandamientos transmitidos por los diferentes enviados religiosos. Resulta imperativo cobrar conciencia de dicha adoración esencial e ineludible, ya que aporta la base de la adoración prescrita y voluntaria. Sólo el ser humano está en condiciones de conjugar ambos tipos de adoración.
El conjunto de la doctrina de Ibn al-Arabí converge, a la postre, en su concepción del ser humano perfecto, quien es, en su opinión, el espejo y el ojo de Dios en el cosmos. De ese modo, el individuo que ha realizado plenamente su potencial espiritual se transforma en eje que comunica cielo y tierra, en confluencia de tiempo y eternidad y en compasivo ojo a través del cual el Todo-Misericordioso derrama sus bendiciones sobre los mundos. En tanto que microcosmos y síntesis de la creación, el ser humano congrega realidades contrapuestas. Por eso, buena parte del trabajo espiritual estriba en la armonización de los aspectos en apariencia contradictorios del ser. En consonancia con su naturaleza universal y sintética, el ser humano perfecto también respeta las distintas religiones y creencias como expresiones de una sola verdad.
Y, como epítome de dicha perfección, no podemos sino evocar a los santos o
 «amigos de Dios» y, entre ellos, a las «gentes de la reprobación» (malāmiyya) y los «solitarios» (afrād), los cuales engrosan las filas de la santidad suprema. A pesar de sus más que encomiables virtudes, quienes componen ese selecto grupo disimulan sus profundas experiencias espirituales y, por tanto, suelen ser considerados personas ordinarias que no se arrogan ninguna sabiduría ni poder especial. Como reza un antiguo adagio sufí: «Cuando están, nadie advierte su presencia y, si se marchan, ninguno se percata de su ausencia».






Una importante cuestión que no podemos dejar de abordar en esta breve introducción es la utilización del vocablo «Dios» o «Allāh». A pesar de que hay quienes sostienen que el primer término está espiritualmente manipulado y que despierta asociaciones culturales erróneas para las personas que tratan de introducirse en el Islam, pienso que el término «Allāh» no se halla expuesto a menores peligros de la misma índole. En mi modesta opinión, ambas nociones son plenamente intercambiables e igualmente inabarcables e inagotables. Me parece una aberración distinguir entre Dios y Allāh —como si este último fuese la divinidad adorada exclusivamente por los musulmanes—, olvidando que los cristianos árabo-parlantes también dicen o escriben «Allāh» para designar a lo que denominamos «Dios» en castellano. Es como si se plantease que el inglés «God» o el francés «Dieu» se refieren a la divinidad que adoran ingleses y franceses respectivamente.
Si quereis profundizar en éste  tema podéis ver la siguiente entrada:

http://terradesomnis.blogspot.com.es/2009/01/per-comprendre-l-islam.html


Para algunos, la palabra «Dios» —no digamos ya Allāh— parece comportar una suerte de agresión intelectual que despierta una reacción defensiva automática. Sin embargo, si las críticas hacia la idea de Dios son superficiales, los argumentos que suelen esgrimirse en su defensa no lo son menos. En cualquier caso, eso que llamamos «Dios» siempre está, por naturaleza, más allá del alcance de nuestras posibilidades intelectuales. Así, muchos pueden opinar que Dios existe o no existe o que es esto o aquello, pero pocos parecen comprender que trasciende existencia y no-existencia, que son nociones enteramente humanas y, por consiguiente, condicionadas. Y, si Dios no está limitado, como nos dice el Šayj al-Akbar, siquiera por la ausencia de límites, entonces, no existe como un objeto material, emocional o mental —es decir, como un trozo de madera, un libro, una sofisticada construcción teológica o un blanco ideal donde proyectar nuestros deseos y temores más profundos—, sino que Él puede mostrarse como quiera y asumir cualquier forma o ninguna de ellas. Por eso, apegarse a un solo tipo de revelación o manifestación divina aboca a una peligrosa e insana idolatría. Cada existente, cada flor, cada mariposa, cada nuevo aliento, puede ser ciertamente un signo divino, pero Él no está atado a ningún lugar ni cosa, sino que también reside en el no-dónde, en la no-cosa, en el no-estar.





El Dios al que aludimos en estas páginas es el Dios de los místicos, el Dios de la belleza y el amor, pero también el Dios de los filósofos —motor inmóvil, pensamiento del pensamiento, acto puro, coincidentia oppositorum—, el Uno-Ser-Todo de los antiguos sabios helénicos, sin olvidar tampoco al Dios del «carbonero» y al Dios ignorado de aquellos que creen carecer de él. Como veremos, el Dios buscado por todos ellos es una misma realidad capaz de asumir muy diversas expresiones que siempre estarán en consonancia con nuestra capacidad de comprensión. Para algunos, por ejemplo, Dios es puro amor, sabiduría y belleza, mientras que, para otros, es una figura terrible e intransigente que juzga a vivos y a muertos desde una nube inaccesible, e incluso hay muchas personas para las que su Dios —o su «señor», como matizaría Ibn ‘Arabī— es el poder, el dinero, el sexo o el consumo. No obstante, todos son reflejos, más o menos opacos, de una verdad inabarcable que, si bien se nos muestra sin cesar, nunca es percibida tal como es porque, como el agua, siempre adopta la forma del recipiente que la acoge.

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