diumenge, 21 de desembre del 2014

LOS AÑOS PERDIDOS DE JESUS 3/5


5. Su decimotercer año (año 7 d. de J.C.)

En este año, el muchacho de Nazaret pasó de la infancia a la adolescencia; su voz empezó a cambiar, y otros rasgos de la mente y del cuerpo revelaron la llegada de la virilidad.
Su hermanito Amós nació la noche del domingo 9 de enero del año 7 d. de J.C. Judá no tenía todavía dos años, y su hermanita Rut aún no había nacido. Se puede ver pues que Jesús tenía una numerosa familia de niños pequeños que se quedó a su cuidado cuando su padre encontró la muerte al año siguiente en un accidente.
Hacia mediados de febrero, Jesús adquirió humanamente la seguridad de que estaba destinado a efectuar una misión en la Tierra para iluminar al hombre y revelar a Dios. En la mente de este joven se estaban formando importantes decisiones, junto con planes de gran envergadura, mientras que su apariencia exterior era la de un muchacho judío corriente de Nazaret.



El primer día de la semana, el 20 de marzo del año 7, Jesús se graduó en los cursos de enseñanza de la escuela local asociada con la sinagoga de Nazaret. Era un gran día en la vida de cualquier familia judía ambiciosa, el día en que el hijo primogénito era nombrado «hijo del mandamiento» y el primogénito rescatado del Señor Dios de Israel, un «hijo del Altísimo» y servidor del Señor de toda la Tierra.
El viernes de la semana anterior, José había regresado de Séforis, donde estaba encargado de construir un nuevo edificio público, para estar presente en esta feliz ocasión. El profesor de Jesús creía firmemente que su alumno despierto y aplicado estaba destinado a alguna carrera eminente, a alguna misión importante. Los ancianos, a pesar de todos sus disgustos con las tendencias no conformistas de Jesús, estaban muy orgullosos del muchacho y ya habían empezado a hacer planes para que pudiera ir a Jerusalén a continuar su educación en las famosas academias hebreas.
A medida que Jesús oía de vez en cuando discutir estos planes, estaba cada vez más seguro de que nunca iría a Jerusalén para estudiar con los rabinos. Sin embargo, poco podía imaginar la tragedia tan próxima que aseguraría el abandono de todos estos proyectos, obligándole a asumir la responsabilidad de mantener y dirigir una familia numerosa que pronto iba a estar compuesta por cinco hermanos y tres hermanas, además de su madre y él mismo. Al tener que criar esta familia, Jesús pasó por una experiencia más extensa y prolongada que la que tuvo José, su padre; y se mantuvo a la altura del modelo que más tarde estableció para sí mismo: ser un educador y hermano mayor sabio, paciente, comprensivo y eficaz para esta familia — su familia — , tan repentinamente afligida por el dolor y tan inesperadamente acongojada.

6. El viaje a Jerusalén

Como Jesús había llegado ahora al umbral de la vida adulta y se había graduado oficialmente en las escuelas de la sinagoga, reunía las condiciones necesarias para ir a Jerusalén con sus padres y participar con ellos en la celebración de su primera Pascua. La fiesta de la Pascua de este año caía el sábado 9 de abril del año 7. Un grupo numeroso (103 personas) se preparó para salir de Nazaret hacia Jerusalén el lunes 4 de abril por la mañana temprano. Viajaron hacia el sur en dirección a Samaria, pero al llegar a Jezreel se desviaron hacia el este, rodeando el Monte Gilboa por el valle del Jordán para evitar tener que cruzar Samaria. A José y a su familia les hubiera gustado atravesar Samaria por la ruta del pozo de Jacob y de Betel, pero como los judíos no querían mezclarse con los samaritanos, decidieron continuar con sus vecinos por el valle del Jordán.
El temible Arquelao había sido depuesto, y existía poco peligro en llevar a Jesús a Jerusalén. Habían pasado doce años desde que el primer Herodes había tratado de destruir al niño de Belén, y nadie pensaría ahora en asociar aquel asunto con este muchacho desconocido de Nazaret.





Antes de llegar al cruce de Jezreel, prosiguiendo su viaje, muy pronto dejaron a la izquierda el antiguo pueblo de Sunem, y Jesús escuchó de nuevo la historia de la doncella más hermosa de todo Israel que vivió allí en otro tiempo, y también las obras maravillosas que Eliseo había realizado en aquel lugar. Al pasar por Jezreel, los padres de Jesús contaron las acciones de Acab y Jezabel y las hazañas de Jehú. Al pasar cerca del Monte Gilboa, hablaron mucho de Saúl que se suicidó en las vertientes de esta montaña, del rey David, y de los acontecimientos asociados con este lugar histórico.
Al rodear la base del Gilboa, los peregrinos podían ver a la derecha la ciudad griega de Escitópolis. Admiraron desde lejos los edificios de mármol, pero no se acercaron a la ciudad gentil por temor a profanarse, lo que les impediría participar en las ceremonias solemnes y sagradas de la Pascua en Jerusalén. María no comprendía por qué ni José ni Jesús querían hablar de Escitópolis. No sabía nada de su controversia del año anterior, porque nunca le habían contado el incidente.
Ahora la carretera descendía rápidamente hacia el valle tropical del Jordán, y Jesús pudo pronto contemplar admirado el serpenteante y tortuoso río Jordán, con sus aguas resplandecientes y ondulantes fluyendo hacia el Mar Muerto. Se quitaron los abrigos mientras viajaban hacia el sur por este valle tropical, disfrutando de los fértiles campos de cereales y de las hermosas adelfas cargadas de flores rosadas, mientras que hacia el norte el macizo del Monte Hermón cubierto de nieve se perfilaba a lo lejos, dominando majestuosamente el histórico valle. Poco más de tres horas después de haber pasado Escitópolis, llegaron a una fuente burbujeante y acamparon allí durante la noche bajo el cielo estrellado.
En su segundo día de viaje pasaron por el lugar donde el Jaboc, procedente del este, desemboca en el Jordán; al contemplar este valle hacia el este, recordaron los tiempos de Gedeón, cuando los medianitas se extendieron por esta región para invadir el país. Hacia el final del segundo día de viaje, acamparon cerca de la base de la montaña más alta que domina el valle del Jordán, el Monte Sartaba, cuya cima estaba ocupada por la fortaleza alejandrina donde Herodes había encarcelado a una de sus esposas y enterrado a sus dos hijos estrangulados.
Al tercer día pasaron por dos pueblos que habían sido construidos recientemente por Herodes y observaron su magnífica arquitectura y sus hermosos jardines de palmeras. Al anochecer llegaron a Jericó, donde permanecieron hasta el día siguiente. Aquella noche, José, María y Jesús caminaron unos dos kilómetros y medio hasta el emplazamiento del antiguo Jericó, donde según la tradición judía, Josué, de quien Jesús había tomado el nombre, había realizado sus famosas hazañas.
Durante el cuarto y último día de viaje, la carretera era una procesión continua de peregrinos. Ahora empezaron a subir las colinas que conducían a Jerusalén. Al acercarse a la cumbre, pudieron ver las montañas al otro lado del Jordán, y hacia el sur, las aguas perezosas del Mar Muerto. Aproximadamente a mitad de camino de Jerusalén, Jesús vio por primera vez el Monte de los Olivos (la región que jugaría un papel tan importante en su vida futura). José le indicó que la Ciudad Santa estaba situada justo detrás de aquellas lomas, y el corazón del muchacho se aceleró ante la feliz expectativa de contemplar pronto la ciudad y la casa de su Padre celestial.






Se detuvieron para descansar en las pendientes orientales del Olivete, junto a un pueblecito llamado Betania. Los lugareños hospitalarios salieron enseguida para atender a los peregrinos, y dio la casualidad de que José y su familia se habían detenido cerca de la casa de un tal Simón, que tenía tres hijos casi de la misma edad que Jesús — María, Marta y Lázaro. Éstos invitaron a la familia de Nazaret a que entraran a descansar, y entre las dos familias nació una amistad que duró toda la vida. Más adelante, en el transcurso de su vida llena de acontecimientos, Jesús se detuvo muchas veces en esta casa.
Se apresuraron en continuar su camino, y pronto llegaron al borde del Olivete; Jesús vio por primera vez (en su memoria) la Ciudad Santa, los palacios pretenciosos y el templo inspirador de su Padre. Jesús no experimentó nunca más en su vida un estremecimiento puramente humano comparable al que le embargó por completo esta tarde de abril, en el Monte de los Olivos, mientras estaba allí de pie bebiendo con su primera mirada a Jerusalén. Unos años más tarde estuvo en este mismo lugar, y lloró por la ciudad que estaba a punto de rechazar a otro profeta, al último y al más grande de sus educadores celestiales.
Se dieron prisa por llegar a Jerusalén. Ahora era jueves por la tarde. Al llegar a la ciudad pasaron por delante del templo, y Jesús no había visto nunca una multitud así de seres humanos. Meditó profundamente sobre cómo estos judíos se habían reunido aquí desde los lugares más distantes del mundo conocido.
Poco después llegaron al lugar previsto donde se alojarían durante la semana pascual, la amplia casa de un pariente rico de María, que sabía por Zacarías algo de la historia anterior de Juan y de Jesús. Al día siguiente, el día de la preparación, se dispusieron a celebrar convenientemente el sábado de la Pascua.
Aunque todo Jerusalén estaba ocupado con las preparaciones de la Pascua, José encontró tiempo para llevar a su hijo a visitar la academia donde se había convenido que proseguiría su educación dos años más tarde, en cuanto cumpliera la edad requerida de quince años. José estaba realmente perplejo al observar el poco interés de Jesús por todos estos planes cuidadosamente elaborados.
Jesús estaba profundamente impresionado por el templo y todos sus servicios y demás actividades asociadas. Por primera vez desde la edad de cuatro años, estaba demasiado preocupado por sus propias meditaciones como para hacer muchas preguntas. 




Sin embargo, hizo varias preguntas embarazosas a su padre (como ya había hecho en otras ocasiones) sobre por qué razón el Padre celestial exigía la carnicería de tantos animales inocentes e indefensos. Por la expresión del rostro del muchacho, su padre sabía bien que sus respuestas y sus tentativas de explicación no eran satisfactorias para la profundidad de pensamiento y la agudeza de razonamiento de su hijo.
El día anterior al sábado de la Pascua, una oleada de iluminación espiritual atravesó la mente mortal de Jesús e inundó su corazón humano de piedad afectuosa por las multitudes espiritualmente ciegas y moralmente ignorantes, reunidas para celebrar la antigua conmemoración de la Pascua. Éste fue uno de los días más extraordinarios que el Hijo de Dios vivió en la carne.
Así termina la carrera del muchacho de Nazaret y comienza el relato del joven adolescente — el hombre divino cada vez más consciente de sí mismo — que empieza ahora a considerar su carrera en el mundo, mientras se esfuerza por integrar su proyecto de vida en desarrollo con los deseos de sus padres y las obligaciones hacia su familia y la sociedad de su tiempo.

Jesús en Jerusalén

DE toda la extraordinaria carrera terrestre de Jesús, ningún acontecimiento fue más atractivo, más humanamente conmovedor, que esta visita a Jerusalén, la primera que recordaba. La experiencia de asistir solo a las discusiones del templo le resultó particularmente estimulante, y se grabó durante mucho tiempo en su memoria como el acontecimiento más importante del final de su infancia y del principio de su juventud. Ésta fue la primera oportunidad que tuvo de disfrutar de unos pocos días de vida independiente, de la alegría de ir y venir sin sujeción ni restricciones. Este breve período viviendo a su aire, durante la semana siguiente a la Pascua, fue el primero totalmente libre de obligaciones que había disfrutado nunca. Pasaron muchos años antes de que volviera a disponer, aunque fuera por poco tiempo, de un período semejante libre de todo sentido de la responsabilidad.
Las mujeres asistían rara vez a la fiesta de la Pascua en Jerusalén, porque no se requería su presencia. Sin embargo, Jesús se negó prácticamente a partir a menos que su madre los acompañara. Cuando ella se decidió a ir, muchas mujeres de Nazaret se sintieron motivadas para hacer el viaje, de manera que la expedición pascual contenía, en proporción con los hombres, el mayor número de mujeres que había salido nunca de Nazaret para la Pascua. En el camino de Jerusalén, los viajeros cantaron de vez en cuando el Salmo ciento treinta.



Desde el momento en que salieron de Nazaret hasta que llegaron a la cima del Monte de los Olivos, Jesús experimentó todo el tiempo la tensión de la expectativa. Durante toda su alegre infancia, había oído hablar con respeto de Jerusalén y de su templo; ahora iba pronto a contemplarlos en la realidad. Visto desde el Monte de los Olivos, y al observarlo más de cerca desde el exterior, el templo había colmado con creces lo que Jesús esperaba; pero una vez que traspasó las puertas sagradas, la gran desilusión empezó.
En compañía de sus padres, Jesús atravesó los recintos del templo para reunirse con el grupo de los nuevos hijos de la ley que estaban a punto de ser consagrados como ciudadanos de Israel. Se sintió un poco decepcionado por el comportamiento general de la gente en el templo, pero la primera gran conmoción del día se produjo cuando su madre los dejó para dirigirse a la galería de las mujeres. A Jesús nunca se le había ocurrido que su madre no lo acompañaría a las ceremonias de la consagración, y estaba completamente indignado porque ella tuviera que soportar una discriminación tan injusta. Estaba enormemente enfadado por esto, pero aparte de unas palabras de protesta a su padre, no dijo nada. Sin embargo reflexionó, y reflexionó profundamente, como lo demostraron sus preguntas a los escribas y educadores una semana después.
Participó en los rituales de la consagración, pero le decepcionó su naturaleza superficial y rutinaria. Echaba de menos aquel interés personal que caracterizaba a las ceremonias de la sinagoga de Nazaret. A continuación regresó para saludar a su madre, y se preparó para acompañar a su padre en su primer recorrido por el templo y sus patios, galerías y corredores diversos. Los recintos del templo podían contener más de doscientos mil creyentes a la vez, y aunque la enormidad de estos edificios — en comparación con otros que hubiera visto antes — le causó una gran impresión, estaba más interesado en meditar sobre el significado espiritual de las ceremonias del templo y del culto asociado a las mismas.
Aunque muchos rituales del templo impresionaron vivamente su sentido de la belleza y de lo simbólico, continuaban decepcionándole las explicaciones que sus padres le ofrecían sobre el significado real de estas ceremonias, en respuesta a sus múltiples preguntas penetrantes. Jesús simplemente no podía aceptar unas explicaciones sobre el culto y la devoción religiosa, basadas en la creencia en la ira de Dios o en la cólera del Todopoderoso. Después de terminar la visita del templo, continuaron discutiendo estas cuestiones y su padre le insistía suavemente para que aceptara las creencias ortodoxas judías; Jesús se volvió repentinamente hacia sus padres y, mirando a los ojos de su padre de manera suplicante, le dijo: «Padre, no puede ser verdad — el Padre que está en los cielos no puede mirar de ese modo a sus hijos desviados de la Tierra. El Padre celestial no puede amar a sus hijos menos de lo que tú me amas. Por muy imprudentes que sean mis actos, sé muy bien que nunca derramarías tu ira sobre mí, ni descargarías tu cólera contra mí. Si tú, mi padre terrenal, posees esos reflejos humanos de lo Divino, cuánto más el Padre celestial deberá estar lleno de bondad y rebosante de misericordia. Me niego a creer que mi Padre celestial me ame menos que mi padre terrenal.»
Cuando José y María oyeron estas palabras de su hijo primogénito, se quedaron en silencio. Nunca más trataron de cambiar sus ideas sobre el amor de Dios y la misericordia del Padre que está en los cielos.

1. Jesús visita el templo

A Jesús le disgustó y le repugnó el espíritu de irreverencia que observó en todos los patios del templo que recorrió. Estimaba que la conducta de las multitudes en el templo no era consecuente con el hecho de estar presentes en «la casa de su Padre». Pero recibió el mayor golpe de su joven vida cuando su padre lo acompañó al patio de los gentiles, donde la jerga ruidosa, las voces y las maldiciones se mezclaban indiscriminadamente con el balido de las ovejas y la cháchara ruidosa que revelaba la presencia de los cambistas y de los vendedores de animales para los sacrificios y otras mercancías diversas.
Pero por encima de todo, su sentido de lo adecuado se vio ultrajado al observar a las frívolas cortesanas que se pavoneaban por este recinto del templo, iguales a las mujeres repintadas que había visto tan recientemente en una visita a Séforis. Esta profanación del templo suscitó toda su indignación juvenil y no titubeó en expresárselo claramente a José.
Jesús admiraba la atmósfera y el servicio del templo, pero le disgustaba la fealdad espiritual que observaba en el rostro de tantos adoradores irreflexivos.
A continuación descendieron al patio de los sacerdotes, bajo el borde rocoso delante del templo, donde estaba el altar, para observar la matanza de los rebaños de animales y las abluciones en la fuente de bronce para lavar la sangre de las manos de los sacerdotes que oficiaban la masacre. El pavimento manchado de sangre, las manos ensangrentadas de los sacerdotes y el gemido de los animales agonizantes sobrepasaron lo que podía soportar este muchacho amante de la naturaleza. El terrible espectáculo descompuso a este joven de Nazaret; se agarró al brazo de su padre y le rogó que lo sacara de allí. Regresaron atravesando el patio de los gentiles; incluso las risas groseras y las bromas profanas que escuchó allí fueron un alivio después de lo que acababa de presenciar.
José vio cuánto habían afectado a su hijo los ritos del templo y lo llevó sabiamente a ver «la hermosa puerta», la puerta artística hecha con bronce corintio. Pero Jesús ya había visto bastante para esta primera visita al templo. Regresaron al patio superior en busca de María y caminaron durante una hora al aire libre, lejos del gentío, mirando el palacio Asmoneo, la residencia imponente de Herodes y la torre de los guardias romanos. 



Durante este paseo, José explicó a Jesús que sólo los vecinos de Jerusalén tenían permiso para asistir a los sacrificios diarios del templo, y que los habitantes de Galilea sólo venían al templo tres veces al año para participar en el culto: en la Pascua, en la fiesta de Pentecostés (siete semanas después de la Pascua) y en la fiesta de los tabernáculos en octubre. Estas fiestas habían sido establecidas por Moisés. Analizaron a continuación las dos últimas fiestas establecidas, la de la dedicación y la de Purim. Después regresaron a su alojamiento y se prepararon para celebrar la Pascua.

2. Jesús y la Pascua

Cinco familias de Nazaret habían sido invitadas por la familia de Simón de Betania, o se unieron a ella, para celebrar la Pascua. Simón había comprado el cordero pascual para todo el grupo. La masacre de un número tan enorme de estos corderos es lo que había afectado tanto a Jesús en su visita al templo. Habían planeado comer la Pascua con los parientes de María, pero Jesús persuadió a sus padres para que aceptaran la invitación de ir a Betania.
Aquella noche se reunieron para los ritos de la Pascua, comiendo la carne asada con el pan ázimo y las hierbas amargas. Como Jesús era un nuevo hijo de la alianza, se le pidió que contara el origen de la Pascua, y lo hizo muy bien, pero desconcertó un poco a sus padres con la inclusión de numerosos comentarios que reflejaban moderadamente las impresiones que habían hecho en su mente joven, pero reflexiva, las cosas que había visto y oído tan recientemente. Éste fue el comienzo de los siete días de ceremonias de la fiesta pascual.
Incluso en esta fecha temprana, y aunque no dijo nada a sus padres sobre este asunto, Jesús había empezado a darle vueltas en la cabeza a la idea de si sería adecuado celebrar la Pascua sin sacrificar el cordero. Estaba mentalmente seguro de que este espectáculo de la ofrenda de los sacrificios no complacía al Padre celestial y, con el paso de los años, estuvo cada vez más resuelto a establecer algún día la celebración de una Pascua sin derramamiento de sangre.
Jesús durmió muy poco aquella noche. Su descanso estuvo enormemente alterado con pesadillas de matanzas y sufrimientos. Tenía la mente aturdida y el corazón desgarrado por las inconsistencias y el carácter absurdo de la teología de todo el sistema ceremonial judío. Sus padres durmieron poco también. Estaban muy desconcertados por los acontecimientos del día que acababa de terminar. Tenían el corazón completamente trastornado por la actitud del muchacho, que les parecía extraña y decidida. María experimentó una agitación nerviosa durante la primera parte de la noche, pero José permaneció tranquilo, aunque también estaba perplejo. Los dos temían hablar francamente con el joven de estos problemas, aunque Jesús hubiera conversado gustosamente con sus padres si se hubieran atrevido a estimularlo.
Los oficios del día siguiente en el templo fueron más aceptables para Jesús y contribuyeron mucho a mitigar los recuerdos desagradables del día anterior. A la mañana siguiente, el joven Lázaro se hizo cargo de Jesús y empezaron a explorar sistemáticamente Jerusalén y sus alrededores. Antes de terminar el día, Jesús había descubierto los diversos lugares alrededor del templo donde se daban conferencias de enseñanza y respondían a las preguntas de los asistentes; aparte de algunas visitas al santo de los santos, donde se preguntaba maravillado qué había realmente detrás del velo de separación, la mayor parte del tiempo la pasó alrededor del templo en las conferencias de enseñanza.
Durante toda la semana de la Pascua, Jesús ocupó su lugar entre los nuevos hijos del mandamiento; esto significaba que tenía que sentarse fuera de la barrera que separaba a todas las personas que no tenían la plena ciudadanía de Israel. Como se le recordaba de esta manera lo joven que era, se contuvo y no hizo todas las preguntas que se amontonaron en su mente; al menos se contuvo hasta que terminó la celebración de la Pascua y se levantaron las restricciones que se habían impuesto a los jóvenes recién consagrados.
El miércoles de la semana de la Pascua, Jesús fue autorizado a ir a casa de Lázaro para pasar la noche en Betania. Aquella noche, Lázaro, Marta y María escucharon a Jesús disertar sobre las cosas temporales y eternas, humanas y divinas, y desde aquella noche los tres lo amaron como si hubiera sido su propio hermano.
Al final de la semana, Jesús vio menos a Lázaro porque éste ni siquiera podía entrar en el círculo exterior de las discusiones del templo, aunque asistió a algunos discursos públicos que se pronunciaron en los patios exteriores. Lázaro tenía la misma edad que Jesús, pero en Jerusalén, los jóvenes eran admitidos raramente a la consagración de los hijos de la ley antes de que cumplieran los trece años de edad.
Durante la semana de la Pascua, los padres de Jesús encontraron repetidas veces a su hijo sentado a solas y profundamente pensativo, con su joven cabeza entre las manos. Nunca lo habían visto comportarse de esta manera y estaban dolorosamente perplejos, sin saber hasta qué punto la confusión reinaba en su mente y la perturbación en su espíritu, a causa de la experiencia que estaba atravesando; no sabían qué hacer. Se alegraban de que terminara la semana de la Pascua y deseaban ver a su hijo, que actuaba de manera extraña, felizmente de regreso en Nazaret.
Día tras día, Jesús volvía a pensar en todos sus problemas. Al final de la semana ya había efectuado muchos ajustes; pero cuando llegó la hora de regresar a Nazaret, su joven mente aún hervía de perplejidad y estaba acosada por un montón de preguntas sin respuestas y de problemas sin resolver.
Antes de que José y María partieran de Jerusalén, tomaron las medidas oportunas, en compañía del maestro de Jesús en Nazaret, para que Jesús regresara a Jerusalén cuando cumpliera los quince años, a fin de empezar un largo ciclo de estudios en una de las academias rabínicas más famosas. Jesús acompañó a sus padres y a su profesor en sus visitas a la escuela, pero los tres se entristecieron al observar la indiferencia que aparentaba ante todo lo que hacían y decían. María estaba profundamente apenada por sus reacciones a la visita a Jerusalén, y José enormemente perplejo por los extraños comentarios y la conducta insólita del muchacho.
Después de todo, la semana de la Pascua había sido un gran acontecimiento en la vida de Jesús. Había disfrutado de la oportunidad de conocer a decenas de muchachos de su misma edad, candidatos como él a la consagración, y utilizó estos contactos como medio para enterarse de cómo vivía la gente en Mesopotamia, Turquestán y Partia, así como en las provincias más occidentales de Roma. Ya conocía bastante bien cómo se desarrollaba la vida de los jóvenes de Egipto y de otras regiones cercanas a Palestina. En aquel momento había miles de jóvenes en Jerusalén, y el muchacho de Nazaret conoció personalmente y entrevistó de manera más o menos extensa a más de ciento cincuenta. Estaba particularmente interesado por los que venían de Extremo Oriente y de los países lejanos de Occidente. Como resultado de estos intercambios, el joven empezó a sentir el deseo de viajar por el mundo con objeto de aprender cómo trabajaban los diversos grupos de sus contemporáneos para ganarse la vida.

3. La partida de José y María

El grupo de Nazaret había acordado reunirse cerca del templo, a media mañana del primer día de la semana después de terminar la fiesta pascual. Así lo hicieron y emprendieron su viaje de regreso a Nazaret. Jesús había entrado en el templo para escuchar los debates, mientras sus padres aguardaban la llegada de sus compañeros de viaje. La compañía se dispuso a partir enseguida, con los hombres formando un grupo y las mujeres otro, como tenían la costumbre de hacer en sus viajes de ida y vuelta a las fiestas de Jerusalén. Jesús había venido a Jerusalén en compañía de su madre y de las mujeres. Pero ahora, como era un joven consagrado, se suponía que haría el viaje de vuelta a Nazaret con su padre y los hombres. Mientras el grupo de Nazaret partía hacia Betania, Jesús se había quedado en el templo completamente absorto en una discusión sobre los ángeles, totalmente inconsciente de que había pasado la hora de la partida de sus padres. No se dio cuenta de que se había quedado atrás hasta el mediodía, hora en que se suspendían las conferencias del templo.
Los viajeros de Nazaret no se dieron cuenta de la ausencia de Jesús porque María suponía que viajaba con los hombres, mientras que José pensaba que iba con las mujeres, puesto que había ido a Jerusalén con las mujeres, conduciendo el asno de María. No descubrieron su ausencia hasta que llegaron a Jericó y se prepararon para pasar la noche. Después de preguntar a los rezagados del grupo que iban llegando a Jericó, y de haberse enterado que ninguno de ellos había visto a su hijo, pasaron la noche en blanco, haciendo conjeturas sobre qué podría haberle ocurrido, mencionando muchas de sus reacciones insólitas ante los acontecimientos de la semana pascual, y regañándose suavemente el uno al otro por no haberse asegurado de que estaba en el grupo antes de salir de Jerusalén.

4. El primer y segundo día en el templo

Mientras tanto, Jesús había permanecido en el templo durante toda la tarde, escuchando las discusiones y disfrutando de un ambiente más tranquilo y decoroso, puesto que las grandes multitudes de la semana pascual casi habían desaparecido. Al concluir las discusiones de la tarde, en las cuales no participó, Jesús se dirigió a Betania, donde llegó en el preciso momento en que la familia de Simón se disponía a cenar. A los tres jóvenes les encantó acoger a Jesús, que pasó la noche en casa de Simón. Los vio muy poco durante la velada, pasando la mayor parte del tiempo meditando a solas en el jardín.
Al día siguiente, Jesús se levantó temprano y se encaminó hacia el templo. Se detuvo en la cima del Olivete y lloró por el espectáculo que contemplaban sus ojos — el de un pueblo espiritualmente empobrecido, encadenado por las tradiciones y viviendo vigilado por las legiones romanas. Por la mañana temprano ya se encontraba en el templo, decidido a participar en los debates. Mientras tanto, José y María también se habían levantado al amanecer con la intención de desandar el camino hasta Jerusalén. Primero se dirigieron apresuradamente a la casa de sus parientes donde se habían alojado en familia durante la semana pascual, pero sus indagaciones revelaron que nadie había visto a Jesús. Después de buscarlo todo el día sin encontrar su rastro, regresaron a casa de sus parientes para pasar la noche.







En la segunda conferencia, Jesús se había atrevido a hacer preguntas y participó en las discusiones del templo de una manera sorprendente, aunque siempre compatible con su juventud. A veces, sus preguntas incisivas ponían un poco en aprietos a los maestros eruditos de la ley judía, pero mostraba tal espíritu de cándida honradez, unido a una sed evidente de aprender, que la mayoría de los maestros del templo estaban dispuestos a tratarle con consideración. Pero cuando se atrevió a poner en duda que fuera justo condenar a muerte a un gentil embriagado que se había extraviado fuera del patio de los gentiles, penetrando inadvertidamente en los recintos prohibidos supuestamente sagrados del templo, uno de los maestros más intolerantes se impacientó por las críticas implícitas del muchacho, lo miró con el ceño fruncido y le preguntó cuántos años tenía. Jesús replicó: «Me faltan poco más de cuatro meses para cumplir los trece años.» «Entonces», añadió el maestro ahora encolerizado, «¿por qué estás aquí, si no tienes edad para ser un hijo de la ley?» Cuando Jesús explicó que había sido consagrado durante la Pascua y que era un estudiante graduado de las escuelas de Nazaret, los maestros replicaron al unísono, con aire burlón: «Deberíamos haberlo sabido; es de Nazaret.» Pero el presidente afirmó que Jesús no tenía la culpa de que los dirigentes de la sinagoga de Nazaret lo hubieran graduado formalmente a los doce años, en lugar de a los trece; aunque algunos de sus detractores se levantaron y se fueron, se decidió que el muchacho podía continuar tranquilamente como alumno en las discusiones del templo.
Cuando terminó esta segunda jornada en el templo, Jesús fue otra vez a Betania para pasar la noche. Y salió de nuevo al jardín para meditar y orar. Era evidente que su mente estaba ocupada en la meditación de problemas importantes.

5. El tercer día en el templo

Durante el tercer día de Jesús en el templo con los escribas y maestros, se congregaron numerosos espectadores que habían oído hablar de este joven de Galilea, para disfrutar de la experiencia de ver a un muchacho confundir a los sabios de la ley. Simón también vino desde Betania para observar lo que hacía el muchacho. Durante toda la jornada, José y María continuaron buscando ansiosamente a Jesús e incluso entraron varias veces en el templo, pero nunca se les ocurrió escudriñar los diversos grupos de discusión, aunque en una ocasión se encontraron casi al alcance de su voz fascinante.
Antes de terminar el día, toda la atención del principal grupo de debate del templo se había concentrado en las preguntas de Jesús. Entre sus muchas preguntas se encontraban las siguientes:
¿Qué hay realmente en el santo de los santos, detrás del velo?
¿Por qué las madres de Israel deben estar separadas de los creyentes varones en el templo?
Si Dios es un padre que ama a sus hijos, ¿por qué toda esta carnicería de animales para obtener el favor divino? ¿Se ha interpretado erróneamente la enseñanza de Moisés?
Puesto que el templo está consagrado al culto del Padre celestial, ¿no es incongruente tolerar la presencia de aquellos que se dedican al trueque y al comercio mundano?
¿Será el Mesías esperado un príncipe temporal que ocupará el trono de David, o actuará como la luz de la vida en el establecimiento de un reino espiritual?




A lo largo de todo el día, los espectadores se maravillaron con estas preguntas, pero ninguno estaba más asombrado que Simón. Durante más de cuatro horas, este joven de Nazaret acosó a aquellos maestros judíos con preguntas que daban que pensar y sondeaban el corazón. Hizo pocos comentarios a las observaciones de sus mayores. Trasmitía sus enseñanzas con las preguntas que hacía. Por medio del planteamiento hábil y sutil de sus preguntas, conseguía simultáneamente desafiar sus enseñanzas y sugerir las suyas propias. En su manera de preguntar combinaba con tal encanto la sagacidad y el humor, que se hacía amar incluso por aquellos que se indignaban más o menos por su juventud. Siempre era totalmente honrado y considerado cuando efectuaba estas preguntas penetrantes. Durante esta tarde memorable en el templo, mostró su reticencia característica, confirmada en todo su ministerio público posterior, a sacar ventaja desleal de un adversario. Como adolescente, y más tarde como hombre, parecía estar completamente libre de todo deseo egoísta de ganar una discusión simplemente por el placer de triunfar sobre sus compañeros por medio de la lógica. Una sola cosa le interesaba de manera suprema: proclamar la verdad eterna y efectuar así una revelación más completa del Dios eterno.
Cuando terminó el día, Simón y Jesús regresaron a Betania. Durante la mayor parte del camino, el hombre y el niño guardaron silencio. Jesús se detuvo de nuevo en la cima del Olivete, pero al contemplar la ciudad y su templo no lloró; solamente inclinó la cabeza en un gesto de devoción silenciosa.
Después de la cena en Betania, rehusó una vez más unirse a la alegre reunión; en lugar de eso, salió al jardín, donde permaneció hasta altas horas de la noche. Se esforzó inútilmente en elaborar un plan definido para abordar el problema de su misión en la vida, y para escoger la mejor manera de trabajar para revelar, a sus compatriotas espiritualmente ciegos, un concepto más hermoso del Padre celestial, y liberarlos así de su terrible esclavitud a la ley, a los ritos, a las ceremonias y a las tradiciones arcaicas. Pero la luz esclarecedora no se le presentó a este joven que buscaba la verdad.

6. El cuarto día en el templo

Jesús se había olvidado, extrañamente, de sus padres terrenales. Incluso en el desayuno, cuando la madre de Lázaro comentó que sus padres debían estar llegando ahora al hogar, Jesús no pareció darse cuenta de que estarían un poco preocupados porque él se había quedado atrás.
De nuevo se dirigió hacia el templo, pero no se detuvo en la cima del Olivete para meditar. Durante las discusiones de la mañana, dedicaron mucho tiempo a la ley y a los profetas, y los maestros se asombraron de que Jesús conociera tan bien las escrituras, tanto en hebreo como en griego. Pero estaban más perplejos por su juventud que por su conocimiento de la verdad.
En la conferencia de la tarde, apenas habían empezado a responder a su pregunta sobre la finalidad de la oración cuando el presidente invitó al muchacho a que se acercara, y una vez sentado a su lado, le pidió que expusiera su propio punto de vista respecto a la oración y la adoración.
La noche anterior, los padres de Jesús habían oído hablar de un extraño joven que se batía muy hábilmente con los intérpretes de la ley, pero no se les había ocurrido que este muchacho pudiera ser su hijo. Casi habían decidido dirigirse a la casa de Zacarías, pues imaginaban que Jesús podría haber ido allí para ver a Isabel y a Juan. Pensando que Zacarías quizás estuviera en el templo, se detuvieron allí camino de la Ciudad de Judá. Mientras deambulaban por los patios del templo, imaginad su sorpresa y asombro cuando reconocieron la voz del muchacho extraviado, y lo vieron sentado entre los maestros del templo.



José se quedó mudo, pero María dio rienda suelta a su temor y ansiedad largo tiempo reprimidos; se abalanzó hacia el joven, que ahora se había levantado para saludar a sus sorprendidos padres, y le dijo: «Hijo mío, ¿por qué nos has tratado así? Hace ya más de tres días que tu padre y yo te buscamos angustiados. ¿Qué te ha llevado a abandonarnos?» Fue un momento de tensión. Todas las miradas se volvieron hacia Jesús para ver qué iba a contestar. Su padre lo miraba con desaprobación, pero no dijo nada.
Hay que recordar que se suponía que Jesús era un hombre joven. Había terminado la escolaridad normal de un niño, había sido reconocido como hijo de la ley y había recibido la consagración como ciudadano de Israel. Sin embargo, su madre le regañaba duramente delante de todo el público reunido, precisamente en mitad del esfuerzo más serio y sublime de su joven vida, poniendo fin de manera poco gloriosa a una de las mayores oportunidades que jamás se le habían presentado de enseñar la verdad, predicar la rectitud y revelar el carácter amoroso de su Padre celestial.
Pero el joven se mostró a la altura de las circunstancias. Si tenéis en cuenta con imparcialidad todos los factores que se combinaron para dar lugar a esta situación, estaréis mejor preparados para examinar la sabiduría de la respuesta del chico a la reprimenda inintencionada de su madre. Después de reflexionar un momento, Jesús le dijo: «¿Por qué me habéis buscado durante tanto tiempo? ¿Acaso no esperabais encontrarme en la casa de mi Padre, puesto que ha llegado la hora de que me ocupe de los asuntos de mi Padre?»
Todo el mundo se asombró de la manera de hablar del muchacho. Todos se alejaron en silencio y lo dejaron a solas con sus padres. El joven suavizó enseguida la embarazosa situación de los tres, diciendo tranquilamente: «Vamos, padres míos, cada cual ha hecho lo que consideraba mejor. Nuestro Padre que está en los cielos ha ordenado estas cosas; regresemos a casa.»
Partieron en silencio y por la noche llegaron a Jericó. Sólo se detuvieron una vez, en la cima del Olivete, donde el joven levantó su cayado hacia el cielo y, temblando de los pies a la cabeza con la agitación de una intensa emoción, dijo: «Oh Jerusalén, Jerusalén y sus habitantes, ¡cuán esclavizados estáis — sometidos al yugo romano y víctimas de vuestras propias tradiciones — pero volveré para purificar el templo y liberar a mi pueblo de esta esclavitud!»
Durante los tres días de viaje hasta Nazaret, Jesús no dijo casi nada; sus padres tampoco hablaron mucho en su presencia. Estaban realmente desorientados por la conducta de su hijo primogénito, pero atesoraron sus palabras en su corazón, aunque no pudieran comprender plenamente su significado.
Al llegar al hogar, Jesús hizo una breve declaración a sus padres, reiterándoles su afecto y dándoles a entender que no tenían que temer pues no volvería a ocasionarles nuevas ansiedades con su conducta. Concluyó esta importante declaración diciendo: «Aunque debo hacer la voluntad de mi Padre celestial, también obedeceré a mi padre terrenal. Esperaré a que llegue mi hora.»
Aunque mentalmente Jesús rehusaba muchas veces aprobar los esfuerzos bien intencionados, pero descaminados, de sus padres por dictarle el rumbo de sus reflexiones o establecer el plan de su obra en la Tierra, sin embargo, de todas las maneras compatibles con su consagración a hacer la voluntad de su Padre Paradisiaco, se conformaba con mucho agrado a los deseos de su padre terrenal y a las costumbres de su familia carnal. Incluso cuando no podía aprobarlos, hacía todo lo posible por conformarse a ellos. Era un artista en el asunto de conciliar su consagración al deber con sus obligaciones de lealtad familiar y de servicio social.
José estaba perplejo, pero María, después de reflexionar sobre estas experiencias, se sintió fortificada, acabando por considerar las palabras de Jesús en el Olivete como proféticas de la misión mesiánica de su hijo como liberador de Israel. Se dedicó con renovada energía a moldear los pensamientos de Jesús dentro de canales nacionalistas y patrióticos, y recurrió a la ayuda de su hermano, el tío favorito de Jesús. De todas las maneras posibles, la madre de Jesús se dedicó a la tarea de preparar a su hijo primogénito para que asumiera el mando de los que querían restaurar el trono de David y rechazar para siempre el yugo de la esclavitud política de los gentiles.

Los dos años cruciales

DE TODAS las experiencias de la vida terrestre de Jesús, su decimocuarto y decimoquinto años fueron los más cruciales. Los dos años comprendidos entre el momento en que empezó a tomar conciencia de su divinidad y de su destino. Este período de dos años es el que debería llamarse la gran prueba, la verdadera tentación. Ningún joven humano que haya experimentado las primeras confusiones y los problemas de adaptación de la adolescencia, ha tenido que someterse nunca a una prueba más crucial que la que Jesús atravesó durante su paso de la infancia a la juventud.
Este importante período en el desarrollo juvenil de Jesús empezó con el final de la visita a Jerusalén y su regreso a Nazaret. Al principio, María estaba feliz con la idea de haber recobrado a su hijo, de que Jesús había vuelto al hogar para ser un hijo obediente — aunque nunca hubiera sido otra cosa — y que en adelante sería más receptivo a los planes que ella forjaba para su vida futura. Pero no se iba a calentar durante mucho tiempo al sol de las ilusiones maternas y del orgullo familiar no reconocido; muy pronto se iba a desilusionar mucho más. El muchacho vivía cada vez más en compañía de su padre; cada vez acudía menos a ella con sus problemas. Al mismo tiempo, sus padres comprendían cada vez menos sus frecuentes alternancias entre los asuntos de este mundo y las meditaciones sobre su relación con los asuntos de su Padre. Francamente, no lo comprendían, pero lo amaban sinceramente.
A medida que Jesús crecía, su compasión y su amor por el pueblo judío se hicieron más profundos, pero con el paso de los años, se fue acentuando en su mente un justo resentimiento contra la presencia, en el templo del Padre, de los sacerdotes nombrados por razones políticas. Jesús tenía un gran respeto por los fariseos sinceros y los escribas honestos, pero sentía un gran menosprecio por los fariseos hipócritas y los teólogos deshonestos; miraba con desdén a todos los jefes religiosos que no eran sinceros. 




Cuando examinaba a fondo la conducta de los dirigentes de Israel, a veces se sentía tentado a ver con buenos ojos la posibilidad de convertirse en el Mesías que esperaban los judíos, pero nunca cedió a esta tentación.
El relato de sus hazañas entre los sabios del templo en Jerusalén era gratificante para todo Nazaret, en especial para sus antiguos maestros de la escuela de la sinagoga. Durante algún tiempo, los elogios hacia Jesús estuvieron en boca de todos. Todo el pueblo contaba su sabiduría infantil y su conducta ejemplar, y predecía que estaba destinado a convertirse en un gran jefe de Israel; por fin saldría de Nazaret de Galilea un maestro realmente superior. Todos esperaban el momento en que cumpliera los quince años para que se le permitiera leer regularmente las escrituras en la sinagoga el día del sábado.

1. Su decimocuarto año (año 8 d. de J.C.)

Éste es el año civil de su decimocuarto cumpleaños. Se había vuelto un buen fabricante de yugos y trabajaba bien tanto la lona como el cuero. También se estaba convirtiendo rápidamente en un experto carpintero y ebanista. Este verano subía con frecuencia a la cima de la colina, situada al noroeste de Nazaret, para orar y meditar. Hacía poco más de cien años que esta colina había sido el «alto lugar de Baal», y ahora se encontraba allí la tumba de Simeón, un santo varón famoso en Israel. Desde la cumbre de la colina de Simeón, Jesús dominaba con la vista todo Nazaret y la región circundante. Divisaba Meguido y recordaba la historia del ejército egipcio que ganó allí su primera gran victoria en Asia; y cómo posteriormente un ejército semejante derrotó a Josías, el rey de Judea. No lejos de allí podía divisar Taanac, donde Débora y Barac derrotaron a Sísara. En la distancia podía ver las colinas de Dotán donde, según le habían enseñado, los hermanos de José lo vendieron como esclavo a los egipcios. Luego, al volver la vista hacia Ebal y Gerizim, rememoraba las tradiciones de Abraham, Jacob y Abimelec. Así es como recordaba y repasaba en su mente los acontecimientos históricos y tradicionales del pueblo de su padre José.
Continuó adelante con sus cursos superiores de lectura bajo la dirección de los profesores de la sinagoga, y también continuó con la educación familiar de sus hermanos y hermanas a medida que éstos alcanzaban la edad apropiada.




A primeros de este año, José empezó a ahorrar los ingresos procedentes de sus propiedades de Nazaret y Cafarnaúm, para pagar el largo ciclo de estudios de Jesús en Jerusalén; se había planeado que Jesús iría a Jerusalén en agosto del año siguiente, cuando cumpliera los quince años.
Desde los comienzos de este año, José y María tuvieron dudas frecuentes sobre el destino de su hijo primogénito. Era ciertamente un muchacho brillante y amable, pero muy difícil de comprender y muy arduo de sondear; además, nunca había sucedido nada de extraordinario o de milagroso. Su madre, orgullosa, había permanecido decenas de veces en una expectativa sin aliento, esperando ver a su hijo realizar alguna acción milagrosa o sobrehumana; pero sus esperanzas siempre terminaban en una cruel decepción. Todo esto era desalentador e incluso descorazonador. La gente piadosa de aquellos tiempos creía sinceramente que los profetas y los hombres de la promesa demostraban siempre su vocación, y establecían su autoridad divina, realizando milagros y haciendo prodigios. Pero Jesús no hacía nada de esto; por ello, la confusión de sus padres aumentaba sin cesar a medida que consideraban su futuro.
El mejoramiento de la situación económica de la familia de Nazaret se reflejaba de muchas maneras en el hogar, especialmente en el aumento del número de tablillas blancas y lisas que se utilizaban como pizarras para escribir; la escritura la efectuaban con un carboncillo. A Jesús también se le permitió reanudar sus clases de música, pues le encantaba tocar el arpa.
Se puede decir en verdad que, a lo largo de este año, Jesús «creció en el favor de los hombres y de Dios». Las perspectivas de la familia parecían buenas y el futuro se presentaba resplandeciente.

2. La muerte de José

Todo fue bien hasta aquel martes fatal 25 de septiembre, cuando un mensajero de Séforis trajo a esta casa de Nazaret la trágica noticia de que José había sido herido de gravedad por la caída de una grúa mientras trabajaba en la residencia del gobernador. El mensajero de Séforis se había detenido en el taller antes de llegar al domicilio de José. Informó a Jesús del accidente de su padre, y los dos juntos fueron a la casa para comunicar la triste noticia a María. Jesús deseaba ir inmediatamente al lado de su padre, pero María no quería oír nada que no fuera salir corriendo para estar junto a su marido. Decidió que iría a Séforis en compañía de Santiago, que por entonces tenía diez años, mientras que Jesús permanecería en la casa con los niños más pequeños hasta su regreso, pues no conocía la gravedad de las heridas de José. Pero José había muerto a consecuencia de sus lesiones antes de que llegara María. Lo trajeron a Nazaret y al día siguiente fue enterrado con sus padres.



Justo en el momento en que las perspectivas eran buenas y el futuro parecía sonreírles, una mano aparentemente cruel golpeaba al cabeza de familia de Nazaret. Los asuntos de este hogar saltaron en pedazos y todos los planes con respecto a Jesús y su futura educación quedaron destruidos. Este joven carpintero, que acababa de cumplir catorce años, tomó conciencia de que no sólo tenía que cumplir la misión recibida de su Padre celestial de revelar la naturaleza divina en la Tierra y en la carne, sino que su joven naturaleza humana tenía que asumir también la responsabilidad de cuidar de su madre viuda y de sus siete hermanos y hermanas — sin contar la que aún no había nacido. Este joven de Nazaret se convertía ahora en el único sostén y consuelo de esta familia tan súbitamente afligida. Así se permitió que sucedieran unos acontecimientos de tipo natural que forzaron a este joven del destino a asumir bien pronto unas responsabilidades considerables, pero altamente pedagógicas y disciplinarias. Se convirtió en el jefe de una familia humana, en el padre de sus propios hermanos y hermanas; tenía que sostener y proteger a su madre y actuar como guardián del hogar de su padre, el único hogar que llegaría a conocer mientras estuvo en este mundo.
Jesús aceptó de buena gana las responsabilidades que cayeron tan repentinamente sobre él y las asumió fielmente hasta el final. Al menos un gran problema y una dificultad prevista en su vida se habían resuelto trágicamente — ya no se esperaba que fuera a Jerusalén para estudiar con los rabinos. Siempre fue verdad que Jesús «no era el discípulo de nadie». Siempre estaba dispuesto a aprender incluso del niño más humilde, pero su autoridad para enseñar la verdad nunca la obtuvo de fuentes humanas.
Aún no sabía nada de la visita de Gabriel a su madre antes de su nacimiento; sólo lo supo por Juan el día de su bautismo, al comienzo de su ministerio público.




A medida que pasaban los años, este joven carpintero de Nazaret medía cada vez más cada institución de la sociedad y cada costumbre de la religión con un criterio invariable: ¿Qué hace por el alma humana? ¿Trae a Dios más cerca del hombre? ¿Lleva al hombre hacia Dios? Aunque este joven no descuidaba por completo los aspectos recreativos y sociales de la vida, cada vez consagraba más su tiempo y sus energías a dos únicas metas: cuidar a su familia y prepararse para hacer en la Tierra la voluntad celestial de su Padre.
Este año, los vecinos cogieron la costumbre de dejarse caer por la casa durante las noches de invierno, para escuchar a Jesús tocar el arpa, oír sus historias (pues el muchacho era un excelente narrador) y escuchar cómo leía las escrituras en griego.
Los asuntos económicos de la familia continuaron rodando bastante bien, porque disponían de una suma considerable de dinero en el momento de la muerte de José. Jesús no tardó en demostrar que poseía un juicio penetrante para los negocios y sagacidad financiera. Era desprendido, pero moderado, y ahorrativo, pero generoso. Demostró ser un administrador prudente y eficaz de los bienes de su padre.
Pero a pesar de todo lo que hacían Jesús y los vecinos de Nazaret para traer alegría a la casa, María, e incluso los niños, estaban llenos de tristeza. José ya no estaba. Había sido un marido y un padre excepcional, y todos lo echaban de menos. Su muerte les parecía aun más trágica cuando pensaban que no habían podido hablar con él o recibir su última bendición.

3. El decimoquinto año (año 9 d. de J.C.)

A mediados de este decimoquinto año — contamos el tiempo de acuerdo con el calendario del siglo veinte, y no según el año judío — Jesús había tomado firmemente el control de la dirección de su familia. Antes de finalizar este año, sus ahorros casi habían desaparecido, y se encontraron en la necesidad de vender una de las casas de Nazaret que José poseía en común con su vecino Jacobo.
Rut, la más pequeña de la familia, nació la noche del miércoles 17 de abril del año 9. En la medida de sus posibilidades, Jesús se esforzó por ocupar el lugar de su padre, consolando y cuidando a su madre durante esta prueba penosa y particularmente triste. Durante cerca de veinte años (hasta que empezó su ministerio público) ningún padre podría haber amado y educado a su hija con más afecto y fidelidad que Jesús cuidó a la pequeña Rut. Fue igualmente un buen padre para todos los demás miembros de su familia.




Durante este año, Jesús formuló por primera vez la oración que enseñó posteriormente a sus apóstoles, y que muchos conocen con el nombre de «Padre Nuestro». En cierto modo, fue una evolución del culto familiar; tenían muchas fórmulas de alabanza y diversas oraciones formales. Después de la muerte de su padre, Jesús trató de enseñar a los niños mayores a que se expresaran de manera individual en sus oraciones — como a él tanto le gustaba hacer — pero no podían comprender su pensamiento y retrocedían invariablemente a sus formas de rezar aprendidas de memoria. En este esfuerzo por estimular a sus hermanos y hermanas mayores para que dijeran oraciones individuales, Jesús trató de mostrarles el camino con frases sugerentes; y pronto se descubrió que, sin intención alguna por su parte, todos utilizaban una forma de rezar ampliamente basada en las ideas directrices que Jesús les había enseñado.
Al final, Jesús renunció a la idea de que cada miembro de la familia formulara oraciones espontáneas. Una noche de octubre, se sentó cerca de la pequeña lámpara rechoncha, junto a la mesa baja de piedra; cogió una tablilla de cedro pulido de unos cincuenta centímetros de lado, y con un trozo de carboncillo escribió la oración que sería en adelante la súplica modelo de toda la familia.
Este año Jesús estuvo muy inquieto debido a reflexiones desconcertantes. Sus responsabilidades familiares habían alejado, de manera bastante eficaz, toda idea de desarrollar enseguida un plan que se adecuara al mandato recibido en la visita de Jerusalén para que «se ocupara de los asuntos de su Padre». Jesús razonaba, con acierto, que velar por la familia de su padre terrenal debía tener prioridad sobre cualquier otro deber, que mantener a su familia debía ser su primera obligación.
En el transcurso de este año, Jesús encontró en el llamado Libro de Enoc un pasaje que le incitó más tarde a adoptar la expresión «Hijo del Hombre» para designarse durante su misión… Había estudiado cuidadosamente la idea del Mesías judío y estaba firmemente convencido de que él no estaba destinado a ser ese Mesías. Deseaba intensamente ayudar al pueblo de su padre, pero nunca pensó en ponerse al frente de los ejércitos judíos para liberar Palestina de la dominación extranjera. Sabía que nunca se sentaría en el trono de David en Jerusalén. Tampoco creía que su misión como liberador espiritual o educador moral se limitaría exclusivamente al pueblo judío. Así pues, la misión de su vida no podía ser de ninguna manera el cumplimiento de los deseos intensos y de las supuestas profecías mesiánicas de las escrituras hebreas, al menos no de la manera en que los judíos comprendían estas predicciones de los profetas. Asimismo, estaba seguro de que nunca aparecería como el Hijo del Hombre descrito por el profeta Daniel.
Pero cuando le llegara la hora de presentarse públicamente como educador del mundo, ¿cómo se llamaría a sí mismo? ¿De qué manera definiría su misión? ¿Con qué nombre lo llamarían las gentes que se convertirían en creyentes de sus enseñanzas?




Mientras le daba vueltas a estos problemas en su cabeza, encontró en la biblioteca de la sinagoga de Nazaret, entre los libros apocalípticos que había estado estudiando, el manuscrito llamado «El Libro de Enoc». Aunque estaba seguro de que no había sido escrito por el Enoc de los tiempos pasados, le resultó muy interesante, y lo leyó y releyó muchas veces. Había un pasaje que le impresionó particularmente, aquel en el que aparecía la expresión «Hijo del Hombre». El autor del pretendido Libro de Enoc continuaba hablando de este Hijo del Hombre, describiendo la obra que debería hacer en la Tierra y explicando que este Hijo del Hombre, antes de descender a esta Tierra para aportar la salvación a la humanidad, había cruzado los atrios de la gloria celestial con su Padre, el Padre de todos; y había renunciado a toda esta grandeza y a toda esta gloria para descender a la Tierra y proclamar la salvación a los mortales necesitados. A medida que Jesús leía estos pasajes (sabiendo muy bien que gran parte del misticismo oriental incorporado en estas enseñanzas era falso), sentía en su corazón y reconocía en su mente que, de todas las predicciones mesiánicas de las escrituras hebreas y de todas las teorías sobre el libertador judío, ninguna estaba tan cerca de la verdad como esta historia incluida en el Libro de Enoc, el cual sólo estaba parcialmente acreditado; allí mismo y en ese momento decidió adoptar como título inaugural «el Hijo del Hombre». Y esto fue lo que hizo cuando empezó posteriormente su obra pública. Jesús tenía una habilidad infalible para reconocer la verdad, y nunca dudaba en abrazarla, sin importarle la fuente de la que parecía emanar.
Por esta época ya tenía decididas muchas cosas relacionadas con su futuro trabajo en el mundo, pero no dijo nada de estas cuestiones a su madre, que seguía aferrada a la idea de que él era el Mesías judío.
Jesús pasó ahora por la gran confusión de su época juvenil. Después de haber resuelto un poco la naturaleza de su misión en la Tierra, «ocuparse de los asuntos de su Padre» — mostrar la naturaleza amorosa de su Padre hacia toda la humanidad — empezó a examinar de nuevo las numerosas declaraciones de las escrituras referentes a la venida de un libertador nacional, de un rey o educador judío. ¿A qué acontecimiento se referían estas profecías? Él mismo, ¿era o no era judío? ¿Pertenecía o no a la casa de David? Su madre afirmaba que sí; su padre había indicado que no. Él decidió que no. Pero, ¿habían confundido los profetas la naturaleza y la misión del Mesías?
Después de todo, ¿sería posible que su madre tuviera razón? En la mayoría de los casos, cuando en el pasado habían surgido diferencias de opinión, era ella quien había tenido razón. Si él era un nuevo educador y no el Mesías, ¿cómo podría reconocer al Mesías judío si éste aparecía en Jerusalén durante el tiempo de su misión terrestre, y cuál sería entonces su relación con este Mesías judío? Después de que hubiera emprendido la misión de su vida, ¿cuáles serían sus relaciones con su familia, con la religión y la comunidad judías, con el Imperio Romano, con los gentiles y sus religiones? El joven galileo le daba vueltas en su mente a cada uno de estos importantes problemas y los examinaba seriamente mientras continuaba trabajando en el banco de carpintero, ganándose laboriosamente su propia vida, la de su madre y la de otras ocho bocas hambrientas.
Antes de finalizar este año, María vio que los fondos de la familia disminuían. Transfirió la venta de las palomas a Santiago. Poco después compraron una segunda vaca y, con la ayuda de Miriam, empezaron a vender leche a sus vecinos de Nazaret.
Los profundos períodos de meditación de Jesús, sus frecuentes desplazamientos a lo alto de la colina para orar y todas las ideas extrañas que insinuaba de vez en cuando, alarmaron considerablemente a su madre. A veces pensaba que el joven estaba fuera de sí, pero luego dominaba sus temores al recordar que, después de todo, era un hijo de la promesa y, de alguna manera, diferente a los demás jóvenes.
Pero Jesús estaba aprendiendo a no expresar todos sus pensamientos, a no exponer todas sus ideas al mundo, ni siquiera a su propia madre. A partir de este año, sus informaciones sobre lo que pasaba por su mente fueron reduciéndose cada vez más; es decir, hablaba menos sobre cosas que las personas corrientes no podían comprender, y que podían conducirle a ser considerado como un tipo raro o diferente de la gente común. Según las apariencias, se volvió vulgar y convencional, aunque anhelaba encontrar a alguien que pudiera comprender sus problemas. Deseaba vivamente tener un amigo fiel y de confianza, pero sus problemas eran demasiado complejos para que pudieran ser comprendidos por sus compañeros humanos. La singularidad de esta situación excepcional le obligó a soportar solo el peso de su carga.

4. El primer sermón en la sinagoga

A partir de los quince años, Jesús podía ocupar oficialmente el púlpito de la sinagoga el día del sábado. En muchas ocasiones anteriores, cuando faltaban oradores, habían pedido a Jesús que leyera las escrituras, pero ahora había llegado el día en que la ley le permitía oficiar el servicio. Por consiguiente, el primer sábado después de su decimoquinto cumpleaños, el chazan arregló las cosas para que Jesús dirigiera los oficios matutinos de la sinagoga. Cuando todos los fieles de Nazaret estuvieron congregados, el joven, que ya había seleccionado un texto de las escrituras, se levantó y comenzó a leer:




«El espíritu del Señor Dios está sobre mí, porque el Señor me ha ungido; me ha enviado para traer buenas nuevas a los mansos, para vendar a los doloridos, para proclamar la libertad a los cautivos y liberar a los presos espirituales; para proclamar el año de la gracia de Dios y el día del ajuste de cuentas de nuestro Dios; para consolar a todos los afligidos y darles belleza en lugar de ceniza, el óleo de la alegría en lugar de luto, un canto de alabanza en vez de un espíritu angustiado, para que puedan ser llamados árboles de rectitud, la plantación del Señor, destinada a glorificarlo.
«Buscad el bien y no el mal para que podáis vivir, y así el Señor, el Dios de los ejércitos, estará con vosotros. Aborreced el mal y amad el bien; estableced el juicio en la puerta. Quizá el Señor Dios será benévolo con el remanente de José.
«Lavaos, purificaos; la maldad de vuestras obras quitadla de delante de mis ojos; dejad de hacer el mal y aprended a hacer el bien; buscad la justicia, socorred al oprimido. Defended al huérfano y amparad a la viuda.
«¿Con qué me presentaré ante el Señor, para inclinarme ante el Señor de toda la Tierra? ¿Vendré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Le agradarán al Señor millares de carneros, decenas de millares de ovejas, o ríos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi transgresión, el fruto de mi cuerpo por el pecado de mi alma? ¡No!, porque el Señor nos ha mostrado, oh hombres, lo que es bueno. ¿Y qué os pide el Señor si no que seáis justos, que améis la misericordia y que caminéis humildemente con vuestro Dios?
«¿Con quién, entonces, compararéis a Dios que está sentado en el círculo de la Tierra? Levantad los ojos y mirad quién ha creado todos estos mundos, quién produce sus huestes por multitudes y las llama a todas por su nombre. Él hace todas estas cosas por la grandeza de su poder, y debido a la fuerza de su poder, ninguna fallará. Él da vigor al débil, y multiplica las fuerzas de los que están fatigados. No temáis, porque estoy con vosotros; no desmayéis, porque soy vuestro Dios. Os fortificaré y os ayudaré; sí, os sustentaré con la diestra de mi justicia, porque yo soy el Señor vuestro Dios. Y sostendré vuestra mano derecha, diciéndoos: no temáis, porque yo os ayudaré.
«Y tú eres mi testigo, dice el Señor, y mi siervo a quien he elegido para que todos puedan conocerme, creerme y entender que yo soy el Eterno. Yo, sólo yo, soy el Señor, y aparte de mí no hay salvador».
Cuando terminó de leer así, se sentó, y la gente se fue a sus casas meditando las palabras que les había leído con tanto agrado. Sus paisanos nunca lo habían visto tan magníficamente solemne; nunca lo habían oído con una voz tan seria y tan sincera; nunca lo habían visto tan varonil y decidido, con tanta autoridad.
Ese sábado por la tarde Jesús subió con Santiago a la colina de Nazaret, y cuando regresaron a casa, con un carboncillo escribió los Diez Mandamientos en griego sobre dos tablillas. Más tarde, Marta coloreó y adornó estas tablillas y estuvieron colgadas mucho tiempo en la pared, encima del pequeño banco de trabajo de Santiago.

5. La lucha financiera


Jesús y su familia volvieron gradualmente a la vida simple de sus primeros años. Sus ropas e incluso sus alimentos se simplificaron. Tenían leche, mantequilla y queso en abundancia. Según la estación, disfrutaban de los productos de su huerto, pero cada mes que pasaba les obligaba a practicar una mayor frugalidad. Su desayuno era muy simple; los mejores alimentos los reservaban para la cena. Sin embargo, la falta de riqueza entre estos judíos no implicaba inferioridad social.
Este joven ya poseía una comprensión casi completa de cómo vivían los hombres de su tiempo. Sus enseñanzas posteriores muestran hasta qué punto comprendía bien la vida en el hogar, en el campo y en el taller; revelan plenamente su contacto íntimo con todas las fases de la experiencia humana.
El chazán de Nazaret continuaba aferrado a la creencia de que Jesús estaba destinado a convertirse en un gran educador, probablemente en el sucesor del famoso Gamaliel de Jerusalén.
Aparentemente, todos los planes de Jesús para su carrera se habían desbaratado. Tal como se desarrollaban las cosas, el futuro no parecía muy brillante. Sin embargo, no vaciló ni se desanimó. Continuó viviendo día tras día, desempeñando bien su deber cotidiano y cumpliendo fielmente con las responsabilidades inmediatas de su posición social en la vida. La vida de Jesús es el consuelo eterno de todos los idealistas decepcionados.
El salario diario de un carpintero corriente disminuía poco a poco. A finales de este año, y trabajando de sol a sol, Jesús sólo podía ganar el equivalente de un cuarto de dólar al día. Al año siguiente les resultó difícil pagar los impuestos civiles, sin mencionar las contribuciones a la sinagoga y el impuesto de medio siclo para el templo. Durante este año, el recaudador de impuestos intentó arrancarle a Jesús una renta suplementaria, e incluso le amenazó con llevarse su arpa.
Temiendo que el ejemplar de las escrituras en griego pudiera ser descubierto y confiscado por los recaudadores de impuestos, Jesús lo donó a la biblioteca de la sinagoga de Nazaret el día de su decimoquinto cumpleaños, como su ofrenda de madurez al Señor.
El gran disgusto de su decimoquinto año se produjo cuando Jesús fue a Séforis para recibir el veredicto de Herodes, relacionado con la apelación que habían interpuesto ante él por la controversia sobre la cantidad de dinero que le debían a José en el momento de su muerte accidental. Jesús y María habían esperado recibir una considerable suma de dinero, pero el tesorero de Séforis les había ofrecido una cantidad irrisoria. Los hermanos de José apelaron ante el mismo Herodes, y ahora Jesús se encontraba en el palacio y oyó a Herodes decretar que a su padre no se le debía nada en el momento de su muerte. A causa de esta decisión tan injusta, Jesús nunca más confió en Herodes Antipas. No es extraño que en una ocasión se refiriera a Herodes como «ese zorro».




Durante este año y los siguientes, el duro trabajo en el banco de carpintero privó a Jesús de la posibilidad de relacionarse con los viajeros de las caravanas. Un tío suyo ya se había hecho cargo de la tienda de provisiones de la familia y Jesús trabajaba todo el tiempo en el taller de la casa, donde estaba cerca para ayudar a María con la familia. Por esta época empezó a enviar a Santiago a la parada de las caravanas para obtener información sobre los acontecimientos mundiales, intentando así mantenerse al corriente de las noticias del día.
A medida que crecía hacia la madurez, pasó por los mismos conflictos y confusiones que todos los jóvenes normales de todos los tiempos anteriores y posteriores. La rigurosa experiencia de tener que mantener a su familia era una salvaguardia segura contra el exceso de tiempo libre para dedicarlo a la meditación ociosa o abandonarse a las tendencias místicas.
Éste fue el año en que Jesús arrendó una gran parcela de terreno justo al norte de su casa, que dividieron en huertos familiares. Cada uno de los hermanos mayores tenía un huerto individual, y se hicieron una viva competencia en sus esfuerzos agrícolas. Durante la temporada de cultivo de las legumbres, su hermano mayor pasó cada día algún tiempo con ellos en el huerto. Mientras Jesús trabajaba en el huerto con sus hermanos y hermanas menores, acarició muchas veces la idea de que todos podían vivir en una granja en el campo, donde podrían disfrutar de la libertad y la independencia de una vida sin trabas. Pero no estaban creciendo en el campo, y Jesús, que era un joven totalmente práctico a la vez que idealista, atacó su problema de manera vigorosa e inteligente según se presentaba. Hizo todo lo que estuvo en su mano para adaptarse con su familia a las realidades de su situación, y acomodar su condición para la mayor satisfacción posible de sus deseos individuales y colectivos.
En un momento determinado, Jesús tuvo la débil esperanza de que pudiera reunir los recursos suficientes para justificar la tentativa de comprar una pequeña granja, con tal que pudieran recaudar la considerable suma de dinero que le debían a su padre por sus trabajos en el palacio de Herodes. Había pensado muy seriamente en este proyecto de establecer a su familia en el campo. Pero cuando Herodes se negó a pagarles el dinero que le debían a José, abandonaron el deseo de poseer una casa en el campo. Tal como estaban las cosas, se las ingeniaron para disfrutar de muchas de las experiencias de la vida campesina, pues ahora tenían tres vacas, cuatro ovejas, un montón de polluelos, un asno y un perro, además de las palomas. Incluso los más pequeños tenían sus tareas regulares que hacer dentro del plan de administración bien organizado que caracterizaba la vida hogareña de esta familia de Nazaret.
Al finalizar su decimoquinto año, Jesús concluyó la travesía de este período peligroso y difícil de la existencia humana, de esta época de transición entre los años más placenteros de la infancia y la conciencia de la edad adulta que se aproxima, con sus mayores responsabilidades y oportunidades para adquirir una experiencia avanzada en el desarrollo de un carácter noble. El período de crecimiento mental y físico había terminado, y ahora empezaba la verdadera carrera de este joven de Nazaret.


Los años de adolescencia

AL EMPEZAR los años de su adolescencia, Jesús se encontró como jefe y único sostén de una familia numerosa. Pocos años después de la muerte de su padre, habían perdido todas sus propiedades. A medida que pasaba el tiempo, se volvió cada vez más consciente de su preexistencia; al mismo tiempo empezó a comprender más plenamente que estaba presente en la Tierra y en la carne con la finalidad expresa de revelar su Padre Paradisiaco a los hijos de los hombres.
Ningún adolescente que haya vivido o que pueda vivir alguna vez en este mundo o en cualquier otro mundo ha tenido ni tendrá nunca que resolver problemas más graves o desenredar dificultades más complicadas. Ningún joven tendrá nunca que pasar por unos conflictos más probatorios o por unas situaciones más penosas que las que Jesús mismo tuvo que soportar durante el arduo período comprendido entre sus quince y sus veinte años de edad.
Tras haber saboreado así la experiencia efectiva de vivir estos años de adolescencia en un mundo acosado por el mal y perturbado por el pecado, el Hijo del Hombre llegó a poseer un conocimiento pleno de la experiencia que vive la juventud. Así se convirtió para siempre en el refugio comprensivo de los adolescentes angustiados y perplejos de todos los tiempos.

1. El decimosexto año (año 10 d. de J.C.)

El Hijo encarnado pasó por la infancia y experimentó una niñez exenta de acontecimientos notables. Luego emergió de la penosa y probatoria etapa de transición entre la infancia y la juventud — se convirtió en el Jesús adolescente.
Este año alcanzó su máxima estatura física. Era un joven viril y bien parecido. Se volvió cada vez más formal y serio, pero era amable y compasivo. Tenía una mirada bondadosa pero inquisitiva; su sonrisa era siempre simpática y alentadora. Su voz era musical pero con autoridad; su saludo, cordial pero sin afectación. En todas las ocasiones, incluso en los contactos más comunes, parecía ponerse de manifiesto la esencia de una doble naturaleza, la humana y la divina. Siempre mostraba esta combinación de amigo compasivo y de maestro con autoridad. Y estos rasgos de su personalidad comenzaron a manifestarse muy pronto, incluso desde los años de su adolescencia.
Este joven físicamente fuerte y robusto también había adquirido el crecimiento completo de su intelecto humano, no la experiencia total del pensamiento humano, sino la plena capacidad para ese desarrollo intelectual. Poseía un cuerpo sano y bien proporcionado, una mente aguda y analítica, una disposición de ánimo generosa y compasiva, un temperamento un poco fluctuante pero dinámico; todas estas cualidades se estaban organizando en una personalidad fuerte, sorprendente y atractiva.




A medida que pasaba el tiempo, su madre y sus hermanos y hermanas tenían más dificultades para comprenderlo; tropezaban con lo que decía e interpretaban mal sus acciones. Todos eran incapaces de comprender la vida de su hermano mayor, porque su madre les había dado a entender que estaba destinado a ser el libertador del pueblo judío. Después de haber recibido estas insinuaciones de María como secretos de familia, imaginad su confusión cuando Jesús desmentía francamente todas estas ideas e intenciones.
Este año Simón empezó a ir a la escuela, y la familia se vio obligada a vender otra casa. Santiago se encargó ahora de la enseñanza de sus tres hermanas, dos de las cuales eran lo bastante mayores como para empezar a estudiar en serio. En cuanto Rut creció, la pusieron en manos de Miriam y Marta. Habitualmente, las muchachas de las familias judías recibían poca educación, pero Jesús sostenía (y su madre estaba de acuerdo) que las chicas tenían que ir a la escuela lo mismo que los varones, y puesto que la escuela de la sinagoga no las admitiría, lo único que se podía hacer era habilitar una escuela en casa especialmente para ellas.
Durante todo este año, Jesús no pudo separarse de su banco de carpintero. Afortunadamente tenía mucho trabajo; lo realizaba de una manera tan superior que nunca se encontraba en paro, aunque la faena escaseara por aquella región. A veces tenía tanto que hacer que Santiago lo ayudaba.
A finales de este año tenía casi decidido que, después de haber criado a los suyos y de verlos casados, emprendería su trabajo público como maestro de la verdad y revelador del Padre celestial para el mundo. Sabía que no se convertiría en el Mesías judío esperado, y llegó a la conclusión de que era prácticamente inútil discutir estos asuntos con su madre. Decidió permitirle que siguiera manteniendo todas las ilusiones que quisiera, puesto que todo lo que él había dicho en el pasado había hecho poca o ninguna mella en ella; recordaba que su padre nunca había podido decir algo que la hiciera cambiar de opinión. A partir de este año habló cada vez menos con su madre, o con otras personas, sobre estos problemas. Su misión era tan especial que nadie en el mundo podía darle consejos para realizarla.
A pesar de su juventud, era un verdadero padre para su familia. Pasaba todas las horas que podía con los pequeños, y éstos lo amaban sinceramente. Su madre sufría al verlo trabajar tan duramente; le apenaba que estuviera día tras día atado al banco de carpintero para ganar la vida de la familia, en lugar de estar en Jerusalén estudiando con los rabinos, tal como habían planeado con tanto cariño. Aunque María no podía comprender muchas cosas de su hijo, lo amaba de verdad; lo que más apreciaba era la buena voluntad con que asumía la responsabilidad del hogar.

2. El decimoséptimo año (año 11 d. de J.C.)

Por esta época se produjo una agitación considerable, especialmente en Jerusalén y Judea, a favor de una rebelión contra el pago de los impuestos a Roma. Estaba creándose un fuerte partido nacionalista, que poco después se conocería como los celotes. Los celotes, al contrario que los fariseos, no estaban dispuestos a esperar la llegada del Mesías. Proponían resolver la situación mediante una revuelta política.
Un grupo de organizadores de Jerusalén llegó a Galilea y fueron teniendo mucho éxito hasta que se presentaron en Nazaret. Cuando fueron a ver a Jesús, éste los escuchó atentamente y les hizo muchas preguntas, pero rehusó incorporarse al partido. No quiso explicar en detalle todas las razones que le impedían adherirse, y su negativa tuvo por efecto que muchos de sus jóvenes amigos de Nazaret tampoco se afiliaran.
María hizo lo que pudo para inducirlo a que se afiliara, pero no logró hacerle cambiar de parecer. Llegó incluso a insinuarle que su negativa a abrazar la causa nacionalista, como ella se lo ordenaba, equivalía a una insubordinación, a una violación de la promesa que había hecho, cuando regresaron de Jerusalén, de que obedecería a sus padres; pero en respuesta a esta insinuación, Jesús se limitó a poner una mano cariñosa en su hombro y mirándola a la cara le dijo: «Madre, ¿cómo puedes?» Y María se retractó.
Uno de los tíos de Jesús (Simón, el hermano de María) ya se había unido a este grupo, y posteriormente llegó a convertirse en oficial de la sección galilea. Durante varios años, se produjo cierto distanciamiento entre Jesús y su tío.
Pero el alboroto se estaba fraguando en Nazaret. La actitud de Jesús en este asunto había dado como resultado la creación de una división entre los jóvenes judíos de la ciudad. Aproximadamente la mitad se había unido a la organización nacionalista, y la otra mitad empezó a formar un grupo opuesto de patriotas más moderados, esperando que Jesús asumiera la dirección. Se quedaron asombrados cuando rehusó el honor que le ofrecían, alegando como excusa sus pesadas responsabilidades familiares, cosa que todos reconocían. Pero la situación se complicó aún más cuando poco después se presentó Isaac, un judío rico prestamista de los gentiles, que propuso mantener a la familia de Jesús si éste abandonaba sus herramientas de trabajo y asumía la dirección de estos patriotas de Nazaret.
Jesús, que apenas tenía entonces diecisiete años, tuvo que enfrentarse con una de las situaciones más delicadas y difíciles de su joven vida. Siempre es difícil para los dirigentes espirituales relacionarse con las cuestiones patrióticas, especialmente cuando éstas se complican con unos opresores extranjeros que recaudan impuestos; en este caso era doblemente cierto, puesto que la religión judía estaba implicada en toda esta agitación contra Roma.



La posición de Jesús era aún más delicada porque su madre, su tío e incluso su hermano menor Santiago, lo instaban a abrazar la causa nacionalista. Los mejores judíos de Nazaret ya se habían afiliado, y los jóvenes que aún no se habían incorporado al movimiento lo harían en cuanto Jesús cambiara de opinión. Sólo tenía un consejero sabio en todo Nazaret, su viejo maestro el chazan, que le aconsejó sobre cómo responder al comité de ciudadanos de Nazaret cuando vinieran a pedirle su respuesta a la petición pública que se le había hecho. En toda la juventud de Jesús, ésta fue la primera vez que tuvo que recurrir conscientemente a una estratagema pública. Hasta entonces, siempre había contado con una exposición sincera de la verdad para esclarecer la situación, pero ahora no podía proclamar toda la verdad. No podía insinuar que era más que un hombre; no podía revelar su idea de la misión que le aguardaba cuando fuera más maduro. A pesar de estas limitaciones, su fidelidad religiosa y su lealtad nacional estaban puestas en entredicho directamente. Su familia se encontraba agitada, sus jóvenes amigos divididos y todo el contingente judío de la ciudad alborotado. ¡Y pensar que él era el culpable de todo esto! Qué lejos estaba de su intención causar cualquier alboroto y mucho menos una perturbación de este tipo.
Había que hacer algo. Tenía que aclarar su postura, y lo hizo de manera valiente y diplomática, para satisfacción de muchos aunque no de todos. Se atuvo a los términos de su argumento original, sosteniendo que su primer deber era hacia su familia, que una madre viuda y ocho hermanos y hermanas necesitaban algo más que lo que simplemente se podía comprar con el dinero — lo necesario para la vida material — , que tenían derecho a los cuidados y a la dirección de un padre, y que en conciencia no podía eximirse de la obligación que un cruel accidente había arrojado sobre él. Elogió a su madre y al mayor de sus hermanos por estar dispuestos a exonerarlo de esta responsabilidad, pero reiteró que la fidelidad a la memoria de su padre le impedía dejar a la familia, independientemente de la cantidad de dinero que se recibiera para su sostén material, expresando entonces su inolvidable afirmación de que «el dinero no puede amar». En el transcurso de esta declaración, Jesús hizo varias alusiones veladas a la «misión de su vida», pero explicó que, con independencia de que fuera o no compatible con la acción militar, había renunciado a ella así como a todo lo demás para poder cumplir fielmente sus obligaciones hacia su familia. En Nazaret todos sabían muy bien que era un buen padre para su familia, y como esto era algo que tocaba la sensibilidad de todo judío bien nacido, la alegación de Jesús encontró una respuesta favorable en el corazón de muchos de sus oyentes. Algunos otros que no tenían las mismas disposiciones fueron desarmados por un discurso que Santiago pronunció en ese momento, aunque no figurara en el programa. Aquel mismo día, el chazan había hecho que Santiago ensayara su alocución, pero esto era un secreto entre ellos.
Santiago declaró que estaba seguro de que Jesús ayudaría a liberar a su pueblo si él (Santiago) tuviera suficiente edad como para asumir la responsabilidad de la familia; si consentían en permitir a Jesús que permaneciera «con nosotros para ser nuestro padre y educador, la familia de José no sólo os dará un dirigente, sino en poco tiempo cinco nacionalistas leales, porque ¿no somos cinco varones que estamos creciendo y que saldremos de la tutela de nuestro hermano-padre para servir a nuestra nación?» De esta manera el muchacho llevó a un final bastante feliz una situación muy tensa y amenazadora.
La crisis se había superado por el momento, pero este incidente nunca se olvidó en Nazaret. La agitación persistió; Jesús ya no volvió a contar con el favor universal; las diferencias de sentimiento nunca llegaron a superarse del todo. Este hecho, complicado con otros acontecimientos posteriores, fue uno de los motivos principales por los que Jesús se trasladó años más tarde a Cafarnaúm. En adelante, los sentimientos respecto al Hijo del Hombre permanecieron divididos en Nazaret.
Santiago terminó este año sus estudios en la escuela y empezó a trabajar a jornada completa en el taller de carpintería de la casa. Se había convertido en un obrero diestro con las herramientas y se hizo cargo de la fabricación de los yugos y arados, mientras que Jesús empezó a hacer más trabajos delicados de ebanistería y de terminación de interiores.
Durante este año Jesús progresó mucho en la organización de su mente. Gradualmente había conciliado su naturaleza divina con su naturaleza humana, y efectuó toda esta organización intelectual con la fuerza de sus propias decisiones y con la única ayuda de su Monitor interior, un Monitor semejante al que llevan dentro de su mente todos los mortales normales en todos los mundos donde se ha donado un Hijo. Hasta ahora no había sucedido nada sobrenatural en la carrera de este joven, excepto la visita de un mensajero enviado por su hermano mayor Emmanuel, que se le apareció una vez durante la noche en Jerusalén.