ART I CREATIVITAT.
Una de les dificultats més importants que ens trobem aquells a qui ens agrada la bellesa en les manifestacions de la creativitat humana, és precisament la de definir què és l’art. De fet al llarg dels segles s’han produït un munt de definicions sobre els que és l’art, però encara, no n’hi ha cap que sigui acceptada per la totalitat dels estudiosos o especialistes.
D’entre aquestes definicions podem veure algunes, aquelles que m’han semblat més interessants:
Arte es aquel acto o facultad mediante la que, valiéndose de la materia, la imagen o el sonido, expresa o imita el hombre a lo material -la Naturaleza- o lo inmaterial - lo abstracto -.
Arte es un estado o capacidad para hacer algo de acuerdo con unos preceptos, procedimientos o modelos (habilitat o técnica).
Arte es el intento del hombre de expresar unas vivéncias interiores y de querer comunicarlas.
Es una de las instituciones sociales primarias, que trata de responder simbólicamente al enigma de la vida, de la misma manera que lo hace la religión en lo espiritual; el hombre persigue constantemente esa pesquisa en su deseo de calmar el temor a la muerte que siempre le aflige.
El arte es a la vez creación y juego. De los dos, el segundo es realmente importante, pues en lo espontáneo reside el espíritu del arte.
El arte es como un exceso de energía física y mental, que se expresa libre y sin trabas, y que existe porqué sí; es el resultado de una especie de “lombrices” que impelen al hombre a crear sin ninguna razón explicable y sin poder evitarlo.
El que resulta evident és que tota obra d’art és el resultat de la creativitat d’un personatge al que anomenem artista i que, quan les necessitats físiques estan cobertes i quan les necessitats psicològiques de pertinença i de respecte són garantides, aleshores s’obre davant l’individu l’aventura personal de la creativitat.
Però llavors, que vol dir crear?.
Crear per l’home vol dir compondre una relació nova amb elements preexistents, la tela i els colors, les pedres i l’edifici, el bloc de marbre i l’escultura, el llenguatge i l’escriptura, etc.
Fixem-nos, en darrera instància crear consisteix en connectar estructures mentals (la de l’artista i la de l’espectador), quan aquesta connexió s’expressa en una forma determinada, i aquesta forma, produeix commoció a l’espectador, en diem art; però quan aquesta connexió s’expressa en un llenguatge simbòlic i produeix coneixements, en diem ciència. Entre l’art i la ciència s’estableix una relació dialèctica, de manera que en cada cultura, o civilització hi ha una determinada ciència i li correspon un determinat art, llavors parlem de paradigma científic i d’estil artístic. L’art va davant en quan a la formulació de nous temes, mentre que la ciència proveeix dels instruments necessaris per a descobrir realitats desconegudes.
En els grans moments creatius de la humanitat, ciència i art no han estat separats, sinó que s’han produït simultàniament, com correspon a dos aspectes complementaris nascuts d’un mateix i únic impuls. Poesia i pintura, teoria i experiment són trams de la mateixa via, cercant la Unitat en la diversitat, a traves de dos contextos aparentment dissociats que és fonen en una nova síntesi. L’art compon entitats artificials prèviament inexistents; combinant eixos materials capaços d’intensificar l’experiència i de provocar emocions en profunditat. Així dons, quin serà l’objectiu de l’artista: competir amb la Natura en la generació de formes i fenòmens.
Per explicar millor aquest misteri de la creació artística, recorreré a un magnífic text de Rafael Argullol, el qual m'he permés comentar i adaptar a les necessitats d'aquest missatge.
"LA FUERZA INDESCIFRABLE.
En la Odisea, cuando el bardo de Ítaca Femio, trata de exponer la esencial naturaleza de su palabra dice: “el dios ha introducido en mi corazón sus dictados y creo que mi canto es el de mi dios”. De esta manera ya, Homero se hace eco del misterio que desde siempre ha rodeado el fondo último de la creatividad artística, abriendo un interrogante que casi tres mil años después, no ha logrado zanjar ninguna explicación científica. ¿En dónde radica el manantial original del que fluye la creatividad?. A lo largo de los siglos se han ido dando diferentes nombres a ésta fuente dios, el demonio, el alma del mundo, el sueño, un determinado estigma espiritual. Viejos y nuevos postulados cíclicamente asumidos por el hombre, en la inútil tentativa de reflexionar sobre la procedencia de la inspiración.
Ha habido también, quien ha tratado de negarla de raíz.
Como ejemplo el mismo Aristóteles, y tras él, el racionalismo o el empirismo modernos, para quienes todo acto es fruto de la experiencia, el trabajo, el método, la organización, la capacidad de representación. Estos son los componentes que intervienen en el acto artístico. Todos ellos son visibles a la conciencia. Ninguno es invisible o emana de planos ocultos o ignotos, no hay que buscar ningún tipo de elementos que ultrapasen la razón. Esta es la concepción ampliamente mayoritaria en nuestra sociedad.
Y sin embargo, la actitud racionalista no resuelve la cuestión del porqué de la peculiar sensibilidad del músico, del pintor, del poeta, del artista en general; tampoco, la de las circunstancias en que, a partir de esa sensibilidad, aflora la posibilidad de la creación. Ni resuelve el problema del “estado distinto” que es propio del artista o, por lo menos, en el que se sume transitoriamente durante los momentos de inspiración.
Dos grandes interpretaciones hipotéticas han ido abordando a lo largo del tiempo ese “estado distinto”; aquella que considera tal estado como una situación provisional, fruto de una intervención exterior que conmociona al hombre y le impele a la expresión artística; y aquella otra que lo considera un rasgo permanente que, aunque se manifiesta ocasionalmente, es un atributo inherente a ciertos individuos. Además, resulta evidente que en los grandes genios, en los grandes artistas los Leonardo, Rafael, Miguel Ángel, Picasso, Mozart, Beethoven, Wagner, Goethe, Novalis y tantos otros, ambas hipótesis parecen convivir.
La identificación de la inspiración artística como un “estado de posesión” se corresponde con lo que podríamos denominar un pensamiento mítico, que queda perfectamente expresado en aquella frase de Raimundo Pánnikar: “En el principio y al final era el Mito, ya que el Mito es la Realidad”. Este planteamiento lo encontramos, tanto en la épica antigua “Poema de Gilgamesh”, “Rig Veda”, como en las tradiciones clásicas greco-latinas, la “Odisea”, “Teogonía”, “Eneida”, así como en la judeo-cristiana, los libros de los profetas, el Nuevo Testamento.
Este pensamiento mítico sostiene que la entrada del artista en el “estado distinto” o de “delirio”, se debe a la intervención de potencias exteriores, a menudo identificadas como las Musas, convirtiéndose en una especie de “medium” entre hombres y dioses, dado que, penetrado por el dios, el artista, a través de medios ajenos a la racionalidad, e incluso involuntariamente, hace de su obra una especie de caja de resonancia, por la que la fuerza divina se expande hacia los otros hombres. La intervención del dios conmociona al artista y le incita a un determinado tipo de creación que puede llegar a provocar en los otros hombres, una conmoción no menor.
De hecho, el juicio que nos merece una obra de arte, no está estrictamente vinculada a criterios de “gusto”, ni de “veracidad”, o de “imitación de la naturaleza”, sino en su capacidad de conmocionarnos, de absorbernos, de causar en nosotros un estado semejante al que suponemos se encuentra el artista, en el momento de la inspiración, o de la posesión divina.
El “estado de posesión” divina, o de su oposición simétrica demoníaca, se encuentra en la base de las teorías artísticas del neoplatonismo que han influido poderosísimamente en el arte occidental, particularmente en el Renacimiento, en el Romanticismo y en nuestro siglo. Resulta sumamente ilustrador comprobar la extraordinaria vitalidad de una interpretación de raíz mítica aún en nuestros días, a pesar del pseudo racionalismo imperante en nuestra sociedad. Si, es cierto, varían los símbolos: Apolo y las Musas desaparecen, para reaparecer un tiempo después, o son substituidos por el Alma del Mundo, la Armonía Cósmica, el Espíritu de la Naturaleza, la Noche o los Ángeles, pero en todos los casos, se recurre a una instancia que aun no siendo totalmente ajena a la conciencia humana, tampoco forma parte enteramente de ella. Así, el permanente misterio que ha rodeado a la esencia del fenómeno artístico, ha significado uno de los más rotundos desmentidos a la creencia de que nuestra desarrollada civilización haya conseguido que el Mythos sea desplazado, definitivamente, por el Logos, en otras palabras, mientras permanezca el misterio de la creatividad artística, el hombre moderno no conseguirá alcanzar una absoluta explicación de sí mismo.
Caben aún otras interpretaciones, por ejemplo la de que el dios no actúa desde afuera, sino que se halla interiorizado en el hombre. Lo universal está constantemente presente en la individualidad humana, la cual, a pesar de que la actividad racional le fomente la ilusión de mantener una independencia en el seno del mundo, depende siempre de aquella presencia. Según ésta hipótesis, la potencialidad divina del ser humano reside, no en la intervención exterior de una fuerza “numinosa”, sino en que el hombre, por decirlo así, no es únicamente hombre: es Naturaleza, es mundo, y si se quiere utilizar el lenguaje simbólico de la mitología, es dios.
La revolución renacentista-romántica instaura además otra posibilidad. En ella, la peculiaridad del “estado distinto”, seria consecuencia de una particular y privilegiada mirada al fondo universal que late en lo más profundo del hombre. El artista continuaría siendo un medium, pero ahora, ya no entre dios y los hombres, sino entre lo universal - abierto e infinito - y lo singular - limitado y finito -. De acuerdo con ésta hipótesis, la inspiración se identificaría con el momento - no necesariamente temporal- en que es ejercida esa función mediadora, y el artista, como aquel hombre capaz de vislumbrar lo que permanece invisible a las miradas del común de los mortales, encerradas en los estrechos márgenes de la racionalidad. A la idea de “estado de posesión” la sustituye la de “posesión de un estado” y el artista adquiere una condición, que le permite intuir lo universal.
Si todos los hombres son potencialmente divinos, únicamente el artista, alcanza a reconocer, en determinados momentos, esa potencialidad, ese vínculo transindividual. En el genio-artista de la tradición renacentista-romántica convergerán pues, la participación de fuerzas inescrutables e incontrolables -lo universal- y la idea del artista creador como “alter-deus”. Tanto en un sentido, como en el otro, la ineludible presencia de la inspiración como el “estado distinto” en que el artista se sume en planos supraracionales y suprahumanos. No deberíamos caer en el error de considerar esta concepción como “irracionalista”, pues en ella no hay anulación de la racionalidad, sino un ensanchamiento de los horizontes de ésta.
Veamos, el hombre, todos los hombres, viajan a lo largo de su vida, a través de diversos estratos de la conciencia y, aunque normalmente sólo los más superficiales e individualizados le son perceptibles, no por ello los más ocultos le son menos determinantes, como han demostrado los estudios del psicoanálisis y de la psicología transpersonal. Junto a una conciencia de vigilia, hay una conciencia onírica; junto a una diurna, racional, deductiva y lógica, hay otra nocturna, fantasiosa, intuitiva e imaginativa; junto a una conciencia individual hay otra de cósmica. Y unas y otras se acechan, se combaten y se soportan mutuamente, a pesar de que el hombre, en su quehacer cotidiano lo desconozca. La inspiración artística sería como sumergirse en un tipo distinto de conocimientos, el acceso a aquellos estratos de la conciencia que resultan vedados a lo que habitual y restrictivamente denominamos conocimiento racional. En el pensamiento renacentista-romántico, se otorga al arte la posibilidad de establecer conexiones entre la conciencia vigilante/individual y la conciencia cósmica, o con el inconsciente.
Cuando el gran poeta romántico Holderlin escribe que “el hombre es un dios cuando sueña”, resume perfectamente esa pluridimensionalidad de la conciencia y el poder que se concede al acto artístico de atravesar esos diversos estados. Al viajar por el universo sin leyes del sueño, se acerca en mayor medida a las leyes del universo, que no cuando está sometido a la coerción de la conciencia vigilante.
Tanto la conciencia cósmica, como el inconsciente, son comparados por numerosos pensadores, filósofos, artistas, como Schopenhauer, a un “artista oculto”. Bajo esta nueva perspectiva, la inspiración revelaría al hombre, la realidad de su “artista oculto”, posibilitándole la visión de lo abierto, de lo universal. De ahí que las “sensaciones”, las “emociones”, las “intuiciones” y las formas sin forma captadas por el artista en el instante de la inspiración, vuelquen sobre él una dimensión universalizadora, lo que era concreto, particular, se vuelve general, colectivo.
Sin embargo, para que el cuadro pueda ser pintado, la escultura realizada, o la sinfonía compuesta, es necesario, en primer lugar que el “artista oculto” sea descubierto, y en segundo, que las formas sin forma percibidas en la inspiración, sean cinceladas. Pero de acuerdo con la inapelable ley universal, lo que está oculto se resiste a ser descubierto y lo que no tiene forma se resiste a ser moldeado. La inspiración no conlleva directamente a la creación artística, sino que tan sólo ofrece la posibilidad. Incluso podría decirse que abre y cierra al mismo tiempo dicha posibilidad, ya que aquel que accede a su “artista oculto” puede fascinarse - u horrorizarse- ante lo que ha intuido, pero además, puede quedar inmovilizado ante ello, reducido al silencio. Para no permanecer atrapado, el artista debe salir victorioso de la lucha que mantienen “sus” conciencias. Para poder expresar lo intuido en la inspiración, mediante una obra de arte, lo diurno debe imponerse a lo nocturno, lo individual a lo cósmico.
En nuestros días, los últimos avances de la psicología, así como los descubrimientos sobre el funcionamiento del cerebro, intentan aportar algo de luz a la oscuridad que rodea el fenómeno creativo. Según parece, toda actividad mental, incluida la suprema de la creatividad artística, surge del cerebro, aunque en éste punto, otros estudiosos como Ken Wilber, sostienen que las diferentes partes y órganos del ser humano, también participan en las actividades de la mente y de la conciencia, de manera que según él, pensamos con todo el cuerpo. El acto creativo se produce en zonas que permanecen por encima, o por debajo, de la zona consciente. Llamémosla subconsciente, adormecimiento, sueño, éxtasis o revelación. En todos los casos se trata de un retorno de la mente a lo indiferenciado, a todo aquello que es anterior al lenguaje -a todo lenguaje -, a la fluidez, a lo que se denomina el Nagual en la terminología chamánica.
El acto creativo nace del dejarse penetrar, de un abandono voluntario y relajado a los procesos autónomos del cerebro, y es únicamente en ese estado, más allá de la razón, en el que las Musas pueden acudir. En él, el artista dirige su “otra mirada” - la de la imaginación- hacia el profundo mar de vagas interconexiones indefinidas, donde rezuman en caótica danza, “sensaciones”, “imágenes mentales”, incluso “alucinaciones”, producidas por erráticas sinapsis neuronales, allí la sensibilidad, la inspiración, permitirán al artista descubrir conexiones que hasta entonces habían permanecido ocultas.
Por otra parte, parece que el cerebro contiene una serie de conjuntos de ennagramas - uniones potenciales de neuronas, que se producen cuando un determinado fenómeno o acontecimiento se repite reiteradamente, o cuando una determinada acción impresiona fuertemente nuestra conciencia- relacionados con diversos temas como la memoria, evaluación crítica, habilidad manual o técnica interiorizadas, etc. De manera que cuando el artista se sumerge en el estado “onírico” y se enfrenta a ese mar de componentes particulares que no podemos precisar, es capaz de establecer conexiones allí donde la razón no las descubriría jamás, gracias al trabajo subterráneo del conocimiento tácito sobre los circuitos neuronales. Algo muy semejante a cuando en la lejanía vemos un rostro que nos resulta familiar, aún sin poder distinguir los rasgos específicos, el conjunto nos trae a la memoria el de una persona en particular.
Se ha dicho, que el proceso creativo es una operación de descubrimiento y, también de rescate; pues lo que ha sido percibido en la profundidad de su ser, debe ser puesto a flote, y lo que ha sido conocido en una instantaneidad atemporal, debe ser convertido en una forma estable. En otras palabras, es un combate en el que aquello que ha sido sentido como universal y fugaz, debe ser intelectualmente apresado en la red de lo conceptual y formal. Sin embargo, a pesar de las apariencias, ambos términos no son excluyentes, ni se niegan mutuamente de un modo absoluto en ninguno de los momentos del proceso creador. Así, en el momento de la inspiración, cuando actúa sobre el artista poderosamente el Mythos, el artista no se halla totalmente desprovisto de Logos, ni cuando éste retoma la hegemonía anula completamente la presencia de aquel. De la misma manera que en todo hombre actúan y luchan, en tensión dialéctica, los distintos planos de su conciencia, también el artista mantiene - aunque aletargada- la racionalidad en su incursión en aquella instancia de las formas sin forma y, a su vez, el recuerdo del rostro de su “artista oculto” sigue escrutándole cuando, retornado a la individual, pugna por construir su obra.
Por ello, una obra de arte, es en todos los casos - aún en aquellos que expresan lo terrible- el triunfo de la diurnidad, del orden, aunque como todas las cosas, tengan su origen en aquel estado nocturno, informe y caótico, de lo universal.
El arte es ciertamente indescifrable. Un extraño ídolo que el hombre ha generado para sentir aquello que no puede comprender y perpetuar, aquello de lo que no puede prescindir.
A lo largo de los siglos, éste ídolo no ha dejado de manifestarse para recordar lo que de reiterativamente incomprensible hay en la condición humana.
El artista no es el hombre más sensible, atrapado en la ciega adoración del ídolo, sino aquel que, atraído por él, logra distanciarse lo suficiente como para poder expresarse en el lenguaje que le sea más propicio: pintura, música, poesía, arquitectura. El artista, en cierto modo, debe ir contra el arte, contra su fuerza incognoscible y aniquiladora, para escapar hacia esa diurnidad, ese orden, ya que en definitiva eso es lo que le constituye en artista.
En nuestros días, el artista no es “un pequeño dios”, ni un neurótico enfermizo, ni siquiera alguien que juega con los colores, o las palabras; hoy el artista no expresa las sensaciones que vive, ni vive directamente lo que expresa, quizás en otros tiempos fuera así. Entre el corazón y el cerebro, entre el sentimiento y la imagen deambula por una jungla demasiado espesa, demasiado repleta de tinieblas estimulantes e inquietantes, como para permitirse la gracia de un dios, la debilidad de un enfermo o la inocencia de un niño. Para él, la inspiración es únicamente el desvelamiento súbito de la selva, de sus presencias y de sus riesgos, de un universo acechante de formas sin forma. Es una conciencia demasiado densa, demasiado desproporcionada, demasiado inaprehensible: invita a gozar del caos en la quietud y el silencio, hasta el punto que puede decirse que “el sentir obtura el camino que conduce al expresar “.
Únicamente asesinando a la sensación puede producirse la obra de arte; en ella encontraremos la imagen de fijación y enfriamiento que resulta de aquello que era móvil y candente. Por ejemplo, lo que llamamos poesía amorosa es la cristalización de la experiencia amorosa, pero ya no es ésta, o lo es únicamente, como escena transfigurada por el poeta, a pesar de que éste, mediante tal transfiguración, renueve aquella experiencia y haga evocar en otros, intensidades en las que se reconoce. Tampoco lo que denominamos poesía mística encarna fielmente la comunión que simula expresar. La experiencia amorosa, la mística, o cualquier otra, jamás podrán identificarse con ninguna obra humana.
El Logos, como conciencia y como acción, no es el adversario del Mythos, sino su otro rostro, aquel que permite expresarlo. Algo semejante puede decirse de la composición respecto a la inspiración. Ésta sin aquella no es nada: el estruendo reducido a silencio, el poder encarnado en un instante que se hunde en el vacío. Precisamente el dominio de la composición, la interiorización de las habilidades técnicas, es lo que promueve la posibilidad de que lo indescifrable pueda ser cifrado.
La obra de arte, no es por tanto, la consagración del instante, sino la supervivencia frente al instante. La obra de arte sólo surge de la corrupción de aquella mirada que se ha dirigido temerariamente al fondo abismal de la existencia. La víctima se hace verdugo para devenir víctima; lo informe, rescatado como forma, retorna a lo informe: éste es el sacrificio del Arte.
Si como acostumbran a indicar los diccionarios, la voz utopía designa una empresa de imposible realización, no cabe duda de que la creación artística se inscribe de pleno en la esfera de lo utópico. Algo o mucho, se escapa siempre; huye del esfuerzo del artista, inabarcable para el hombre y, por lo tanto, ajeno a su capacidad de posesión. El artista percibe inmediata e inconscientemente que la materia prima que le afluye y que debe moldear es inasible. Ni tan siquiera es materia: es una corriente informe, caótica que no emana de ningún punto, o lo hace de todos los puntos al mismo tiempo... la sensación producida por un acto de amor, la evocación de un amigo perdido, el impacto de una tempestad o de un mar cristalino, arrebatados por aquella corriente, dejan de ser fragmentos determinados de la existencia, dejan de ser singulares, para devenir universales desordenadamente.
La fuente originaria queda velada -aunque no anulada- por ese flujo sin contornos de lo universal. Y así, cuando el artista se enfrenta a la tarea de retornar a ella, de recrearla, tropieza con el insalvable obstáculo de que sus aguas han devenido ilimitadas. El artista emprende el retorno hacia la fuente originaria aún a sabiendas de que nunca coronará con absoluto éxito su viaje. Jamás el camino del arte le retornará aquel acto de amor, aquel amigo perdido, la belleza o el temor de aquella tempestad. En tal camino, andará errabundo, envuelto en una densa niebla, en la que reverberarán las primitivas sensaciones, siempre poniéndose al alcance de su mano y siempre desvaneciéndose.
Actor y receptor al unísono, la función del artista queda limitada a la de celebrante de algo que se le escapa y, al mismo tiempo, posee y le posee. Frente a su obra, el artista no puede dejar de sentir que ha realizado temerariamente aquella “empresa de imposible realización” que le había sido negada de antemano. Jamás podrá alejar de sí, la idea de que su camino de retorno a la sensación primera quedó truncado en algún tramo de la indescifrable oscuridad".
Parece que nuestra VM es la mejor, la verdadera, pero sucede que los términos en los que vemos el mundo exterior reflejan siempre nuestro interés específico en él; no hay una manera neutral, objetiva de verlo, siempre lo vemos tamizado por el filtro de nuestros intereses colectivos o individuales.
Percepción, conceptualización y deseo, no son actividades independientes, todo lo contrario. De ahí que el mundo exterior, en sí mismo, permanezca incognoscible. Como mucho, nuestras hipótesis sobre el mundo son sencillamente aproximaciones, cuando no simples ficciones o invenciones.
Por ello, toda VM, toda cultura, implica por ella misma un propósito. Cuando éste propósito está claro y es ampliamente compartido, aquella cultura se hallará en uno de los momentos vitales, creativos; cuando ese propósito ha desaparecido, bien porque se ha logrado, superado o agotado, las culturas pierden vitalidad, languidecen encerradas en periodos de vida vegetativa más o menos largos, la creatividad desaparece y apenas se limitan a subsistir.
Cuando esto último sucede, suele manifestarse la necesidad de un cambio de propósito. Un nuevo propósito no aparece de pronto para substituir al viejo, generalmente este cambio venía larvándose en los momentos en que el propósito anterior parecía dominar abrumadoramente. Pero al cambiar los propósitos, cambian también las culturas, las VM, que tienen como unas de sus manifestaciones características, un determinado paradigma científico y un estilo artístico propio. Un paradigma científico es una manera peculiar y distintiva de practicar la ciencia, incluye las leyes, las teorías, las aplicaciones e instrumentos de observación, que generan modelos de los que deriva una determinada y coherente tradición de investigación. Un estilo artístico, es aquella manera característica y distintiva de realizar las obras de arte, por un/unos artistas en particular, o en un determinado período de tiempo.
Los cambios de VM se producen, necesariamente, cuando ocurre la pérdida o la caída del viejo propósito dominante de la cultura, sea por el desgaste de los arquetipos vigentes, sea por la intuición de otros niveles de vida posibles gracias al surgimiento de nuevas tecnologías, sea por el contacto con otras culturas diferentes, o bien por el cambio de las condiciones socio-económicas, o por la genialidad de unos cuantos visionarios. Este declive del propósito, se produce en el interior, en el espíritu y en la mentalidad de varias generaciones, provocando una transvaloración de los valores imperantes y, con ello, una reinterpretación de los símbolos recientemente derrocados en el subconsciente colectivo. Esos momentos son para el subconsciente colectivo, algo muy semejante al estado onírico de la creatividad individual. Falto de puntos de referencia, se produce un retorno a lo incoherente, a lo informe, a lo primordial, más allá de los instintivo y animal, al origen de todas las cosas. Entonces, los precursores geniales, los sabios visionarios, se sumergen en ese caos y, en ocasiones, regresan a la superficie cargados con los nuevos símbolos y arquetipos que pueden orientar hacia una nueva cultura o VM. Y con ella, lógicamente, surgirán un nuevo rumbo para la ciencia y el arte.
Intentemos visualizar este proceso en uno de esos cambios de propósito, de cultura o de VM, como puede ser el Renacimiento en Italia. Para ello recurriremos a una gráfica:
El segmento 1300-1400 se corresponde al período de la gestación del nuevo propósito, es lo que denominaríamos Trescento, y destacan las personalidades de Niccola Pisano y Giotto.
El segmento 1400-1500, corresponde al período del cambio de propósito, es el momento del entusiasmo inicial en el que se va a imponer un estilo determinado, se correspondería con lo que denominamos Quattrocento y en él destacarían entre muchos otros Brunelleschi, Alberti, Massaccio, Botticcelli, Verroccio, etc.
El segmento 1500-1600, se corresponde con el de la perfección se da un progreso acumulativo y se elabora el canon de ese estilo en concreto, sería el Cinqueccento, éste sería el momento de los Leonardo, Miguel Angel, Bramante, Rafael, etc.
Pero rápidamente se entra en la fase de saturación, de desintegración del estilo, se produce un exceso de maduración. Entramos en lo que se denomina el Manierismo.
A partir del 1600 en adelante, se produce la decadencia, la exageración y la crisis. El estancamiento creativo, genera el surgimiento de un nuevo propósito, que ocasiona la aparición de un nuevo estilo el Barroco.
Todo este proceso viene a durar aproximadamente entre 250 y 300 años.
Es muy difícil precisar cuando aparece la semilla que dará origen a un nuevo estilo artístico; una emoción profunda, un nuevo entusiasmo religioso, un descubrimiento científico revelador. Transmutar ese impulso en arte, es la tarea de las primeras generaciones creativas. Una vez plantada, si ha caído en terreno lo suficientemente abonado, acabará por expandirse. En los primeros compases, el artista aparece como un profeta y sus contemporáneos apenas pueden seguirle. En el caso del Renacimiento, los Giotto, N. Pisano, Brunelleschi, Donatello, Alberti, Piero Della Francesca y Masaccio, serían un buen ejemplo de lo que venimos diciendo.
A lo largo de la siguiente fase, el arte se deja arrastrar por el propio goce artístico. El artista que ya ha asumido totalmente el nuevo propósito, se vuelve más cuidadoso con las leyes formales, pero sin perder el impulso de la generación revolucionaria anterior. Es en ésta fase cuando aparecen las verdaderas obras maestras. Comparadas con ellas, las de la generación anterior nos parecen arcaicas, repletas de simbolismos, ricas en premoniciones, pero las de la segunda resultan exquisitas, manifiestan una claridad de pensamiento, una intensidad espiritual, además de una gran perfección técnica, con la gracia y la belleza que se corresponden con el prototipo de un estilo. Es el momento de los Boticelli, Ghirlandaio, Verroccio, Michelozzo, Leonardo, Rafael y Miguel Angel.
Precisamente, en el momento de la máxima creatividad de la segunda generación, es cuando se produce el inicio de la decadencia, normalmente a consecuencia de un exceso de maduración, ya en la obra de Leonardo o de Rafael, y sobre todo en la de Miguel Angel, se aprecian los síntomas del desgaste irreversible, con la aparición del Manierismo.
Desaparecidos los grandes maestros, los discípulos que no pueden competir en cuanto a maestría con los artistas de la generación anterior, entran en una fase de desintegración, que necesariamente ha de dar origen a un nuevo propósito o paradigma.
Una nueva etapa ha nacido sobre las cenizas de la que se abandona y así sucesivamente.
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