divendres, 31 d’octubre del 2008

EROS Y TANATHOS.



Hacía tiempo, mucho tiempo, que quería publicar en el blog, los textos que hoy van a ver la luz, por diversas razones, siempre quedaban para otra ocasión, tal vez a causa de un extraño sentido del pudor, pero el caso es que así a venido sucediendo durante meses. Hasta hoy.
No querría no obstante, que ninguno de los posibles lectores, en particular los más jóvenes, se sorprendiera, llevara a engaño, o escandalizara por el contenido de los mismos sin una afectuosa advertencia.
El conocimiento no siempre es fácil de digerir, hay momentos en la vida en los que es conveniente adentrarse por todos los caminos posibles, para descubrir en ellos aquella parte de verdad que pueda ayudarnos en la difícil tarea de escoger nuestro propio sentido de la vida. Existen otros, en los que tal vez sea más conveniente dejar de lado aquel sendero, no tomar aquella vereda, a la espera de una mayor preparación, de un tiempo más propicio. Espero que tomes la decisión adecuada, si existen dudas, mejor esperar para más adelante.
El primero de los textos "La historia primordial", está sacado del libro : "El Fin del sexo" de George Leonard, publicado por Integral en el año 1986, libro extraordinario que todo el mundo debería leer, sobretodo en aquellas etapas de nuestra vida en que empezamos a caminar por la senda de lo que algunos han llamado "el mundo de los adultos", pero incluso los que fen teoría formamos parte de ese mundo, deberíamos leerlo -incluso más de una vez- por que nunca se sabe lo suficiente de algo tan decisivo para la conquista de la felicidad.
La narración del acto sexual de una pareja de recien casados, parece más propio de una web de relatos eróticos, que no de éste blog, empeñado en aportar materiales para el crecimiento personal, pero la historia de Ted y Jan es tan humana, tierna, amable y sabia que justifica su publicación, asumiendo que pueda herir algunas susceptibilidades. Esta es la história de Eros, del cómo actúa aquel quien según Hesiodo "es el dios que gobierna los actos de los hombres... y de los mismos dioses"...










LA HISTORIA PRIMORDIAL




El mundo está hecho de historias y no de datos aislados. Como dice Borges, nuestra existencia sólo adquiere un significado a través de la narra­ción. El laberinto de la naturaleza, según el escritor argentino, es intrínse­camente impenetrable y la única manera de internarse en él es creando !o que Borges llama «ficciones». De todas maneras, los conocimientos más profundos de la humanidad han sido transmitidos en forma de cuentos: en mitos, poemas épicos y parábolas, e incluso en la historia y en las ciencias, cuyas raíces se hallan en nuestro tiempo. La estrecha relación entre la na­rración y el conocimiento puede verse en la historia de las palabras. El tér­mino «historia» se remonta a la raíz del vocablo griego eidenai que significa «saber», «Narración», a su vez, deriva de gnarare en griego, vocablo rela­cionado con gnarus («conocedor, hábil») y por consiguiente, también rela­cionado con «saber». De hecho, e! ser humano es un animal que narra cuentos mucho más que un animal que fabrica herramientas.
Cada historia tiene su propio ritmo característico, sus fases de aumento y de liberación de la tensión. No obstante, parece que hay una suerte de his­toria primordial en la que se basan todas las historias tradicionales.
Cualquiera que sea el tema, el estilo o la naturaleza de los conflictos y de las complicaciones de las que trata, la novela, la historia, la obra de teatro o el cuento tradicional provoca en el ser humano una sensación de excita­ción cada vez mayor seguida por una fascinación duradera, llevándola has­ta un momento decisivo —un clímax— y, por último, a una resolución. Por supuesto, hay muchas variantes: muchas veces la historia tiene varios clímax y subclímax. Pero el modelo básico es igual al que se puede ver en el proceso de la excitación sexual y de la consumación del acto sexual. Así pues, casi podríamos decir que el acto del amor es la matriz de la historia primordial. Con esta idea quiero dar una forma de cuento —de «ficción»— a la extraordinaria serie de acontecimientos que ocurren cuando se hace el amor. Las experiencias de Ted y Jan, los jóvenes protagonistas del cuento que leeréis a continuación, no están sacados de la literatura erótica sino de entrevistas y de mi experiencia personal. Los detalles fisiológicos provienen de las investigaciones más recientes realizadas en los campos de la sexología, la fisiología y la endocrinología. El cuento comienza con dos personas agotadas que se hallan en el umbral del sueño.


EXCITACIÓN


Ted y Jan se habían casado hace menos de dos meses. Una calurosa no­che de verano estaban recostados, medio dormidos, en la enorme cama matrimonial de su pequeño piso en el centro de la ciudad, tapados sólo con una sábana. Las ventanas entreabiertas dejaban pasar una suave brisa que inflaba las cortinas recién planchadas por las que se filtraba el resplandor de las luces de la ciudad, iluminando débilmente la habitación. Sus cuerpos desnudos no se rozaban, pero esto no se debía a una falta de deseo de estar juntos. De hecho, hasta esta noche, habían dormido como si estuvieran pe­gados con cola y habían hecho el amor con tanta frecuencia e intensidad que habían llegado finalmente a un punto de agotamiento físico y emocional.
—Tenemos que hacer algo —había dicho Ted a la hora del almuerzo.
—Sí, lo sé —rió Jan—. Siempre decimos lo mismo. Pero, ¿qué podemos hacer? No puedo sacarte las manos de encima.
— Tenemos que dormir un poco. Tengo que dormir un poco. No puedo trabajar. Hoy envié tres cartas sin firmarlas. Si no dormimos un poco (esta noche, quiero decir) uno de nosotros va a cruzar la calle con el semáforo en rojo.
—Tenemos que jurar solemnemente que esta noche nos iremos a dormir sin hacer nada. Sin hacer el amor.
—Ya hemos hecho varios juramentos solemnes —respondió él.
—Quizá tengamos que firmar un pacto con sangre —dijo ella.
—O con semen.
— ¡Oh, no! Ya empezamos de nuevo —sus ojos brillaron, y miró enter­necida a su marido.
Estaban encantados el uno con otro y saboreando el secreto que compar­tían en este lugar público. Su conjura era aún más deliciosa al pensar que las personas sentadas cerca de ellos en el restaurante no podían menos que darse cuenta del amor que se profesaban. Al mismo tiempo, estaban verda­deramente destruidos. Apenas podían mantener los ojos abiertos.
Esa tarde, mientras luchaban contra el sueño en sus trabajos, fue aún peor y esa noche, después de una ligera cena sentados delante del televisor, se metieron en la cama a las 8 y media. El plan de irse a dormir sin tocarse parecía por fin posible y, además, necesario e inevitable. En pocos minutos habían descendido al crepúsculo soñoliento del estado theta en el que la ve­locidad de las ondas cerebrales disminuye a unos siete ciclos por segundo y los brazos y piernas parecen hundirse bajo su peso hasta las profundidades del colchón.
Las imágenes vivas y multicolores que flotaban en la mente de Ted son imposibles de describir con exactitud, pero un vago impulso nacido de este carnaval subterráneo le hizo extender el brazo a unos centímetros de modo que el dorso de sus dedos acabó descansando en la región lumbar de Jan.
La elasticidad, la temperatura, la humedad y los movimientos apenas perceptibles de esa parte del cuerpo de su mujer fueron transmitidos a su cerebro por medio de un complejo sistema de fibras nerviosas que parten de los receptores sensoriales en la piel de sus dedos. Al llegar al tronco cere­bral (la materia gris que forma la mayor parte del cerebro de los animales primitivos), los masajes relacionados con la sensación de tocar a su mujer se mezclaron con otras entradas sensoriales. Los canales semicirculares del oído interior proporcionaron información sobre la orientación del cuerpo en relación al campo gravitatorio de la tierra. Los ramilletes de terminacio­nes nerviosas de sus articulaciones aportaron datos relativos al ángulo es­pecífico de cada articulación, y de todo ello resultó una imagen subliminal de la configuración de su cuerpo recostado de lado, mirando la espalda de su esposa. Por otra parte, las terminaciones nerviosas de la piel y de los músculos subyacentes le transmitieron mensajes sobre la presión específica y general entre su cuerpo y el colchón en el que se apoyaba. Esta suerte de información general —el oído interior, las articulaciones, la piel y los músculos— es esencial para el pensamiento y la acción, y para un funcio­namiento coherente del cerebro.
Por otra parte, el cerebro de Ted estaba verificando todos los cambios que ocurrían en el entorno exterior y todas las funciones vitales del inte­rior: ritmo cardiaco, respiración, tensión arterial, composición química de la sangre, temperatura, digestión, peristalsis y las complejas operaciones de los órganos internos. En este caso, los nervios olfatorios situados al fondo de los conductos nasales añadían un dato sensorio especialmente primitivo e intenso —el olor del cuerpo de su mujer mezclado con el suyo— a los mensajes electroquímicos que pulsaban en el tronco cerebral.
Los nuevos datos sobre la sensación de los dedos de Ted en la espalda de su esposa, ordenados de manera coherente en el contexto de la situación en el tiempo y el espacio, partió a toda velocidad del tronco cerebral a las otras partes del cerebro. Allí fue comparada con los recuerdos de experien­cias previas de sensaciones parecidas, con el condicionamiento cultural de Ted con respecto al tacto y a la excitación erótica y a sus experiencias vivi­das con Jan. En menos de un segundo, la información había sido analizada y (usando el vocabulario poco adecuado de la informática) regresaba al tronco cerebral como una opción operacional.
Lo que sucedió después podría ser calificado de breve competencia entre dos impulsos contrarios. Por una parte, el análisis de la composición quí­mica de la sangre de Ted intentaba persuadirlo de irse a dormir. De hecho, una parte del tronco cerebral llamada el sistema de activación reticular ya estaba seleccionando y eliminando la información sensoria sobre el mundo exterior y tratando de reducir la velocidad de las ondas cerebrales de siete ciclos por segundo a cuatro, que corresponde a las primeras fases del sue­ño. Por otra, la nueva cadena de información desatada por la sensación ex­perimentada por Ted al rozar la espalda de su esposa estaba a favor del des­pertar: de la exploración y del placer.
Fue un concurso de milésimas de segundo y de cantidades minúsculas que se decidió en unos niveles mucho más profundos que el pensamiento. El momento decisivo ocurrió en las glándulas suprarrenales, dos sombreros de tres picos empotrados en la grasa encima de los riñones. Estas glándulas estaban recibiendo un mensaje directo transmitido desde el cerebro a través del sistema nervioso que las incitaba a excitación. AI recibir esta informa­ción, las glándulas suprarrenales segregaron una poderosa mezcla de hor­monas que se difundió en la circulación sanguínea por todo el cuerpo de Ted, aumentando el ritmo cardiaco y la tensión arterial, dilatando los va­sos sanguíneos, estimulando las glándulas sudoríparas y espesando la saliva. Las noticias de estos acontecimientos que ocurrían en varias partes del cuerpo fueron enviadas nuevamente al cerebro a través de un tejido de fi­bras nerviosas, dando origen a un aumento gradual en el ritmo de las ondas cerebrales. El cerebro se despertaba lentamente y comenzaba a dictar sus propias órdenes al sistema nervioso para que éste las transmitiera a las dis­tintas partes del cuerpo.
Pero antes de que Ted estuviese completamente despierto ocurrió algo que tiene una significación especial en nuestra historia. Mientras la sangre afluía rápidamente por las arterias abiertas de par en par al pene de Ted, las diminutas válvulas que llevan otra vez la sangre al cuerpo se cerraron par­cialmente. La acumulación progresiva de la tensión arterial dentro del pene hizo que éste se hinchase. Al mismo tiempo, la piel que recubre el escroto se volvió más gruesa y más tirante debido a la congestión de los vasos sanguí­neos y a la contracción de los músculos. La tensión hizo que los testículos se desplazaran hacia arriba; la contracción de los conductos seminales ya los había empujado hacia la ingle. La extensión del pene y la contracción del escroto engendraron unas sensaciones que volvieron como un rayo a través de las fibras nerviosas al cerebro de Ted. Después de analizar estos mensajes, el cerebro hizo que las glándulas suprarrenales segregaran más hormonas, asegurando el triunfo del deseo de despertar sobre a la necesi­dad de dormir.
Influido por el aumento en la dosis de hormonas y también por los men­sajes transmitidos por el sistema nervioso, el pene de Ted creció hasta alcan­zar el doble de su tamaño normal y la cabeza del pene se apoyó contra las nalgas de Jan. Al llegar a este punto, Ted tuvo conciencia de su estado y es­cuchó en su cabeza las palabras: «¡No, otra vez no!» y luego: «No debo despertar a Jan». A pesar de ello, no hizo ninguna tentativa de apartarse de su mujer. Su pene erecto, pulsando con cada latido de su corazón, siguió apoyado en el cuerpo de su mujer.
Por su parte, Jan, que también estaba medio dormida, se percató de las pulsaciones a un nivel más profundo que la conciencia. Durante unos trein­ta segundos, su sistema nervioso y sus glándulas endocrinas actuaron casi exactamente como las de Ted unos segundos antes. La primera reacción se­xual ocurrió en lo más profundo de su vagina cuyas paredes interiores co­menzaron a cubrirse con una substancia lubricante parecida al sudor. En esta parte del cuerpo hay muy pocas terminaciones nerviosas y por este motivo el cerebro de Jan no recibió ninguna noticia significativa sobre este hecho.
Sin embargo, unos segundos más tarde, comenzaron a ocurrir unos acontecimientos que Jan no podía pasar por alto, incluso en el estado soño­liento en el que se hallaba. Las contracciones musculares involuntarias de las fibras musculares de sus pezones hicieron que éstos se irguieran. Poco después, sus pechos se comenzaron a hincharse ligeramente debido a la congestión de los vasos sanguíneos próximos a la superficie. Al mismo tiempo, los labios mayores —los labios grandes en la parte exterior de la vagina— comenzaron a abrirse y volverse más finos, mientras los labios menores —los labios pequeños situados en el interior de la vagina— aumentaron en tamaño, incrementando así el largo de la vagina. El diáme­tro del tallo del clítoris comenzó a ensancharse en el continuo flujo de san­gre y el glande se hinchó levemente de modo que el diminuto órgano se acomodó perfectamente a su capucha, con la punta que resalta justo afuera.
Suspendida entre el sueño y la excitación, Jan respiró hondo, y luego ex­haló un leve suspiro. Estaba vagamente consciente de lo que ocurría pero no tenía imágenes ni palabras para describirlo. Se sentía como si estuviera drogada, a punto de caer en un precipicio, pero algo la hizo volver a la rea­lidad. Por un instante sintió una necesidad apremiante de abrir los ojos, pe­ro sus párpados pesaban demasiado. Algo estaba ocurriendo en el universo de su cuerpo, una suave contracción rítmica de los músculos de sus nalgas, de su pelvis y de sus muslos, que pese a su aparente sutileza era demasiado fuerte para controlarla. Los movimientos de su cuerpo le hacían sentir una tibia sensación en su interior.
—¿Qué pasa? —susurró, tratando de encontrar algún significado en los movimientos involuntarios y en las extrañas sensaciones que experimenta­ba. Y luego, suavemente murmuró:— Oh.
Cada vez más despierta, Jan se dio cuenta al fin de que el pene de su ma­rido estaba apoyado contra su cuerpo. Al percatarse de ello su atención se desplazó hacia ese punto de contacto ardiente.
—Por un segundo no me di... —balbuceó— Ahora yo... Desistió de ha­blar, sus palabras no sólo parecían inútiles sino también totalmente fuera de propósito. Extendió sus brazos hacia atrás y tomó el pene de su marido en sus manos.
—En realidad, no deberíamos —dijo Ted—. No podemos.
—Lo sé, mi amor —respondió ella, la voz gruesa, consciente de que su boca se llenaba de saliva espesa y cremosa—. Déjame solamente besarte. Sólo dos minutos. Y luego nos vamos a dormir —se volvió hacia su mari­do, acurrucándose en sus brazos, y apoyó su boca contra la suya.
Los ojos de Ted estaban muy abiertos. Al darse vuelta para besarlo, el cuerpo de ella resplandeció bajo la pálida luz de la ciudad. El sonido que emitió al acercar sus labios a los suyos —un suspiro infantil satisfecho y angustiado— penetró hasta lo más profundo de su corazón. En ese momen­to sintió que nunca llegaría a cansarse de ella, aunque ambos vivieran cien años más.
Sus manos resbalaron por el cuerpo de su mujer, sintiendo la leve capa de sudor entre sus pechos y en la base de su garganta. Si la luz hubiera esta­do encendida, Ted habría visto el rubor rosáceo que brotaba en ambas zo­nas y que recubría la cara de su amada. Y habría visto y sentido cómo las curvas de su cuerpo se volvían aún más redondas y llenas. Pero en ese mo­mento todo le parecía nuevo, como si nunca la hubiera tocado antes. Los movimientos de sus manos parecían un sueño en cámara lenta; el tiempo y el espacio comenzaban a desaparecer.
Los besos de Jan se volvían cada vez más profundos y la metamorfosis de su cuerpo continuaba. La parte más profunda de su vagina seguía alargán­dose y dilatándose con pulsaciones irregulares, desprovistas de tensión. El cuello del útero comenzó a desplazarse hacia arriba ensanchando aún más la abertura del fondo de la vagina. Al mismo tiempo, la secreción de flujo lubricante vaginal se volvió tan fuerte que comenzó a humedecer toda la zo­na alrededor de la entrada de la vagina.
A penas consciente de lo que estaba haciendo, Jan deslizó sus manos ha­cia abajo y colocó el pene de Ted entre sus muslos. Los movimientos invo­luntarios de sus cuerpos se volvieron rítmicos. Ted besó la boca, los ojos, la nariz de su esposa, y luego volvió a la boca. La cabeza del pene se deslizó de atrás para adelante rozando el clítoris, los labios interiores y la entrada de la vagina. Respiraron al unísono, jadeando y suspirando cada vez más rápido. Sus corazones latían con la misma intensidad sincronizada. El sue­ño, que unos minutos antes parecía una necesidad tan apremiante, se había vuelto una idea totalmente inaceptable.




MESETA





Para Jan y Ted la transición entre las fases calificadas de «excitación» y de «meseta» en nuestra historia fue indicada solamente por una aceptación total y mutua de que el amor iba a salirse con la suya a pesar de su anterior decisión en contra de ello.
—Lo siento —dijo Ted, la voz ronca.
—Yo no —respondió ella.
—Te quiero —murmuraron ambos al unísono.
En los meses que habían estado juntos, estos momentos de sincronía se habían vuelto un lugar común, pero cada uno representaba para la pareja otra prueba de su unión. Ted sintió cómo una descarga eléctrica nacida en su ingle subía por su pecho y bajaba hasta sus pies. Todas sus reservas mentales se esfumaron y lo único que quedó fue un deseo puro y simple de conocer carnalmente a su mujer, de fundirse contra ella. Todas las dudas habían desaparecido. La sensación de potencia y de seguridad que comenzó con la dolorosa hinchazón de su pene bullía en todo su cuerpo.
En ese momento, las dos pequeñas glándulas de Cowper acurrucadas contra la uretra situada justo debajo de la próstata de Ted segregaron unas cuantas gotas de un líquido transparente y escurridizo en la uretra. Poco después, dos gotas del líquido aparecieron en la punta del pene donde se mezclaron con el flujo lubricante que seguía manando de la vagina de Jan. Este flujo pre orgásmico no tuvo ningún efecto en la erección de Ted, que seguía firme y constante. El testículo derecho ya estaba pegado contra su cuerpo y el testículo inferior, el izquierdo, comenzaba a elevarse también.
Los cambios en el cuerpo de Jan en esta fase eran mucho más complejos. Las aréolas de sus pechos se hincharon, ocultando en parte los pezones erec­tos. Sus pechos se volvieron cada vez más llenos y redondos, y comenza­ron a cubrirse de un ligerísimo rubor rosáceo que brotaba en la parte infe­rior y se extendía hacia arriba y hacia afuera. Los labios interiores de la va­gina seguían hinchándose. Su diámetro era ahora el doble del normal; co­menzaba a resaltar más allá de los labios exteriores y se preparaba para el agudo cambio cromático que iba a ocurrir. Mientras tanto, el clítoris de Jan comenzaba a contraerse dentro de su capuchón; la punta había desapareci­do. En el coito el clítoris no sería estimulado por el contacto directo con el pene sino por la fricción de los tejidos que lo recubren y que están conecta­dos a los labios interiores de la vagina. La parte más profunda de la vagina de Jan se abría cada vez más. Algo muy diferente ocurría en la región vesti­bular, donde las paredes, congestionadas de sangre, creaban una platafor­ma orgásmica precaria y blanda, que reducía el tamaño de la abertura.
Jan respiraba cada vez más rápido y sus músculos se contraían y se rela­jaban con un ritmo incontrolable. La sensación de seguridad y de poder que sentía era mucho más intensa que la de su esposo. Estaba vagamente consciente de la redondez y del aumento de sensibilidad de sus pechos y de su ingle, de su mano resbalando espontáneamente por el cuerpo de su mari­do. Las palabras «consumida por la pasión» le vinieron a la mente.
—¿Por qué no entras dentro de mí? —le rogó—. Esta noche no tardare­mos mucho. Por favor.
—Por supuesto, por supuesto —susurró Ted.
Se dio vuelta hasta quedar encima de él y abrazó con sus piernas el cuer­po de su marido. Deslizó sus manos hacia abajo y puso la cabeza del pene dentro de ella. Se quedó suspendida en esta posición unos instantes, colma­da por la intensa sensación en la parte anterior de su vagina. La hinchazón de sus órganos los acoplaba perfectamente el uno al otro; parecía que el pe­ne no podría entrar más adentro y esto avivaba la pasión de la pareja. Con un deseo más profundo que el pensamiento, Ted quería penetrar a su espo­sa hasta el corazón, destruir todo lo que les pudiera impedir fundirse com­pletamente. Jan compartía el deseo de su marido de destrozar cualquier obstáculo que se interpusiera entre ellos. Después de lo que parecía un lar­go intervalo medido sólo en parte por el tiempo, Jan se movió impulsiva­mente haciendo que el pene de Ted la penetrase hasta el fondo, sin darse cuenta de que el grito visceral que lanzó era una descripción sonora exacta de este movimiento y de la sensación que produjo.
Los cuerpos de los amantes comenzaron a ondular rítmicamente descri­biendo los movimientos tan conocidos que les proporcionaban la máxima excitación. Unos minutos antes, las dos minúsculas glándulas de Bartolino en los labios interiores de la vagina de Jan habían segregado dos gotitas de líquido en la entrada de la vagina. Esto había facilitado la entrada del pene de Ted, pero la lubricación que posibilitaba sus vigorosos movimientos provenía de la abundante segregación de flujo que seguía manando de las paredes de la vagina de Jan. Sin alterar el ritmo, Jan levantó su pelvis para mirar hacia abajo y observar cómo el pene de Ted entraba y salía de ella. Incluso en la semioscuridad de la habitación podía percibir vagamente el brillo líquido del órgano de su esposo.
Al mismo tiempo y sin que ninguno de los dos lo viera o se diera cuenta, una extraordinaria transmutación se estaba operando en el punto donde Jan sentía el placer más interno. El color de los labios interiores y del capu­chón del clítoris, normalmente de un tono rosa salmón (como en la mayo­ría de las mujeres que no han tenido hijos) se estaba volviendo rápidamente un rojo brillante. Esta coloración era una señal segura de que Jan estaba en camino hacia el orgasmo. De hecho, cuando los movimientos de los aman­tes se volvieron más rápidos y más urgentes, todos los demás síntomas que indican una disposición al orgasmo ya se habían realizado. El clítoris se ha­bía reducido a la mitad de su largo normal y se había contraído en lo más profundo de su capuchón. La plataforma orgásmica en el vestíbulo de la vagina estaba completamente congestionada de sangre; la parte más pro­funda, a su vez, estaba abierta y el cuello del útero se había levantado al máximo. Todos los músculos de su cuerpo pulsaban. Un rubor cubría su rostro; la sangre corría en sus venas y su corazón latía tres veces por segun­do.
Cuando Jan levantó la parte superior de su cuerpo y echó la cabeza para atrás, jadeante, tratando de respirar, Ted pudo ver sus pechos, ligeramente más abultados que lo normal, desplegados espléndidamente bajo la luz sin sombras. También su cuerpo estaba preparado para el orgasmo. Los testí­culos, dos veces más grandes que lo normal, se apretaban a la parte supe­rior de sus muslos. Su pene, erecto al máximo en el momento de la penetra­ción, se había engrosado ligeramente, especialmente en la cresta coronal que rodea la cabeza. Había perdido el control de las embestidas de su pene y de los movimientos de sus manos sobre el cuerpo de su mujer. Estaba va­gamente consciente de los sonidos que ambos emitían. Todo su ser había si­do arrastrado en un remolino de pasión que ambos habían creado de su agotamiento y de su deseo. La oyó gritando desde muy lejos —o al menos eso le parecía— que ya no podía esperar más. En ese momento, sintió que algo se derretía, que algo cedía en lo más profundo de su ser.

CLIMAX




En la medida en que estaba consciente de los acontecimientos físicos de­terminados, Ted supo que ahora nada podía impedir su eyaculación. Esta sensación de lo inevitable derivaba de una compleja secuencia de aconteci­mientos que ya estaban ocurriendo dentro de su cuerpo. Mientras seguía arremetiendo enérgicamente contra el cuerpo de Jan, sus testículos eyacula­ban un líquido semillas con millones de espermatozoides a través de las contracciones rítmicas de una masa convoluta formada de unos quince pe­queños vasos sanguíneos situados en su parte superior. El líquido subió len­tamente por dos tubos estrechos de gruesas paredes llamados conductos de­ferentes que desembocan en los conductos seminales a través de los con­ductos inguinales situados a cada lado de la ingle y luego descienden hacia la pelvis donde se encuentran con otras dos glándulas de secreción llama­das vesículas seminales. En este cruce ya se habían reunido millones de es­permatozoides. Los conductos deferentes y las vesículas seminales pulsa­ban en lo más profundo del cuerpo del Ted, contrayéndose violentamente y eyaculando dos tipos de líquido seminal en la uretra prostática. A su vez, la próstata se contraía rítmicamente, añadiendo su propio líquido lechoso a la mezcla seminal. En ese momento, el esfínter interno de la vejiga se había cerrado para impedir que la orina se mezclase con el líquido seminal y tam­bién para evitar que la eyaculación del semen entrase a la vejiga. A unas cuantas pulgadas, el bulbo de la uretra situado en la raíz del pene se había hinchado hasta llegar a un tamaño tres veces superior a lo normal antici­pando el chorro de líquido que estaba a punto de llegar.
Toda esta actividad interior hizo pensar a Ted que nada en este mundo podía impedir la eyaculación. Tres segundos después de iniciar esta sensa­ción, el esfínter interno de la vejiga se, relajó; el semen entró a chorros en el bulbo de la utrera y luego siguió su curso por la utrera del pene, impulsado por las contracciones en la base de la pelvis y dentro del mismo pene. En vi­gorosas pulsaciones separadas por menos de un segundo, el semen salió disparado del pene de Ted y se vertió en la vagina de su mujer a la que abrazaba con pasión. Las primeras pulsaciones estaban totalmente fuera de su control. Después, las contracciones que habían demolido su cuerpo se volvieron menos intensas y Ted prolongó la sensación placentera contra­yendo voluntariamente los músculos de la pelvis al compás de las pulsacio­nes cada vez más débiles.
El orgasmo de Jan no fue tan complejo como el de su marido pero no por ello menos profundo. Comenzó con una contracción muscular involunta­ria del vestíbulo de su vagina congestionada de sangre: a este punto supo que el orgasmo era inevitable. Cuando gritó que no podía esperar más sin­tió una sensación cálida que partía de su pelvis y se difundía por todo su cuerpo: en pocos segundos se sintió trastornada por las enérgicas contrac­ciones vaginales y pélvicas, sincronizadas al máximo con las de Ted. Mien­tras todo su cuerpo pulsaba y se agitaba sus gritos se mezclaron con los de su marido. Era un sonido para el que nuestros idiomas no tienen las pala­bras adecuadas.


RESOLUCIÓN


Antes de que el orgasmo hubiera llegado a su fin, las aréolas de los pezo­nes de Jan empezaron a deshincharse y rápidamente adquirieron un aspecto arrugado, aunque los pezones se mantuvieron bien erectos. AI serenarse las contracciones, el cuerpo de Jan se relajó por completo y se recostó sobre el pecho de su esposo, lloriqueando suavemente. Los cuerpos de la pareja pa­recían pegados con los diferentes líquidos que los cubrían de la cabeza a los pies y sus corazones latían juntos, buscando un ritmo más lento. En pocos segundos, la metamorfosis del cuerpo de Jan comenzó a dar marcha atrás. Una vez más la punta del clítoris surgió detrás del capuchón. Los labios va­ginales interiores se encogieron, volviendo a su tamaño normal, y empezaron a perder color, pasando de un rojo brillante al rosa habitual. En pocos instantes, la pared interior hinchada del vestíbulo de la vagina recuperó su forma normal ensanchando el diámetro de la abertura vaginal. Al mismo tiempo, la erección de Ted empezó a decaer.
La respiración de los amantes se volvió más lenta y comenzaron a reco­brar el conocimiento. Se sentían como si hubieran vuelto de un largo viaje a un lugar exótico y, al mismo tiempo, conocido. Cuando recobró la con­ciencia de lo que la rodeaba, Jan se dio cuenta de que estaba llorando a ma­res y de que sus lágrimas mojaban la cara de su marido. Oyó sus palabras como si estuviera muy lejos, insoportablemente íntimas:
—Dios mío, fue... —susurró.
—Lo sé, lo sé —murmuró ella.
Impulsados todavía por fuerzas que no podían controlar conscientemen­te, los dos amantes unieron sus labios en un beso prolongado. Antes de ter­minar de besarlo, Jan se dio cuenta de que su marido estaba profundamente dormido. Con mucho cuidado y en silencio se separó de él se acurrucó con­tra su cuerpo, con una pierna encima de las suyas, humedecida de lágri­mas. En pocos segundos ella también se quedó dormida.
Mientras ambos dormían la metamorfosis de sus cuerpos seguía. El es­croto de Ted se fue relajando poco a poco y los conductos seminales se alargaron; los testículos se encogieron, recuperando su tamaño normal. La uretra del pene se acortó a la misma velocidad con que el pene se volvió más estrecho, y el bulbo hinchado de la base del pene se volvió más estre­cho, volviendo a su diámetro normal. Los latidos de su corazón y su respi­ración bajaron a un nivel que suele indicar un sueño profundo. El proceso fisiológico de Jan se desarrolló paralelamente al de su marido. Sus pezones se volvieron gradualmente menos erectos, más blandos y más flexibles. El volumen adicional de sus pechos resultado de la excitación comenzó a des­vanecerse, igual que a la redondez de sus mejillas, de sus labios, sus hom­bros, sus brazos, su vientre, sus caderas y sus piernas. El rubor rosa de su piel palideció. El diámetro del clítoris se redujo gradualmente. Los dos ter­cios de la parte posterior de su vagina, abiertos de par en par durante el ac­to de amor, empezaron a cerrarse. Al mismo tiempo, la cerviz, el cuello del útero, bajó y la entrada se sumergió en el pozo de semen que había queda­do en lo más profundo de su vagina. Este acontecimiento, que iba a tener una gran significación, ocurrió varios minutos después de que la pareja hu­biera quedado profundamente dormida.


UN ESTALLIDO DEL ESPÍRITU






Esta historia de amor tiene una dimensión física, pero también posee una dimensión espiritual, no menos profunda que la anterior. Volvamos, pues, al momento en que Jan, con un impulsivo movimiento de su cuerpo, intro­dujo el pene de Ted hasta el fondo de su vagina emitiendo un grito visceral al sentirlo allí.
Ted fue totalmente inconsciente de ese sonido, pero le pareció una suave detonación, una especie de estallido a cámara lenta dentro de su mente. Después se sintió como si hubiera entrado en la parte calma del torbellino, en el ojo del huracán. Redujo la velocidad de las embestidas de su pene den­tro del cuerpo de ella para así saborear cada milímetro del movimiento. Al mismo tiempo, la distinción entre sus órganos genitales y el resto de su cuerpo comenzó a volverse confusa. Estaba vagamente consciente de los esfuerzos que realizaba. Sentía cada vez más que había entrado a través del cuerpo de Jan en un lugar abierto y espacioso en donde no había la posibili­dad de distinguir entre el cuerpo y el espíritu, ni entre el placer y el dolor.
Al mismo tiempo, el cuerpo de Jan se había vuelto extraordinariamente sensible a los movimientos del pene dentro de él. Era como si llenase toda la zona de la pelvis, su vientre y sus pechos y muslos, y todo su ser, cada célu­la. La sensación de estar completamente colmada le resultó tan extraña que Jan tuvo que levantar su pelvis para observar el pene de Ted que entraba y salía de ella y comprobando si seguía estando en un solo sitio y no en todo su interior. Sin alterar el ritmo, apretó su pelvis contra el cuerpo de su ma­rido y cerró los ojos. La imagen persistió —la imagen de un pene brillante que arremetía contra sus sentidos— y no le quedó más que abandonar toda su resistencia ante lo increíble. Sí, era cierto, un sólo pene ocupaba una sola parte de su cuerpo y, al mismo tiempo, llenaba todo su ser, todas sus cé­lulas. Al entregarse a esta sensación. Jan sintió cómo se abría lo más pro­fundo de su ser y abandonó su cuerpo. Ahora no quedaba nada de ella, no tenía límites. Sin darse cuenta de lo que hacía, levantó la parte superior de su cuerpo y echó la cabeza hacia atrás tratando de respirar.
Pese a tener los ojos bien abiertos, Ted percibía indistintamente la ima­gen de los pechos y de la garganta de su mujer. Estaba vagamente conscien­te de los sonidos que ambos emitían. Su mente consciente estaba absorbida por la sensación de haber penetrado en un espacio enorme, quizá tan gran­de como el universo. También había la posibilidad de que existiera algún ti­po de experiencia más allá de su cuerpo y del de su mujer, más allá del uni­verso. Sabía que estaba haciendo el amor con su esposa y que al mismo tiem­po se hallaba en otro sitio, algo lo arrastraba hacia una oscuridad brillante y final. Tenía miedo de penetrar en esta oscuridad pero no le apetecía volver atrás. A lo lejos, o al menos eso le pareció, oyó los gritos de Jan diciéndole que no podía esperar más. En ese momento, una sensación cálida, como de algo que cede, estalló en lo más profundo de su ser. Supo que nada en este mundo lo podía detener, y se dejó arrastrar hacia la deliciosa oscuridad, consciente sólo de las pulsaciones que parecían durar una eternidad. Final­mente, sintió que volvía a su cuerpo, a la sensación que algo fluía de él a su esposa. Para prolongar esta sensación, contrajo los músculos de su pelvis al ritmo de las pulsaciones que lo había arrastrado. Cuando regresó a la reali­dad sólo le quedaron ecos de unos vagos recuerdos de la oscuridad.
Para Jan no había existido espacio ni tiempo, sólo una sensación casi ina­guantable de amor y de unión. En lo más profundo de su mente supo que incluso el átomo más diminuto de su cuerpo estaba lleno de su marido. Ambos se habían convertido en uno pero, por extraño que parezca, se sen­tía más ella, más poderosa y segura, que antes. Con las primeras contrac­ciones prorrumpió en sollozos, las lágrimas que manaban de sus ojos co­rrespondían al flujo de líquido en su cuerpo. Era como si siempre hubiera estado llorando y como si fuese a llorar por toda la eternidad. Cuando las vigorosas contracciones de su cuerpo se apaciguaron, toda su persona se relajó y se quedó sollozando suavemente en el pecho de su esposo. Escuchó la voz de ambos como si estuviesen muy lejos, no las palabras sino la músi­ca de las frases.
—Dios mío, fue...
—Lo sé, lo sé...
Impulsados aún por una fuerza imposible de dominar, los dos amantes unieron sus labios en un beso eterno. Antes de dejar de besarlo, Jan se dio cuenta de que su marido se había dormido profundamente. Se bajó con cui­dado de su cuerpo y se acurrucó contra él, la cara humedecida de lágrimas. En pocos segundos ella también se quedó dormida.




UNA INCREÍBLE DANZA ATÓMICA




No más de cinco minutos después del orgasmo de Jan, mientras ella y su marido dormían, el cuello del útero cambió de posición y se sumergió en el pozo de semen que se había formado en lo más profundo de la vagina. In­mediatamente, millones de espermatozoides emprendieron un peligroso viaje por el conducto cervical hasta el útero. Era un carnaval enloquecido con accidentes y muertes. Cada una de las diminutas células de cuerpos fusi­formes y largas colas que revoloteaban enloquecidas tenía un mensaje de creación para entregar aunque las posibilidades de hacerlo eran casi nulas. Había víctimas por doquier, víctimas de la topografía, de las bacterias y del contenido ácido del mar en el que nadaban. Los sobrevivientes intenta­ban pasar por encima de los cuerpos de sus compañeros y sólo lograban su­cumbir a la vez o quedar tan agotados que se dejaban arrastrar por la co­rriente. A pesar de todo, la nube de espermatozoides continuaba su viaje.
Tres horas pasaron para los amantes dormidos, un tercio de la vida para los microscópicos nadadores. Una vanguardia había logrado de alguna ma­nera llegar hasta la cima del útero y había penetrado en la estrecha abertura de una de las trompas de Falopio. Allí se encontraron con una gran célula redonda, la meta desconocida de todos sus viajes. Miles de espermatozoi­des arremetieron contra el óvulo, tratando de entrar. Finalmente, mediante un proceso selectivo que aún no se conoce muy bien, uno de ellos logró pa­sar a través de las dos membranas y acceder al mágico mar interior.
La enloquecida confusión y la violencia aleatoria del largo viaje contras­taba con lo que ocurría en el interior del óvulo, donde todo era elegante, majestuoso y mesurado. Una vez penetradas, las membranas del óvulo cambiaron de composición para no admitir ningún espermatozoide más, incluso la cola del espermatozoide que logró entrar quedó fuera. Así se ase­guraba la más perfecta intimidad para la ceremonia tan formal como un minué e infinitamente más compleja. Lentamente, ripiando, el espermato­zoide y el pro núcleo del óvulo se acercaron el uno al otro. El espermatozoi­de describía movimientos giratorios para ubicar su centrosoma exactamen­te entre él y la compañera que venía a su encuentro. En esta parte de la dan­za, el espermatozoide sufrió una sorprendente metamorfosis: su tamaño se multiplicó por diez y su forma se volvió esférica, para ajustarse perfecta mente al pro núcleo del óvulo. El centrosoma se dividió y se separó, crean­do un fino velo de hilos que enlazaban a los dos núcleos convergentes, faci­litando su unión.
A continuación, los dos núcleos se acercaron para unirse. Los núcleos lo­grarían, en el reino mágico de las moléculas, átomos y partículas elementa­les, lo mismo que los amantes que habían logrado en el mundo de la consciencia. Al fundirse, los núcleos perdieron sus límites. Los cromosomas masculinos y femeninos en su interior —largas moléculas helicoidales que contienen suficientes datos para crear un ser humano pero que son incom­pletas sin su contraparte— se encontraron, se unieron y se enroscaron, in­tercambiando una información que se remonta al comienzo de los tiempos y llega hasta el momento de la concepción de los dos amantes, creando en este intercambio algo nuevo en el universo: un testimonio brillante, en el si­lencio y en la oscuridad.












Hasta aquí la historia de Ted y Jan, ¿sólo de ellos?... Espero que la recordéis tanto como los miles de lectores que compartimos esa lectura hace ya tantos años.
La siguiente história se ocupa de un tema en apariencia muy diferente, ¿que es lo que en realidad nos sucede despues de la muerte?. No voy a presentaros en ésta ocasión una interpretación de los aspectos evolutivos y espirituales post-mortem, ni del Más Allá. En este mismo blog, podéis buscar un texto de Paul Brunton: "El escorpión de la muerte" que recoge con bastante aproximación algunas de mis particulares percepciones sobre ese particular. No, en ésta ocasión un texto del Dr. Jimenez del Oso, publicado en la "Biblioteca de Temas Ocultos" de la Ed. UVE en 1979, con el título de "Más Allá de la muerte". El Dr. Jimenez del Oso, contribuyó como pocos a despertar en toda una generación el afán de conocimiento por toda una serie de temas digamos "ocultos" o "misteriosos", de los que inevitablemente saldrían una serie de datos significativos, que a la postre nos conducirían a muchos por el camino de la espiritualidad y si se me permite, de la Sabiduría que nos esforzamos por recorrer a duras penas. Sea éste un pequeño y cariñoso recuerdo al fallecido maestro.
En él texto siguiente, veremos a Tanathos actuando en toda su crudeza, destruyendo todo aquello de efímero que en nosotros ha de desaparecr, para que podamos regresar al lugar del que salimos y del que quizás, nunca hemos salido del todo, aunque como el pez, no nos demos cuenta del agua que nos rodea.









MÁS ALLÁ DE LA MUERTE








Al hablar de la muerte, parece obligado comenzar por una definición, pero no la hay. No sabemos qué es la muerte; por eso resulta tan difícil determinar en qué exacto momento se produce. El concepto de la muerte está basado en la experiencia de la vida; llamamos muerte al fin de los procesos vitales, a la pérdida de la unidad funcional del organismo: algo daba coherencia y sentido a ese conjunto de células, algo las interrelacionaba confiriendo individualidad a toda esa suma organizada de órganos. Hay un momento más intuitivo que objetivable —y eso lo sabemos bien los que asistimos como testigos frecuentes a este fenómeno— en el que ese «algo» deja de estar, en el que ese principio de organización e integración se esfuma dejando a todos y cada uno de los elementos que componen el organismo en libertad para seguir individualmente su propio ca­mino. La historia de la muerte es una historia de desor­ganización.





Ese inconcreto segundo decisivo




Tan difícil es determinar en qué momento se pro­duce la muerte, que ni siquiera estamos en condiciones de decir si una persona está muerta o viva hasta que no han hecho su aparición los fenómenos inicíales de la putrefacción. Es una cuestión tremendamente impor­tante desde el punto de vista personal y legal. Iniciada la época de los trasplantes, surgió la necesidad de un diagnóstico lo más precoz posible de la muerte; era preciso que los órganos a «trasplantar» fueran lo más frescos posibles, pero obviamente era preciso estar se­guro de que ese órgano era extraído de un cadáver, no de una persona viva. Otras razones han vuelto a poner sobre el tapete todos los aspectos que rodean el diag­nóstico de la muerte, pero no se piense que es una cuestión actual; la necesidad de saber con certeza cuándo una persona está viva, por grotesco que pueda parecer a simple vista, ha sido un tema planteado conti­nuamente a lo largo de la historia
Sin duda hemos pensado alguna vez lo espantoso que resultaría ser enterrado vivo, aunque inmediatemente lo rechazamos por excepcional, como una más de que o bien están realmente muertos, con lo que esas agresiones al cadáver son macabramente absurdas, o por el contrario están vivos, aunque no lo parezca, en cuyo caso las maniobras solicitadas en el testamento consti­tuirán un auténtico homicidio. Como médico no me he encontrado nunca en la situación de atender peticiones postumas de este tipo, pero sí alguna vez las circunstan­cias me colocan en ese trance, no prestaré mi colabora­ción por si acaso...
El momento más importante de esta vida, descon­tando el nacimiento, es el de la propia muerte; no es extraño que el ingenio del hombre haya ideado mil y un sistemas para comprobar objetivamente que tal suceso se ha producido. Con mayor justificación cuando, como decíamos antes, no es posible determinar con exactitud el momento en que las funciones vítales han cesado en forma irreversible. Es, precisamente, esa irreversibili-dad la que da carácter a la muerte, porque hay estados, fases de la muerte, en la que ésta no reina aún: las funciones imprescindibles para la vida han cesado en apariencia pero, espontáneamente o con la adecuada reanimación, el cuerpo puede reanudar su marcha. Son esos estados de «muerte clínica», que R. Moody ha estudiado en su «Vida después de la vida» y que tanta polémica han despertado.
Así pues, antes de seguir adelante conviene dejar claro que no es muerte todo lo que parece tal; de hecho podemos distinguir varias etapas. En un primer mo­mento la respiración se detiene, en la arteria radial no es perceptible el pulso, nuestro fonendoscopio es incapaz de captar los latidos cardíacos y el cuerpo tampoco responde a los estímulos exteriores. Sin embargo, sólo es una apariencia de muerte; porque el corazón aún late imper­ceptible para los métodos ordinarios, pero activo todavía.
Es la fase de la «muerte aparente». En ella el sujeto puede reanimarse espontáneamente o con maniobras de reposi­ción artificial. Pasado un breve lapso de tiempo, el cora­zón detiene su marcha, las funciones fundamentales cesan y la vuelta a la vida en forma espontánea es prácticamente imposible; no obstante, aún es tiempo, la vida puede hacerse presente parcialmente en los diferentes órganos, en las diferentes funciones, y una estimulación adecuada desde el exterior podría con suerte reanimar a todo el conjunto del organismo, porque el cerebro aún no ha sido dañado por falta de oxígeno. Es una corta etapa, apenas unos instantes, más virtuales que reales y que se conoce con el nombre de «muerte relativa». Las dos etapas anteriores suelen considerarse juntas y designarse con nombres tan sugestivos como «vida relativa», «vida es­condida», «vida eclipsada». Tienen extraordinaria impor­tancia por su larga duración en los casos de asfixias y en las congelaciones: a veces han transcurrido horas en este estado de muerte aparente antes de que la adecuada reanimación devolviera al sujeto accidentado a la vida.





La vida y la muerte, frente a frente




Finalmente, la silenciosa y fiel Parca llega con su afilada guadaña y la muerte se hace irreversible; la ex­tinción de las funciones vitales es ya definitiva y nada, ni nadie, puede detener la trágica desorganización que el instante mismo de la «muerte real» ha puesto en marcha.
Bien, ya estamos enfrentados con la muerte. Como acabamos de ver, no es fácil diferenciarla en un primer momento de otros estados parecidos a ella; así que an­tes de ver lo que sucede con nuestro cuerpo cuando el «aliento vital» lo ha abandonado, es preciso comprobar que ya no hay lugar para la esperanza. Vamos a recorrer la más sugestiva de las técnicas existentes para diagnos­ticar la muerte; algunas son de uso popular, otras re­quieren elementos químicos o una técnica complicada, pero todas ellas resultan atractivamente morbosas.
Si la muerte se asocia con el aliento, si al morir se le llama románticamente «exhalar el último suspiro», es lógico que la cesación de la respiración se asocie con el final de la vida y que, demostrado que el cuerpo ya no respira, la muerte es un hecho. Alguien utilizará una ligera brizna de pluma o unos hilos de algodón y con pulso firme los colocará ante las ventanas de la nariz: si permanecen inmóviles, si el cuerpo no mueve siquiera el aire suficiente para agitar ese delicado material, es porque no hay ya respiración alguna. Esta prueba de muerte, popular y antigua, tal vez la más simple, carece en absoluto de valor, sólo demuestra que ese cuerpo no respira, lo que no quiere decir que haya muerto. El mismo valor nulo tiene la prueba del espejo: una placa metálica o un espejo enfriados previamente que se co­locan ante la nariz y boca del presunto muerto en busca del débil aliento que los empañe.
Más laborioso pero más útil es hacer tracciones re­petidas de la lengua, con un objeto cualquiera entre los dientes del sujeto para mantener la boca abierta. Se cogerá con fuerza la lengua, sirviéndose de un pañuelo para evitar que se nos escape de entre los dedos; luego haremos tracciones enérgicas y repetidas, rítmicamente, de 18 a 20 veces por minuto, imitando así los movi­mientos de la respiración. Si al cabo de algún tiempo notamos resistencia será señal de que la respiración se reanuda, con lo que no sólo habremos demostrado que la persona no está muerta, sino que habremos conse guido además su reanimación. SÍ, por el contrario, ha­biendó prolongado la maniobra durante más de dos horas la lengua permanece blanda y no ofrece resistencia alguna, habremos de admitir que la muerte es un hecho. Hace algunas décadas, las sanguijuelas eran aún habituales en la práctica médica y también utilizadas para diagnosticar la muerte. Probablemente se decía que la sanguijuela se agarra al vivo, pero no al muerto. Y se decía mal, porque el voraz gusano-vampiro no es tan refinado gastronómicamente e igual prende en el muerto que en el vivo; aun así, son tales las diferencias observables en uno u otro caso, que pueden utilizarse para. diagnosticar la muerte. Lo primero que llamará la atención es su comportamiento. Si están agarradas a un cuerpo vivo y la sangre succionada es caliente y fluida, la sanguijuela se moverá en forma suave y ondulante, casi con voluptuosidad; si por el contrario está aferrada un cadáver, sus movimientos serán bruscos, a tirones, irritada por la poca calidad del alimento ofrecido.
Además, en el vivo, obtiene la sangre con abundancia y en poco tiempo estará llena, turgente; mientras que en un cuerpo muerto sus esfuerzos apenas se ven compensados y aumenta poco de volumen. Si aún no estamos convencidos, basta con desprender el gusano y oprimirlo entre nuestros dedos: si se ha alimentado de un vivo, al ser presionada, dejará salir un chorro muy fino continuo de sangre roja y fluida; en tanto que si ha estado aferrada a un cadáver, la sangre expulsada será de consistencia viscosa, roja oscura, casi negra y no en un fino chorro, sino en sábana; una sangre que mezclada con agua formará pequeños coágulos que van al fondo si es sangre «muerta», mientras que se fundirá con el agua tiñéndola si se trata de sangre «viva». Desgraciadamente no es ya fácil encontrar sangui juelas en las farmacias y tan entretenidas maniobras han quedado inevitablemente en el pasado. En esta lucha denodada por demostrar con rapidez la diferencia que existe entre un muerto aparente y un muerto real, ha habido todo tipo de inventos y maniobras pintorescas: unas conferían cierto aire de Dr. Frankestein al colega que investigaba, otras transformaban la muerte en una especie de espectáculo grotesco, ausente de toda digni­dad, Pero era un camino que había de recorrer; incluso se instituyeron premios internacionales para aquellos trabajos que supusieran un avance sustancial en el diag­nóstico de la muerte. De aquellos investigadores que­dan algunas pruebas fáciles y certeras, como las del doc­tor Savenno Icard, quien en dos ocasiones (1895 y 1900) consiguió el premio Dugaste. Tal premio fue ins­tituido por el doctor Dugaste, que tuvo el dudoso sen­tido del humor de dejar a su muerte un legado a la Academia de Ciencias de París, para investigar en estos temas que ahora nos ocupan. El legado no era cierta­mente fabuloso, sólo producía una renta de 2.500 fran­cos cada cinco años, que era la cuantía destinada al premio; pero a cambio proporcionaba, como comple­mento menos pragmático, un aceptable prestigio cientí­fico. Icard presentó dos pruebas que más que demostrar el fin de la vida, evidencian el inicio de los fenómenos siguientes a la muerte. La más conocida es la llamada «reacción sulfhídrica»: se utilizan tiras de papel de filtro de color blanco, lo más fino posible, y sobre ellas con una pluma mojada en solución acuosa de subacetato de plomo se escribe la palabra «estoy muerto».
La tira de papel con esta escritura invisible —el su­bacetato de plomo es incoloro— se sujeta ante las ven­tanas de la nariz mediante cualquier dispositivo y se deja allí unos minutos. Si la persona está realmente muerta, la recién comenzada putrefacción produce des­prendimiento de gases sulfurados, no perceptibles aún por el olfato, pero que transformarán el subacetato de plomo en sulfuro de plomo, que ya no es incoloro, sino casi negro, con el resultado de que en la tira blanca de papel aparecerán ahora perfectamente legibles las pala­bras «estoy muerto». Por supuesto que cualquiera otra palabra o una simple línea, tienen el mismo valor defini-torio, pero desde un principio se prefirió este macabro mensaje que da a la prueba científica un carácter abso­lutamente dramático.
Icard consiguió de nuevo el premio Dugaste al pro­poner la prueba de fluoresceína: mediante la inyección de una solución de esta sustancia, la piel y mucosas adquieren un tinte amarillento en el vivo, mientras que en el cadáver no provocan reacción ictérica alguna.


La frontera desconocida



La lista de pruebas propuestas para el diagnóstico de la muerte podría prolongarse mucho más y siempre en las dos direcciones mencionadas, el cese de los fenóme­nos vitales o el inicio de los fenómenos cadavéricos.
Como ya veíamos, las únicas claras y definitivas son las que corresponden a la putrefacción: toda una serie de reacciones que se inician inmediatamente después de llegar la muerte, pero que exigen un tiempo que, en el caso de los trasplantes o de la hibernación, no puede esperarse. Por otro lado, demostrar que ha cesado la respiración o que el corazón se ha detenido, no permite asegurar que ya la muerte sea tal es decir, irreversible, ya que adecuadas maniobras de reanimación pueden ha­cer volver a funcionar el sistema; de cuando en cuando nos llegan noticias de personas a las que mediante las técnicas precisas, se las mantiene en coma profundo durante años. Hoy puede hacerse funcionar artificial­mente la mayoría del organismo, si se dispone del arse­nal necesario, y mantenerlo así casi indefinidamente, con lo que todo el problema de la muerte ha vuelto a ponerse de actualidad; pero, en estos casos se trata de una vida «vegetativa», carente de sentido bajo un punto de vista «vital» y no justificable si el cerebro ha perdido su actividad. Expuestas así las cosas llegamos al punto crucial, a la frontera actualmente admitida entre estar vivo y estar muerto: el cese de las funciones cerebrales.
Mediante un electroencefalograma, la actividad bioeléctrica del cerebro es evidenciada en un trazado: una serie de delgadas líneas quebradas en un papel nos dicen que un cuerpo funciona, que esa persona piensa y siente, o cuando menos, está enviando las órdenes pre­cisas para el automatismo del conjunto del organismo. Cuando el electroencefalograma se hace «plano», cuando esa serie de líneas quebradas se transforman en líneas rectas, el cerebro ha dejado de funcionar, pode­mos hablar de muerte; aunque siga siendo en forma provisional, porque esas líneas pueden volver a hacerse quebradas —ese cerebro a veces vuelve a funcionar tras un brevísimo período de tiempo—. Además, los elec­trodos se disponen en la superficie del cuero cabelludo y por tanto recogen la actividad bioeléctrica de las es­tructuras cerebrales superficiales, no de las profundas, por lo que de buscarse un diagnóstico concienzudo de la muerte habría que implantar esos electrodos —y así se hace, en ocasiones— en zonas más profundas del cerebro.
Una conclusión podemos obtener: la única certeza de que ha terminado la vida nos la proporciona el hecho de que ha comenzado la muerte. La frontera entre una y otra es algo virtual, indeterminable con exactitud; así pues, vamos a sumergirnos en el mundo de la muerte, en los fenómenos que se inician en el organismo inme­diatamente después de que ese «algo», del que hablá­bamos al principio, se haya ido.





Los muertos son pálidos, fríos y rígidos




Por poca relación que se tenga con la muerte, hay varios aspectos que inmediatamente llaman la atención y que, al menos en lo externo, diferencian a los vivos de los muertos. Quien haya tocado un cadáver recordará esa frialdad especial que tantas cosas sugería a los escri­tores de finales del siglo pasado. Los muertos están fríos, han perdido la cualidad de isotermos que tenían en la vida, cesa la producción endógena de calor, las combustiones internas se detienen y el cuerpo, trans­formado en simple materia, equilibra su temperatura con la del medio ambiente; pero antes, debido a la eva­poración cutánea, la temperatura desciende por debajo de la del ambiente, impresionando al tacto su «mortal frialdad». Lo primero que pierde temperatura es la punta de la nariz, los pies y las manos, incluso su en­friamiento se inicia durante la agonía; luego se enfriarán el resto de los miembros superiores e inferiores y toda la cara y, en orden progresivo, la parte anterior del tórax, la región de la columna vertebral, el bajo vientre, etc. Lo último que se enfría de un cadáver son las axilas y las partes laterales del cuello. Cuando ha transcurrido el tiempo suficiente, entre diez y veinticuatro horas, la temperatura del cuerpo se equilibra con la del ambiente y el cadáver deja de impresionar como frío.
Otro factor presente cuando la muerte reina es el de la palidez. Una vez cesada la actividad cardíaca el sis­tema vascular se comporta como un sistema de vasos comunicantes y la sangre, obedeciendo a la ley de la gravedad, abandona las partes elevadas, acumulándose en las zonas declives; así, mientras la parte anterior de un cadáver colocado en decúbito supino ha quedado pálida, sin embargo, la parte de la espalda que está en contacto con la superficie donde el cuerpo descansa, toma un color amoratado, violáceo; son las hipóstasis cadavéricas, de importancia en la medicina forense, ya que permiten deducir cuál era la posición inicial del cuerpo en los casos en que éste ha sido cambiado de lugar o de postura.
Fríos y pálidos los muertos tienen otra tercera carac­terística: su rigidez. Unas pocas horas son suficientes; aquel relajamiento profundo que había sucedido inme­diatamente a la muerte, se transforma. Si durante un corto período de tiempo la muerte tomó apariencia de sueño plácido, ahora la persona ha tomado ya aspecto de simple objeto. Como una tabla de madera, como una estatua de aígún triste material, el cuerpo está rígido, con su musculatura tensa, dura, obediente a un meca­nismo cuya intimidad no conocemos bien.
Antaño se pensaba que la rigidez post-mortem era debida a la inmovilidad de los ligamentos y articulacio­nes. Hoy esa razón está descartada y la causa se sitúa en las modificaciones biológicas —físicas y químicas— que sufre el músculo y en las que para nada interviene la piel o las articulaciones. Para los «vitalistas», la rigidez cadavérica sería debida a factores similares a los de la fatiga muscular, como si los músculos esqueléticos se resistieran a la muerte, permaneciendo contraídos acti­vamente, continuando vivos mientras el resto del orga nismo ha abandonado la lucha. Para los que defienden la teoría química, el «rigor mortis» tiene una explica­ción menos filosófica. Sería un proceso fundado en la destrucción de los polifosfatos: el ácido adenosin-trisfosfóríco se destruye pasando a adenosin-fosfórico, quedando libre una molécula de ácido fosfórico que origina una mayor acidificación del músculo y la conse­cuente contracción. Por último, las causas de la rigidez podrían atribuirse simplemente a la deshidratación muscular: esta deshidratación desorganiza la célula mus­cular creando las condiciones necesarias para las reac­ciones químicas comentadas. Como en tantas cuestio­nes, posiblemente todas las teorías estén parcialmente aceptadas y se trate de un fenómeno mixto en el que intervienen todos los mecanismos enunciados.
Normalmente, la rigidez aparece entre las tres y las seis horas después de la muerte; se inicia en los múscu­los del maxilar inferior y de ahí pasa al resto de la cara; luego el cuello, para seguir extendiéndose lenta y pro­gresivamente por todo el cuerpo. Al cabo de ocho o doce horas 1?. rigidez ya es completa y dura desde diez horas hasta tres días, según las circunstancias, aunque no es excepcional que dure aún mucho más.
Al hablar del diagnóstico de la muerte mencionaba el temor que muchas personas sufren a ser enterradas vivas, tema acrecentado por la literatura y sus espeluz­nantes relatos de cataléptícos que en una de sus crisis son tomados como muertos para despertar después en la más absoluta oscuridad, encerrados en su ataúd, sin posibilidad alguna de escapatoria. Aunque más por sa­tisfacer la curiosidad que por razones prácticas, les diré que es fácil diferenciar el «rigor mortis» de la contrac -tura histérica, cataléptica, hipnótica, esquizofrénica, etc., primero porque la rigidez cadavérica no es un fe nómeno aislado, otros signos de muerte la acompañan; y además, esta rigidez, una vez que un miembro es forzado a doblarse, no reaparece y el miembro continúa relajado, mientras que en las contracturas vivas una vez que dejamos de forzar el miembro, éste vuelve a que­dar rígido.
Aunque sin haber profundizado en sus causas, te­nemos ya a un auténtico cadáver, frío, pálido y rígido; toda esperanza de una reanimación es ya lejana, nos enfrentamos a la evidencia cruel o liberadora, según el criterio de cada cual, de que la muerte y sólo la muerte reina en aquel cuerpo. Comienza ahora toda una apa­sionante historia de destrucción, atroz y filosóficamente divertida, una historia de la que todos seremos prota­gonistas y a la que fríamente llamamos putrefacción.












La putrefacción: un camino hacia el todo



Ante todo una definición: «La putrefacción dacavérica es una fermentación pútrida, de índole compleja. Consiste, principalmente, en sucesivas alteraciones físico-químicas que, debidas en gran parte a los mi­croorganismo y sus productos, van escindiendo las construcciones moleculares más superiores y complejas, reduciéndolas en entidades químicas cada vez más sim­ples, hasta llegar a la completa mineralización del cadá­ver, que queda reducido a sales inorgánicas. De esta manera, el cuerpo vuelve a la tierra de donde salió.»
Los principales agentes del proceso putrefactivo son las bacterias. Les siguen en importancia determinado tipo de hongos. También intervienen en la desintegra­ción fenómenos de autodigestión y autólisis post-mortem. Es decir, los tejidos se destruyen en parte por los fermentos secretados por sus propias células. Por último, colaboran en este camino a la destrucción, plan­tas y animales.
Apenas establecida la muerte, el cadáver es invadido por distintos tipos de bacterias: unas provienen del ex­terior y han penetrado por los orificios naturales; otras proceden del propio organismo, principalmente del aparato digestivo. Estas bacterias intestinales nos acom­pañan desde poco después del nacimiento, constituyen unas ricas colonias que en condiciones normales no oca­sionan enfermedades ya que su exceso es destruido por los jugos digestivos y además encuentran una infran­queable barrera en las paredes intestinales. Esa barrera desaparece con la muerte, toda esa vitalidad que carac­terizaba a la mucosa intestinal cesa y las bacterias del tubo digestivo no encuentran ya obstáculo para multi­plicarse y para invadir el espesor de la mucosa y des­pués los vasos sanguíneos y linfáticos, en cuyo interior dan lugar a la formación de gases; esos gases van avan­zando de dentro afuera abriéndose camino hasta los puntos más apartados del cuerpo. Esta circulación post-mortem difunde por todas partes las bacterias que extienden así su labor putrefactiva. A consecuencia del embebecimiento de las paredes vasculares se produce una exudación del suero, que se inicia en las partes más declives del cuerpo. Este embebecimiento invade toda la piel, hasta que ésta, reblandecida, se levanta en bolsas y ampollas que rompen, dejando así el cadáver abierto a la invasión de los agentes externos que esperaban pa­cientemente este momento.
Pero en este prólogo no pretendo pasar por encima de lo desagradable, sino penetrar en ello; nos hemos propuesto conocer lo suficiente de la muerte para plantear después la posibilidad de que algo sobreviva. Así pues, sigamos paso a paso la silenciosa lucha del cuerpo por reintegrarse a la tierra, por fundirse en la eterna paz que es la inercia.
Según las condiciones ambientales, antes si hace ca­lor y con retraso sí el ambiente es frío, la putrefacción se inicia a las pocas horas de la muerte. El primer pe­ríodo recibe el nombre de «putrefacción verde», de­bido a la aparición de la «mancha verde abdominal», una mancha que es expresión de la putrefacción intesti­nal. Como se comentaba antes, es en el tubo digestivo donde existe la más rica flora bacteriana que, al no ha­ber defensas vítales que la contengan, invade toda la mucosa digestiva, produciendo abundante hidrógeno sulfurado —que al combinarse con la hemoglobina de la sangre, forma sulfohemoglobina, de un color verdoso que va tinendo todos los tejidos—. Esta «mancha verde», primer signo evidente de la putrefacción, se inicia generalmente en el cuadrante inferior derecho del abdomen, ya que es el intestino ciego el que ocupa ese lugar y en él hay mayor abundancia de materias putrefactibles. Es por eso, por lo que la fermentación se produce allí con más rapidez.
Esta «mancha verde» se extiende pronto a todo el abdomen, luego a las partes laterales del tórax y cuello, para, al cabo de unos doce días de la muerte, ocupar todo el cuerpo.
No siempre las cosas suceden así. En los ahogados, por ejemplo, que han incorporado agua a su organismo a través de la nariz y boca y por la presencia en ese agua de abundantes gérmenes saprógenos, la putrefacción se inicia claramente en la cabeza y parte superior del tronco. Había también que dedicar consideraciones es peciales a los muertos no habituales, pero en general, las cosas suceden tal como han sido descritas.
La putrefacción lleva aparejada la producción de enorme cantidad de gases que por efecto de la circula­ción post-mortem, ya mencionada, son impulsados a lo largo de todos los vasos del sistema circulatorio, desde el centro a la periferia; puede verse entonces en el ca­dáver, sobre todo en las extremidades, cómo bajo la piel son apreciables las venas y sus ramificaciones, teñi­dos en un color verde rojizo.
Al tiempo que los gases se abren camino arrastrando con ellos a los gérmenes, el suero de la sangre ha em­bebido intensamente la piel, en la que ya aparecen veji­gas que lentamente van concluyendo hasta que la epi­dermis se desprende de las capas inferiores. Este embe­becimiento putrefacto llega también a las uñas y los pelos que se desprenden a la más ligera tracción. A estas alturas, el cadáver ya ha perdido su color verde, toda una serie de reacciones químicas lo han oscurecido hasta casi hacerlo negro.
En esta fase llamada de «putrefacción gaseosa», la acumulación de gases se va haciendo cada vez más in­tensa; el hedor es ya insoportable y toda la horrenda realidad de la muerte alcanza su máxima expresión. Los ojos casi salen de las órbitas empujados por los gases retrooculares; los párpados están intensamente hincha­dos, tumefactos, mientras que la lengua asoma por la boca entreabierta; un líquido oscuro mana de la nariz y de las comisuras de la boca. Todo el cuerpo está hin­chado, sometido a la gran tensión de los gases acumula­dos en el interior, hasta que finalmente el abdomen hace explosión, quedando ya el cadáver abierto a los agentes que desde fuera van a completar la obra des­tructiva.

...Y volvemos al polvo



Ya ha pasado el más horrendo momento de la pu­trefacción; ahora el cuerpo, ya irreconocible, entra en una fase colicuativa: las visceras, en una corrupción lí­quida, se van desintegrando. Los tejidos, cada vez más reblandecidos, se van disolviendo; los ojos desaparecen, los huesos van desnudándose de músculos y piel que han fundido en líquidos viscosos y que empapan la ma­dera del féretro. Los huesos del cerebro se separan por las suturas; las articulaciones se abren y todo el cuerpo camina ya hacia la esqueletización. Hasta los tejidos más resistentes van siendo consumidos por la acción de los microorganismos, unida a la influencia química del te­rreno y la voracidad de los insectos. Poco a poco, muy lentamente, los ligamentos y los tendones van desapa­reciendo, hasta que los huesos quedan disgregados so­bre un humus grasiendo de olor repulsivo. Lo que es soluble se disuelve en el agua de las HJuvías y se difunde por la tierra; lo que es volátil se dispersa en el aire, y los huesos se van secando hasta hacerse porosos y espesos.
A veces distintas circunstancias hacen menos cruel todo este proceso de disolución y el cuerpo consigue escapar en parte a este destino. Es frecuente leer en los diarios la aparición en algún cementerio o en la cripta de un convento, de gran número de cadáveres momifi­cados, cuya presencia despierta la fantasía de la gente y la avidez de los antropólogos.
Obviamente no hago referencia a la momificación artificial, tan común en muchas culturas, sino a aquella que es debida únicamente a circunstancias naturales. Y no está de más conocerla por si, próximos a la muerte, decidimos que nuestra inhumación se lleve a cabo en condiciones ventajosas para no perder del todo nuestra apariencia; al fin y al cabo, aunque sólo sea una envol­tura y «cárcel del alma», nuestro propio cuerpo es algo a lo que tenemos un lógico cariño.
Un cadáver se momifica cuando se encuentra en un ambiente muy seco y con abundante ventilación. Los microorganismos presentes en nuestro intestino requie­ren una cierta humedad para proliferar y poner en mar­cha la putrefacción; si esta humedad no es suficiente, los gérmenes no activan, dando tiempo a que los líqui­dos del organismo se evaporen y el cuerpo sufra una rápida desecación. Así, pues, entre las circunstancias más propicias para la momificación espontánea, hay que mencionar la sequedad, la ventilación y el calor; aunque este último sea preciso para la momificación rápida, ya que en catacumbas, claustros y subterráneos, la momifi­cación se lleva a cabo sin más factores favorables que la sequedad y la ventilación.
Son también importantes, las condiciones del te­rreno: que éste sea poroso y que químicamente favo­rezca la momificación; en este sentido, son mejores los terrenos calcáreos, abundantes en hierro, arsénico, etc. Además, uno mismo puede ayudar a la momificación, poniéndose a dieta, ya que los cadáveres delgados se momifican más fácilmente.
No obstante, una momia es apenas una caricatura del cuerpo que estuvo vivo, poco más que un retrato borroso. Su peso, apenas seis o siete kilogramos, per­mite levantarlo sin esfuerzo. El color de la piel ha per­dido ese tono sonrosado y esa consistencia grata al tacto; ahora se nos presenta gris o amarillenta, seca, apergaminada y plegada a los huesos. Los órganos in­ternos han quedado reducidos a pequeñas masas ne­gruzcas. Todo el conjunto está más cerca de un leño seco, que de aquella persona que en vida era capaz de moverse y sentir. Más pensamientos filosóficos puede sugerir la contemplación de un puñado de polvo, que en tiempo fuera un hombre, que la silenciosa imagen oscurecida y seca de una momia.
Hasta aquí hemos recorrido un siniestro camino, y utilizo el adjetivo porque el hombre, insensatamente, tiende a vestir con negro ropaje a lo que es un hecho natural; en esta íncertídumbre constante de lo que la muerte significa para la individualidad, lo adjetivo se enfrenta a lo subjetivo y tomamos como agresión y des­trozo lo que, probablemente, es liberación y orden.
Cuando hemos muerto, incluso antes, en los mo­mentos tensos y desesperados de la agonía, la mosca común, esa compañera a veces molesta de nuestra vida, capta con su agudo olfato unos efluvios apenas percep­tibles y acude junto a nuestro rostro, zumba persistente en torno a la cama y un instinto ligado a sus genes la llevan a depositar sus huevos en las comisuras de la boca o junto a los orificios nasales. Todo forma parte de un plan, de un orden que escapa a nuestra voluntad y deseo; allí sus larvas encontrarán alimento suficiente dentro de unos días y todo tendrá sentido desde un punto de vista natural. Es el hombre quien se escapa a ese orden, quien pretende luchar contra lo que, en su soberbia, juzga como injusto; el mismo hombre que, en su debatir insensato, modifica el entorno hasta hacerlo estéril. Si alguien nos contempla desde otra perspectiva; si alguien, sin juzgar, que ése es otro invento de los necios, está siendo testigo de las torpes hazañas que emprendemos, es probable que sienta un recuerdo de ternura, el mismo que sentimos los humanos al ver a un niño tratando de agarrar su propia imagen en un espejo.
No es malo morir, ni siquiera es bueno; es algo natural, por mucha literatura que pretenda hacerlo tras cendental. El problema está en el mismo lugar que es­tuvo siempre: si es sólo el cuerpo o también, con él, lo que es conciencia, perece. Todos los hombres en todos los tiempos han buscado la respuesta... fuera; cuando nada, fuera de nosotros mismos, se hace eco de la pre­gunta. No tengo respuesta, como el resto, incluidos aquellos por los que ahora existo, sólo tengo sentimien­tos. Tal vez ése sea el secreto; tal vez, la respuesta sea ese inconíbrmismo que no nos deja aceptar la muerte como un fin. Es posible que toda esta lucha esté justifi­cada porque el hombre siente algo distinto a lo que ve; porque el hombre sabe, dentro, muy dentro, que algo trasciende. Este libro es una síntesis de esos sentimien­tos, de esa inconformidad que ha sido germen de reli­giones o de planteamientos filosóficos; de esa lucha que emprendió un día el hombre para objetivar lo que sólo es subjetivo.


Bueno, pues hasta aquí los textos que publicamos para celebrar que ya son 20.000 los lectores que han visitado éste blog, os lo agradezco de todo corazón.